El hallazgo arqueológico de textiles que contienen imágenes de divinidades de la civilización Chimú, que cubrían a los menores que fueron sacrificados colectivamente hace 550 años, constituye un hecho inédito en el Perú, sostuvo el arqueólogo Gabriel Prieto, quien lidera el equipo encargado de esta investigación.
El hallazgo arqueológico de textiles que contienen imágenes de divinidades de la civilización Chimú, que cubrían a los menores que fueron sacrificados colectivamente hace 550 años, constituye un hecho inédito en el Perú, sostuvo el arqueólogo Gabriel Prieto, quien lidera el equipo encargado de esta investigación.
“Esto es algo novedoso para los arqueólogos, y creo que para toda la comunidad, porque es la primera vez que encontramos divinidades de la civilización Chimú representados en los textiles que han sido encontrados arqueológicamente”, subrayó el también catedrático de la Universidad Nacional de Trujillo mientras muestra un ejemplar de uno de estos textiles en su gabinete de trabajo donde se analizan las osamentas y elementos descubiertos.
Refirió que si bien se conocen algunos ejemplares de textiles Chimú en colecciones privadas, no se había encontrado en un contexto arqueológico; es decir, como parte de un trabajo de investigación en campo. En esta ocasión las zonas de intervención son Huanchaquito-Las Llamas y Pampa La Cruz, separadas por un kilómetro y medio de distancia.
Respecto al textil que tiene como diseños a divinidades Chimú, Prieto comentó que se trata de un vestido que perteneció a una adolescente que habría tenido de 17 años.
Sostuvo que los análisis de las osamentas revelan que la causa de la muerte de esta adolescente fue un dislocamiento de cuello, como parte del ritual de ofrenda a los dioses, en las que también fueron inmolados otros 268 menores. Junto a ella fue descubierto la osamenta de un niño.
Otro textil con similares características, y que también fue usado por una menor, fue descubierto en la parte más elevada de la zona de intervención arqueológica. Para Prieto, ello significaría que la adolescente que vestía dicha prenda habría pertenecido a la élite gobernante y habría sido la persona de mayor importancia en el ritual masivo.
“Alrededor de esta menor giraban todas las ofrendas de los otros niños sacrificados”, remarcó.
Spondylus y otros objetos valiosos
Además de los restos óseos y textiles fueron encontrados diversos objetos considerados sagrados por las culturas prehispánicas, como Spondylus, un tipo de molusco que habita en el mar tropical de Ecuador.
“Hemos encontrado varios paquetes de Spondylus que provienen de Ecuador y que era un bien muy preciado por la civilización Chimú. La calidad de su conservación es bastante buena”, afirmó.
Gabriel Prieto también destacó el hallazgo de semillas de Ishpingo, un tipo de árbol amazónico peruano, que está presente en uno de los tocados que llevaban puesto algunos niños al momento de su sacrificio y que, a pesar de haber transcurrido 550 años, conservan su belleza.
Dicho tocado lleva también plumas de guacamayo, un ave que vive de forma silvestre en la Amazonía, y está elaborado con un telar de algodón nativo que al extenderse tiene una longitud de dos metros y ha sido colocado en tres paños.
“Tiene un penacho de plumas y unas fibras que, posiblemente, tengan origen amazónico dado que se ha detectado adherido a ella restos de una resina que pertenece a una palmera que solo crece en la Amazonía peruana. La información preliminar que podemos mostrar hasta ahora revela la fastuosidad de los Chimú, una de las sociedades prehispánicas más importantes de la costa peruana”, manifestó.
Dado que aún falta mucho por explorar en las zonas de trabajo arqueológico y de investigar en la medida que se van encontrando cada vez más objetos de estudio, Prieto consideró fundamental construir un museo de sitio y centro de investigación. Al respecto, se cuenta con un terreno de 2,800 metros cuadrados, ubicado al ingreso del distrito de Huanchaco, el cual fue donado por la municipalidad distrital.
“Estos materiales merecen un espacio adecuado para que la población los pueda ver y apreciar, así como para continuar las investigaciones”, enfatizó.
El Niño Costero
Respecto a las causas de este homicidio ritual y sistemático, la hipótesis de Prieto sugiere que tendría relación con El Niño Costero, fenómeno climático que se manifiesta en el Perú y cuyo impacto negativo llega a alcanzar niveles de destrucción catastróficos.
Explica que el grosor del barro en el que fueron encontradas las osamentas revela la presencia de lluvias muy intensas. Y esa magnitud de precipitaciones pluviales en la árida costa solo se producen cuando acontece El Niño Costero en dimensiones extraordinarias, como la que azotó el Perú a inicios de 2017.
Para aplacar la “furia de los dioses”, el estado teocrático que tenía la civilización Chimú ejecutó un sacrificio masivo infantil y de animales, que fue el alto precio a pagar para no seguir sufriendo los estragos de la naturaleza que amenazaba la estabilidad del régimen y la sobrevivencia de la población.
