La primera gobernante conocida del Perú prehispánico vivió hace 1.700 años en la costa norte del país y dirigió al pueblo mochica con mano firme. El hallazgo de sus restos hace sólo un lustro supuso una verdadera revolución para la arqueología.
Desnudos, en fila india y con la soga al cuello, los prisioneros avanzan cabizbajos y fuertemente custodiados hacia una muerte segura. Desde lo más alto, sentada sobre una litera cargada por sirvientes, una mujer ataviada con sus mejores galas los observa imperturbable. Su rostro, rematado por una cegadora corona dorada y semioculto tras una enorme nariguera, infunde auténtico terror a los presentes. ¿Cómo podrá si no apaciguar los ánimos y restaurar el orden tras los desastres causados por las fuertes lluvias? Consciente de que el dios Ai-Apaec –“el Decapitador”– observa cada uno de sus movimientos, sabe que, una vez más, deberá mostrarse implacable para satisfacerle. En un momento dado de la ceremonia, arranca la masacre y los cautivos son ejecutados, uno tras otro; algunos también desmembrados. Como colofón, la sangre de todos ellos se entrega, según exige el ritual, a la deidad castigadora.
Esta dantesca escena podría formar parte de cualquier película gore, pero es (mejor dicho, fue) muy real y hay que situarla a unos 50 kilómetros de la actual ciudad peruana de Trujillo alrededor de 1.700 años atrás. Por entonces, la hoy llamada Señora de Cao regía con mano de hierro los destinos de los mochicas (o moches), asentados en la costa septentrional de Perú (a lo largo de más de 500 kilómetros) entre los siglos I y VIII d. de C. Nos referimos a la (hasta el momento) primera y única gobernante conocida del Perú prehispánico, de cuya existencia no se tuvo noticia hasta hace sólo un lustro. Pero empecemos por el principio… y para ello hemos de retroceder veinte años y trasladarnos al hoy conocido como Complejo Arqueológico El Brujo, en el distrito de Magdalena de Cao, departamento de La Libertad. El peculiar nombre del enclave responde a la tradicional afluencia de chamanes que escogen practicar aquí sus rituales. De hecho, se trata de un gran centro ceremonial con tres complejos: Huaca El Brujo, Huaca Cao Viejo y Huaca Prieta, que forman un triángulo al que se atribuye un gran poder mágico y donde debió asentarse la elite mochica que ostentaba la autoridad en el valle de Chicama. El término huaca alude en Perú a cualquier yacimiento arqueológico, en especial a una tumba.
Bajo el embrujo de El Brujo
Cuando el arqueólogo Régulo Franco Jordán, director del Proyecto Arqueológico El Brujo, y Guillermo Wiese de Osma, de la Fundación Wiese (que financia dicho proyecto), llegaron aquí en 1990 debieron por fuerza desmoralizarse. El terreno en que se asentaban montículos informes cubiertos de arena, antaño magníficas construcciones de adobe, estaba modelado por cientos de agujeros y parecía más lunar que terrestre. Además, había fragmentos de ceramios (como se denomina a las piezas de alfarería), textiles y metales desperdigados por doquier. Aquellos “cráteres” eran las huellas del delito, las excavaciones ilegales realizadas por los saqueadores de tumbas (huaqueros) que desde los años 70 habían sucumbido a una especie de fiebre del oro y campaban a sus anchas en busca de piezas valiosas que ofrecer al mejor postor, sin que la autoridad interviniese. Aun así, en ese negro panorama, aquellos hombres vislumbrarían un rayo de esperanza. Recorrían la zona en busca de indicios sobre la vida cotidiana de los mochicas cuando se toparon con un descubrimiento inesperado. Un habitante de Magdalena de Cao, Arturo Carrera, les reveló los rumores sobre la existencia de frisos pintados en Huaca Cao Viejo. Y les condujo hasta un colorista relieve que exhibía dos personas con un chinchorro, instrumento de pesca aún usado en Chicama. Estaban contemplando los primeros relieves mochicas policromos en una pirámide (hasta entonces sólo se habían visto pinturas). “Este hallazgo nos ‘embrujó’ hasta el punto de dedicarle toda nuestra vida a la investigación y conservación del sitio”, reconoce Régulo Franco. Intuyeron que bajo aquel terreno habría algo grande… y no se equivocaban.
