Cuando don Pedro de la Gasca, presidente de la Audiencia de Lima, visitó hacia fines de la década de 1540 el antiguo centro oracular de Pachacamac,1 ubicado en la desembocadura del río Lurín, a unos 20 km al sur de la Ciudad de los Reyes, este mantenía todavía parte de su antiguo esplendor. A pesar del salvaje pillaje del cual había sido objeto, por un mes entero, de parte de las huestes de Hernando Pizarro a inicios de 1533, y de los sucesivos extensos y repetidos saqueos llevados a cabo por el capitán Rodrigo Orgóñez, Francisco de Godoy2 y otros conquistadores, en busca de las ricas ofrendas funerarias de los señores andinos enterrados en su interior, el santuario aún conservaba un aspecto majestuoso y muchas de sus espectaculares pinturas murales.
En una breve relación dirigida al emperador Carlos V y su entorno, escrita entre 1551 y 1553 a su regreso a Europa, La Gasca cuenta que él mismo pudo observar cómo las paredes de la “cámara muy oscura”, ya en estado de abandono, donde antiguamente los
sacerdotes consultaban a Pachacamac, estaban enteramente cubiertas con diferentes figuras de animales terrestres y marinos. Y, seguidamente, refiere que los indios del lugar contaban cómo, al momento de las consultas, el dios Pachacamac se manifestaba en forma de algún animal feroz, como un felino o una serpiente, mostrándose a menudo enojado y requiriendo ofrendas y sacrificios humanos y de animales para aplacar su cólera.3
Algo parecido relata el soldado y cronista Pedro Cieza de León, quien posiblemente visitó Pachacamac acompañando precisamente a La Gasca, bajo cuyo patrocinio acopió las informaciones y los materiales para su monumental Crónica del Perú4. En la “Primera Parte” de la obra –la única que publicó en vida, en Sevilla en 1553– el cronista recuerda que las diferentes puertas y las paredes del Templo de Pachacamac, edificado sobre un “pequeño cerro” artificial de adobe y tierra, estaban pintadas con figuras de animales feroces5. Asimismo, sobre la base de testimonios orales recogidos in situ, Cieza cuenta que antiguamente el dios Pachacamac (“El hacedor del mundo”, en su misma glosa de la palabra) contestaba a las preguntas de los fieles en ocasión de las fiestas más solemnes del año, cuyas multitudinarias ceremonias estaban invariablemente acompañadas
por el sonido de instrumentos musicales y comportaban el sacrificio de hombres y animales para ofrecer su sangre al dios. En dichas ocasiones concurrían en peregrinación al santuario los señores de diferentes señoríos y etnias del país, llevando ricas ofrendas y alojándose en los “numerosos y grandes aposentos” que existían junto al templo. Cieza recalca que estos señores tenían una fe absoluta en las palabras del dios y un enorme respeto para los sacerdotes del lugar. Y que era tanta su devoción por el santuario que cuando morían se hacían enterrar alrededor del templo del dios, un privilegio reservado solo a los individuos de más alto rango6. El genial autor de la Crónica del Perú no solo fue el primero en definir –correctamente– a Pachacamac y a los otros mayores santuarios andinos como “oráculos”7, sino que fue también el primero en hablar de la historia del santuario y de su relación con los incas. En efecto, en la “Primera Parte” de la crónica se menciona, en forma bastante escueta, que cuando los incas en su expansión imperial llegaron a ese valle, se quedaron impresionados por la majestuosidad y antigüedad de sus edificios y por el enorme poder espiritual y ascendiente que sus sacerdotes tenían sobre las poblaciones de la región.
Así, no se atrevieron a tocar el oráculo y más bien prefirieron negociar con los señores y sacerdotes locales la creación dentro del recinto del santuario, en una posición que fuera prominente, de un nuevo templo dedicado al dios Sol, que dotaron de ingentes recursos y numerosas mujeres consagradas a su servicio8. En la “Segunda Parte”, titulada El señorío de los incas (ca. 1553) –que Cieza compuso sobre la base de informaciones recogidas, por medio de los “mejores intérpretes”, de boca del príncipe Cayu Tupa, descendiente directo del Inca Huayna Capac, y de otros importantes representantes de la nobleza cusqueña9– se ahonda en el tema y se cuenta que fue Tupa Inca Yupanqui a extender la hegemonía inca sobre la costa central peruana.