Ese mismo año de 1990 iniciaron las excavaciones. Eso sí, antes convencieron a los huaqueros para que olvidasen el saqueo y trabajasen para ellos. No tardaron en encontrar en un muro fragmentos perturbadores: una mano con un cuchillo ceremonial y unas patas de arácnido. Presos del entusiasmo, limpiaron y limpiaron hasta confirmar que se trataba del Decapitador. La cosa prometía cada vez más.
A dos metros bajo tierra
Pero tuvieron que pasar catorce años, hasta 2004. Durante un trabajo rutinario, en la esquina noroeste de la pirámide, los arqueólogos detectaron unos ladrillos de adobe con más restos de pintura. Pasadas algunas semanas, habían desescombrado un recinto rectangular, en la altura intermedia de la edificación, con escenas relacionadas con el mundo mochica. El icono más abundante era el life (Trychomicterus sp.), un pez de cabeza semicircular rematada en varios apéndices, con cuerpo sinuoso terminado en una cola trapezoidal. Franco nos remarca cual fue su sorpresa “al encontrar en los muros seres sobrenaturales que sólo se podían observar en las pictografías de la cerámica, inclusive se empezaba a descubrir un recinto más pequeño pintado con la imagen de un ser sobrenatural, inédito en la iconografía”. Todo señalaba a que aquel había sido el escenario de ceremonias. Pero habían de asegurarse.
La pista definitiva fue la figura de un felino (quizá un puma) que, de algún modo, Régulo Franco ya había visto tiempo atrás. Guiado por su maestro espiritual, el chamán Kúntur (Arturo Cervantes), y ayudado por el poder alucinógeno de la conocida como planta de San Pedro (cactus abundante en la región), al arqueólogo se le apareció, en ese mismo punto, “un felino tierno recostado apaciblemente; mi maestro me dijo que ahí encontraríamos lo que estábamos esperando… y así fue”, añade con total naturalidad.
En el patio ceremonial encontraron otros indicios reveladores, unas vasijas de cerámica enterradas (sólo sobresalían las bocas) que supusieron habrían almacenado algún líquido sagrado empleado en los rituales. En un primer momento, optaron por no excavar con la intención de preservar el contexto. Pero, tras comprobar que uno de los recipientes tenía forma de búho (animal que para los mochicas transportaba a los muertos) cambiaron de opinión… afortunadamente.
Se empezó a extraer tierra justo bajo aquel “sospechoso” recipiente que parecía indicar un enterramiento, para proseguir arrancando uno a uno los ladrillos de adobe y levantar a continuación la cubierta de cañas. Una gran cantidad de ceniza probaba que allí habían tenido lugar incineraciones rituales. Al sacar, en última instancia, las vigas de madera de algarrobo que sellaban la cámara funeraria apareció ante sus ojos, a dos metros de profundidad, un gran fardo cubierto con un petate. Sobrepasaba los cien kilos de peso y alcanzaba los 1,80 metros de longitud. La cabeza de su ocupante estaba orientada al sur, al estilo moche, y en uno de los extremos un rostro humano bordado adornaba la primera de las 26 capas de tela que amortajaban el cuerpo (una de ellas, de 70 metros, le daba 48 vueltas). Se invirtieron seis meses en el desenfardo del misterioso personaje, en el que intervinieron arqueólogos, antropólogos, conservadores textiles y de metales, y médicos.
Luego vendría el trabajo de laboratorio. Los rayos X demostraron que el cráneo estaba tapado por varias coronas de oro. Habían, asimismo, 18 collares también de oro, más de cuarenta narigueras (con representaciones de prisioneros con la soga al cuello, del dios Decapitador, de pelícanos, alacranes, cóndores…) y collares de oro y plata, diademas de cobre dorado con rostros felinos, aretes de cobre con incrustaciones de turquesa, restos de algodón, lapislázuli y cuarzo, placas de metal que habían pertenecido a un vestido, 23 estólicas o propulsores de lanzas, dos porras de guerra (cetros de madera forrados de cobre). No había ningún resquicio de duda; los restos pertenecían a un gobernante.
Armas de mujer
La “bomba” cayó al comprobarse que no se trataba de un varón. ¿Cómo era aquello posible si, al menos hasta entonces, sólo se habían hallado instrumentos bélicos en tumbas masculinas? Tradicionalmente, la belicosidad se ha considerado un valor masculino, mientras el carácter pacifista se ha relacionado con la mujer.
Según Franco, esta especie de “ying/yang” pudo ser distinto en la época moche: “Sólo los hombres en la iconografía andina son representados en acciones de batalla, y no la mujer, claramente se esconde la imagen de la mujer en estos temas”, afirma categóricamente. Fuera como fuese, la tercera tumba real mochica encontrada hasta el momento, tras las de los señores de Sipán –padre e hijo– descubiertos por Walter Alva y su equipo en 1987 en la Huaca Rajada, pertenecía a una mujer Por supuesto que hay imágenes de mujeres en la iconografía moche, y muy abundantes –sobre todo en la cerámica–, pero siempre exhiben roles secundarios, ninguna aparece como líder. “El día que encontremos una sería fabuloso y tendríamos una evidencia más del poder de las mujeres en la Antigüedad”, señala un sonriente Franco. Por otro lado, el único hallazgo relevante de una sacerdotisa (ni siquiera de una regente) fue el de San José de Moro, en 1991. Pero el caso de la Señora de Cao era muy distinto: se había descubierto, sin resquicio de duda, la primera gobernante del Perú prehispánico. La noticia de aquel milagro –como lo denomina su descubridor– desató durante cierto tiempo la incredulidad. Y es que, como señala Franco, “nunca antes se había hallado la tumba de una soberana mochica. Los arqueólogos sólo habían descubierto entierros muy importantes como las tumbas de Sipán, pero no la de una mujer…”
Veneno en la piel
La ya bautizada como Señora de Cao era una mujer de unos 25 años, 1,48 centímetros de altura, complexión gruesa, cabello largo y… ¡tatuajes! (de ahí su sobrenombre de “Dama de los Tatuajes”). Antebrazos, manos y pies lucían, con total claridad, dibujos de serpientes y arañas que la simbología andina relaciona con la fertilidad de la tierra, y también de lifes. Éstos y otros elementos –marinos y celestes– indican que a la Dama de Cao se la tenía como mujer con poderes sobrenaturales, y que al morir debió ser elevada al grado de diosa o semidiosa. Probablemente ejerció de chamán, y entre sus habilidades estaba la de leer mensajes en el cielo según el movimiento de los astros. Régulo Franco se muestra rotundo al afirmar que tenía estatus de gobernante, puesto que sus insignias son comparables a los del señor de Sipán. Además, según él, los símbolos mágicos que ornan su piel le dan mayor rango en el mundo espiritual, razón por la que piensa que también tenía poderes sobrenaturales “para conciliar el desarrollo de su pueblo con los fenómenos naturales, quizás fue también adivina, curandera”, concluye este experto. La impactante imagen de su cuerpo, parcialmente decorado, dio la vuelta al mundo en la portada de National Geographic. Y que presentase tatuajes causó un gran asombro.
Pero lo que dejó realmente boquiabiertos a los expertos fue el excelente estado de conservación en que se hallaba el cuerpo, más aún teniendo en cuenta que no había sido embalsamado como era característico del pueblo moche. Existía una buena razón para ello: se había espolvoreado con un polvo rojizo, cinabrio (sulfuro de mercurio), que actuó como veneno repeliendo a las bacterias y evitando así el deterioro del cadáver. Otro factor clave que pudo influir en el mantenimiento de los restos fue su ubicación en el nivel intermedio de la huaca. Estar alejados de la superficie impidió que les afectase la humedad de la lluvia, mientras que estar alejados de la base evitó que la napa freática les alcanzase. Los arqueólogos debían estar ciertamente satisfechos… aunque no del todo. Ya tenían el quién, el dónde, el cómo y el cuándo.