De hecho, según todas las fuentes fue este quien, a través de una serie de exitosas campañas de conquista, transformó el bien organizado estado serrano centroandino creado por su padre, el Inca Pachacuti, en el vasto imperio panandino existente a la llegada de los españoles. Según la tradición inca acopiada por Cieza, al momento de enseñorearse del valle de Lurín, Tupa Inca Yupanqui tenía toda la intención de imponer el culto estatal del dios Sol y suprimir el de Pachacamac, pero al darse cuenta de cuánto este último estaba profundamente arraigado entre la población local, “no se atrevió y contentóse” con edificar un gran templo donde se le rindiera el debido culto también al dios Sol. Cieza añade que muchos indios le contaron que el Inca incluso llegó a hablar con el ídolo de Pachacamac, al cual preguntó cuál era la manera más apropiada para tributarle homenaje. El dios, complacido por esta manifestación de devoción, le habría contestado que deseaba se le ofreciera sangre humana y de llamas.
La alianza entre el oráculo y el Inca fue así sancionada por solemnes rituales durante los cuales fueron sacrificados innumerables seres humanos y animales.10 La estrecha relación que existió entre Tupa Inca Yupanqui y el oráculo de Pachacamac es confirmada por un extraordinario relato mítico que Hernando de Santillán, oidor de la Audiencia de Lima, incluyó en un informe (Relación del origen, descendencia, políticas y gobierno de los Incas), por él entregado en 1563 al Consejo de Indias. La relación contiene precisas y singulares informaciones sobre la religión autóctona, sacadas de un manuscrito, todavía no hallado, sobre las huacas11 del Cusco de su contemporáneo Polo Ondegardo, corregidor del Cusco y uno de los más profundos conocedores del mundo inca.12
El mismo Santillán hace referencia explícita a la relación de Ondegardo,13 y de hecho el mito en cuestión es claramente inca-cusqueño, ya que atribuye la introducción del culto a las huacas a la acción de Tupa Inca (Yupanqui). Según este mito, cuando dicho Inca estaba todavía en el vientre de su madre, por arte de magia se oyó su voz que decía que el ser que daba vida a la tierra moraba en las tierras bajas, cerca al mar, en el valle de Ichsma.
Muchos años después, cuando Tupa Yupanqui ya adulto devino gobernante, su madre decidió contarle ese lejano y extraño acaecimiento. El Inca resolvió entonces visitar ese valle costeño, para conocer al misterioso ser que tan asombrosamente se había manifestado a través de su propia boca, cuando era todavía solo un feto. Una vez en ychsma, Tupa Yupanqui pasó mucho tiempo en oración y ayuno, hasta que, a los cuarenta días, la arcana deidad hizo oír su voz desde una piedra, para revelarle que era ella la que daba vida a todo lo que existía en el mundo de abajo, esto es, de la costa, así como el Sol, su hermano, vivificaba al mundo de arriba, de las tierras altas andinas. En seguida, el Inca y su gente, en signo de agradecimiento por la benevolencia que ese poderoso ser les había mostrado al manifestárseles, sacrificaron numerosos camélidos y quemaron grandes cantidades de tejidos en su honor, para seguidamente preguntar que más podían hacer por él. El dios les urgió entonces a que en ese mismo lugar levantaran un santuario dedicado a su culto. Obediente, Tupa Yupanqui mandó edificar un grandioso templo precisamente sobre la colina donde estaba la piedra desde la cual el dios le hablaba. Y fue solo cuando la construcción fue terminada que el dios le reveló por fin su nombre: Pachacamac, “el que anima la tierra”, el mismo con el cual desde ese momento fue llamado también el antiguo valle de Ichsma. Además, Pachacamac pidió que se erigieran otros tantos templos para tres de sus hijos: uno en el valle de Mala, otro en el valle de Chincha y un tercero en Andahuaylas; mientras que un cuarto “hijo” lo ofreció directamente al Inca, para que este lo custodiara y lo consultara todas las veces que fuera necesario. Devotamente, Tupa Yupanqui hizo edificar en los lugares indicados otros tantos santuarios, desde los cuales se fueron paulatinamente multiplicando todas las otras huacas, siguiendo exactamente el mismo procedimiento, esto es, hablando a la gente y solicitando nuevos adoratorios para sus hijos, y así ad infinitum.14 Este mito ha sido considerado por Thomas Patterson15 y María Rostworowski 16 como testimonio de la presencia de “sucursales” (Patterson usa la expresión branch oracles) o “enclaves religiosos” del oráculo de Pachacamac en diferentes partes del territorio peruano. Los dos estudiosos, sobre la base del relato de Santillán, así como de las informaciones de Cristóbal de Albornoz (1584)17 y Diego Dávila Brizeño (1586),18 y de las tradiciones acopiadas en el Manuscrito quechua de Huarochirí (1608),19 han puesto en evidencia cómo los andinos creían que Pachacamac estuviese unido por vínculos de parentesco con otras huacas, consideradas “mujeres, hijos y hermanos” suyos, y cómo esto debió ser expresión de la existencia de precisas relaciones políticas y económicas entre el gran santuario del valle de Lurín y diferentes grupos étnicos. Según Patterson, el establecimiento de “oráculos-sucursales” habría respondido a una precisa política de la casta sacerdotal del oráculo, volcada a extender su influencia sobre otras áreas y asegurarse así un regular abastecimiento de bienes y fuerza de trabajo por parte de sus habitantes.