Pero faltaba el por qué, así que el siguiente reto consistió en averiguar la causa de la súbita muerte, tras haber padecido fuertes convulsiones, de aquella joven veinteañera. Una vez examinada la momia, el antropólogo forense John Verano confirmó que no habían signos de ninguna patología, pues sólo detectó una muela picada. Descartada la enfermedad, la hipótesis más plausible era que falleció justo después de haber dado a luz. Así parecían confirmarlo su abdomen dilatado y las cicatrices.
De todos modos, una teoría alternativa posterior apuntó a que pudo sucumbir en una época de crisis de la sociedad moche, provocada por lluvias torrenciales que habrían causado estragos en la frágil pirámide de adobe. ¿Se trataría, en tal caso, de un suicidio o de un asesinato dirigidos a tranquilizar a los furibundos dioses? Cabe señalar, en este punto, que existen evidencias sobre rituales de sacrificios en tiempos de la Señora de Cao, con los que los mochicas pretendían restaurar el orden ante fenómenos climáticos tan devastadores como El Niño y las fuertísimas precipitaciones que éste conllevaba.
Una civilización “de barro”
Todo aquel que hoy se acerque al lugar de los hechos, puede comprobar in situ los devastadores efectos de las inundaciones que durante tantos siglos han ido mellando la Huaca Cao Viejo, la que fuera una espléndida “catedral” mochica, hasta convertirla en un amorfo montículo de barro. Por suerte, hoy se encuentra protegida gracias a una moderna estructura techada, una gran lona mimetizada con el color del desierto. Según los expertos, la pirámide escalonada empezó a construirse en el siglo I d. de C., fue remodelada hasta en siete ocasiones y entró en decadencia en el siglo VII . Estaba dedicada al principal dios mochica: Ai-Apaec. En su interior, se despliega un laberinto de habitaciones y terrazas decoradas con murales que narran una historia sangrienta de sacrificios humanos. Decenas de pirámides como esta salpicaron los valles del litoral norteño peruano, donde se asentaron comunidades agrícolas y pesqueras, una civilización “de barro”, un material tan noble para los mochicas como la piedra para los incas. Habilidosos arquitectos, albañiles e ingenieros, fueron capaces de transformar uno de los desiertos más áridos del planeta en un vergel.
Dominaron la alfarería; por fuerza, pues al carecer de escritura describieron su sociedad en cerámica. Según Franco, «la historia de Hatshepsut Hatshepsut es reconocida por la escritura que dejaron los egipcios, razón por la cual se sabe que gobernó algunos años, tuvo hijos, un amante y adoptó atributos de hombre para seguir gobernando, pero en el caso de la Señora de Cao no lo sabemos, quizá el día que encontremos algún tipo de escritura preincaica cambiará totalmente la arqueología sudamericana”.
Mientras no llega la ansiada “piedra de Rosetta”, se sigue trabajando con ahínco. Si a inicios del siglo XXI el gran reto de la egiptología es hallar la tumba de Cleopatra, el de la arqueología peruana es, hoy por hoy, dar con la tumba del Señor de Cao, gobernante mochica de una época posterior a su homóloga femenina. Hará falta paciencia. Si Zahi Hawass, Secretario General del Consejo Supremo de Antigüedades Egipcias, declaró a CLÍO en enero de 2007 que “sólo hemos descubierto el 30% de los restos arqueológicos del antiguo Egipto», durante las dos décadas que se ha estado trabajando en El Brujo sólo se ha descubierto un 5%. Y es que desvelar 5.000 años de ocupaciones culturales ininterrumpidas –desde la etapa precerámica hasta la ocupación europea en el siglo XVI– lleva su tiempo. “Uno realmente no sabe lo que va a encontrar en nuestro trabajo diario. Aunque parezca mentira, la forma del Complejo Arqueológico El Brujo visto desde el aire tiene un gran parecido con el mapa de América del Sur”, dice Régulo Franco. Nos quedamos con esta imagen. Y nos encomendamos a Ai-Apaec para que nos desvele lo antes posible uno de los incontables secretos que esconde en sus entrañas la tierra de los mochicas
Fuente: CLIO
la soga al cuello, los prisioneros
avanzan cabizbajos y fuertemente
custodiados hacia una muerte segura.
Desde lo más alto, sentada sobre una
litera cargada por sirvientes, una mujer ataviada
con sus mejores galas los observa imperturbable.
Su rostro, rematado por una
cegadora corona dorada y semioculto tras
una enorme nariguera, infunde auténtico
terror a los presentes. ¿Cómo podrá si no
apaciguar los ánimos y restaurar el orden
tras los desastres causados por las fuertes
lluvias? Consciente de que el dios Ai-Apaec
–“el Decapitador”– observa cada uno de
sus movimientos, sabe que, una vez más,
deberá mostrarse implacable para satisfacerle.
En un momento dado de la ceremonia,
arranca la masacre y los cautivos son
ejecutados, uno tras otro; algunos también
desmembrados. Como colofón, la sangre de
todos ellos se entrega, según exige el ritual,
a la deidad castigadora.
Esta dantesca escena podría formar parte
de cualquier película gore, pero es (mejor
dicho, fue) muy real y hay que situarla a
unos 50 kilómetros de la actual ciudad peruana
de Trujillo alrededor de 1.700 años
atrás. Por entonces, la hoy llamada Señora
de Cao regía con mano de hierro los destinos
de los mochicas (o moches), asentados
en la costa septentrional de Perú (a lo largo
de más de 500 kilómetros) entre los siglos
I y VIII d. de C. Nos referimos a la (hasta el
momento) primera y única gobernante conocida
del Perú prehispánico, de cuya existencia
no se tuvo noticia hasta hace sólo un
lustro. Pero empecemos por el principio… y
para ello hemos de retroceder veinte años
y trasladarnos al hoy conocido como Complejo
Arqueológico El Brujo, en el distrito
de Magdalena de Cao, departamento de La
Libertad. El peculiar nombre del enclave
responde a la tradicional afluencia de chamanes
que escogen practicar aquí sus rituales.
De hecho, se trata de un gran centro
ceremonial con tres complejos: Huaca El
Brujo, Huaca Cao Viejo y Huaca Prieta, que
forman un triángulo al que se atribuye un
gran poder mágico y donde debió asentarse
la elite mochica que ostentaba la autoridad
en el valle de Chicama. El término huaca
alude en Perú a cualquier yacimiento arqueológico,
en especial a una tumba.
Bajo el embrujo de El Brujo
Cuando el arqueólogo Régulo Franco Jordán,
director del Proyecto Arqueológico
El Brujo, y Guillermo Wiese de Osma, de
la Fundación Wiese (que financia dicho
proyecto), llegaron aquí en 1990 debieron
por fuerza desmoralizarse. El terreno en
que se asentaban montículos informes cubiertos
de arena, antaño magníficas construcciones
de adobe, estaba modelado por
cientos de agujeros y parecía más lunar que
terrestre. Además, había fragmentos de ceramios
(como se denomina a las piezas de
alfarería), textiles y metales desperdigados
por doquier. Aquellos “cráteres” eran las
huellas del delito, las excavaciones ilegales
realizadas por los saqueadores de tumbas
(huaqueros) que desde los años 70 habían
sucumbido a una especie de fiebre del oro
y campaban a sus anchas en busca de piezas
valiosas que ofrecer al mejor postor, sin
que la autoridad interviniese. Aun así, en
ese negro panorama, aquellos hombres vislumbrarían
un rayo de esperanza.
Recorrían la zona en busca de indicios
sobre la vida cotidiana de los mochicas
cuando se toparon con un descubrimiento
inesperado. Un habitante de Magdalena
de Cao, Arturo Carrera, les reveló los
rumores sobre la existencia de frisos pintados
en Huaca Cao Viejo. Y les condujo
hasta un colorista relieve que exhibía dos
personas con un chinchorro, instrumento
de pesca aún usado en Chicama. Estaban
contemplando los primeros relieves
mochicas policromos en una pirámide
(hasta entonces sólo se habían visto pinturas).
“Este hallazgo nos ‘embrujó’ hasta
el punto de dedicarle toda nuestra vida a
la investigación y conservación del sitio”,
reconoce Régulo Franco. Intuyeron que