Aunque sus observaciones son en términos generales certeras, Rostworowski y Patterson no han reparado que el relato acopiado por Polo Ondegardo y reproducido por Santillán no es precisamente un mito de las poblaciones de la costa sobre el poderío local de Pachacamac, sino más bien un mito inca-cusqueño sobre el origen de las huacas, en el cual el dios Pachacamac es presentado como la huaca primigenia, el progenitor y la huaca de todas las huacas. De hecho, toda la fábula tiene como finalidad explicar el gran número de huacas existentes alrededor del Cusco. Lo expresa claramente el mismo Santillán en las palabras con las cuales introduce y concluye la narración del mito. Dice al inicio: “La adoración de las guacas, según la relación que parece más cierta [la de Polo], es que es moderna introducción por Topa Inga, y dicen que el origen de adorar las guacas y tenellas por dios, nació que estando la madre de dicho Topa Inga preñada”. Y finiquita:
“de aquellas guacas [los santuarios construidos por Topa Ynga] fueron multiplicando muchas más, porque el Demonio, que por ella les hablaba, les hacía creer que parían y les hacia hacer nuevas casas, y adoraciones a los que creían que procedían de las dichas guacas, y a todos tenían por sus dioses. […] Lo cual fue en tanta multiplicación, que ya casi para cada cosa tienen su guaca […]; como pocos días ha que por industria y diligencia loable del licenciado Polo, se descubríó en el Cuzco una grand suma destas guacas, a quien adoraban por dioses”20.
La estrecha relación que existió entre Pachacamac y Tupa Inca Yupanqui que –según la tradición inca recogida por Polo y transmitida por Santillán– se habría establecido nada menos cuando este último, todavía feto, fue poseído por el dios, es corroborada por otro importante cronista: Miguel Cabello Valboa. Este, luego de varios años de actividad pastoral en Ecuador, fue párroco del pueblo de San Juan Bautista de Ica, donde en 1586 terminó de escribir una muy detallada historia de la dinastía inca que había empezado a redactar unos diez años antes en Quito y a la cual dio el título de Miscelánea antártica. Sus datos provienen de relaciones anteriores plenamente fidedignas, como la perdida Historia de los Incas del padre Cristóbal de Molina y la Historia Índica (1572) de Pedro Sarmiento de Gamboa, pero sobre todo de informaciones que le fueron brindadas por ancianos quipucamayocs (funcionarios incas que hacian anotaciones en quipus)21 y otros informantes indígenas muy calificados, como don Mateo Inca Yupanqui, perteneciente a una noble familia cusqueña muy cercana al Inca Huayna Capac.22 Don Mateo fue uno de los comandantes de Atahualpa en la guerra para la sucesión contra su hermano Huascar y, posteriomente, sirvió en la administración colonial como alguacil mayor de los naturales de la provincia de Quito.23 En una probanza llevada a cabo en 1562 se refiere que era sobrino de Tupa Inca Yupanqui, y por tanto hay que suponer que se trata de un informante particularmente entendido sobre la historia de este soberano. Cabello Balboa relata que cuando el emperador Tupa Yupanqui llegó al valle de Ichsma, atraído por la fama del templo que allí existía, mostró el máximo respeto por dicho lugar de culto. A pesar de que sus sacerdotes no se habían ceñido a los cánones de la religión estatal inca establecidos por su padre Pachacuti que, en un concilio de los mayores sacerdotes andinos convocado en el Cusco, había promovido el culto a Ticci Viracocha Pachacamac (“que quiere decir fundamento de todo lo excelente y hacedor del Mundo”) como divinidad suprema, el Inca no destruyó a ese antiguo santuario, como había hecho en otros casos. Simplemente se limitó a edificar a su costado, en una posición prominente, un “suntuoso templo de Pachacamac con tanta fábrica y magestad que de el recibió aquel valle el nombre que hoy conserva”.24
Extracto de «Los oráculos de los confines del mundo Pachacamac, Titicaca y el inca Tupa Yupanqui»
Autor: Marco Curatola Petrocchi