Prieto sostiene que este alto número de niños y de animales habría sido la ofrenda más preciada porque representan el futuro de la sociedad y que se consideró necesaria en nombre del Estado para que cesen las torrenciales lluvias e inundaciones.
Las indagaciones tienen pendiente de absolver preguntas referidas a si las víctimas de este macabro rito prehispánico fueron forzadas a morir o si hubo algún tipo de condicionamiento que relajó su voluntad, como consumir alguna sustancia contenida en chicha o algún brebaje propio de esa época. Lo cierto es que se encontró en la zona huellas de pisadas que evidenciarían un traslado en procesión rumbo al punto de sacrificio.
La encomiable labor de los arqueólogos que lidera Gabriel Prieto, gracias al apoyo y difusión de National Geographic, provocó que la arqueología mundialvuelve a dirigir su mirada en el norte del Perú. Sorprendida con el nuevo hallazgo de 132 restos óseos de niños sacrificados hace 550 años en el litoral del distrito de Huanchaco, provincia de Trujillo, en la región La Libertad.
Con este hallazgo suman, hasta ahora, 269 las víctimas del mayor sacrificio ritual de menores en la historia mundial. Y las investigaciones continúan.
Prieto y su equipo, que actualmente cuentan con el apoyo de National Geographic, podrán continuar este año esta fabulosa investigación arqueológica, con el financiamiento del Consejo Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación Tecnológica (Concytec).
Sin embargo, dado que aún falta mucho por investigar, Prieto seguirá postulando a fondos públicos y privados para cubrir los costos que demandan este tipo de estudios, cuyos extraordinarios logros primigenios han vuelto a colocar a la arqueología peruana en la palestra internacional.
Gabriel Prieto lidera el equipo interdisciplinario de investigación. (Foto: National Geographic)
Un nuevo hallazgo arqueológico sorprendió loal equipo de investigadores que desde hace ocho años estudia los vestigios de la civilización Chimú en el distrito de Huanchaco, provincia de Trujillo. Se trata de 132 restos de niños y 260 llamas jóvenes que fueron encontrados en Pampa La Cruz, una zona recientemente excavada que se ubica en la entrada del balneario trujillano.
Con nuevo hallazgo aumenta a 269 los restos óseos de niños sacrificados hace 550 años. Ritual masivo practicado por la civilización Chimú habría buscado aplacar la furia de El Niño Costero.
Este descubrimiento se suma al hallazgo de los restos de 137 niños y 206 llamas jóvenes en la zona de Huanchaquito-Las Llamas (a 1,5 kilómetros de Pampa La Cruz), que fue presentado en abril del 2018 y es considerado, hasta la fecha, como el sacrificio masivo de niños más grande de América, “y probablemente de la historia mundial”, según la “National Geographic”.
“En este caso se trata de cuatro eventos de sacrificios, que van desde el año 1200 a 1520; es decir, uno cada 100 años, que se realizaron durante todo el apogeo de la civilización Chimú. Esto nos demuestra que incluso con la conquista inca, los chimúes continuaron con sacrificios humanos”, precisa a El Comercio el arqueólogo peruano Gabriel Prieto, quien desde el 2011 lidera el equipo de investigación que en los últimos años recibió el financiamiento de National Geographic Society.
Algo que sorprendió a los investigadores, en este nuevo hallazgo, es la presencia de textiles con representaciones de deidades y ornamentas en buen estado de conservación.
“Lo extraordinario es que hemos encontrado un conjunto de 10 tumbas y aparentemente de niños de la élite Chimú porque fueron enterrados con artefactos y vestidos pintados. Incluso hemos encontrado semillas de ishpingo y tocados con plumas de aves exóticas de la selva en excelente estado de conservación”, detalla Prieto.
Este es el cuchillo ceremonial usado para los sacrificios chimúes. (Foto: National Geographic)
Para los especialistas, la presencia de semillas y plumas de aves del oriente peruano son muestra de la relación, aparentemente un comercio muy activo, entre las sociedades costeñas y selváticas.
El antropólogo John Verano de la Universidad de Tulane, parte del equipo investigador y especialista en sacrificios humanos, precisa que no hay evidencias científicas de sacrificios de niños de esta magnitud en otras civilizaciones, incluso ni en imperios como el inca, maya o azteca.
“En todo el mundo hay evidencia de sacrificios, pero en números no se comparan con los realizados por los chimúes. En este caso los estudios han determinado que los niños, cuyas edades van entre los 5 y 14 años, estaban en buen estado de salud, lo que nos indica con certeza que se trataba de un sacrificio de gran valor”, afirma.
Verano agrega que los indicios apuntan a la presencia de más vestigios de la cultura Chimú en esta zona de Huanchaco. “Este es un ejemplo de cómo la arqueología no deja de sorprendernos. Lo más probable, estoy seguro de eso, es que encontremos más restos arqueológicos, especialmente en Pampa La Cruz”, indica el antropólogo.
El sueño de un museo
Gabriel Prieto, también docente de la Universidad de Trujillo, cuenta que sostener este proyecto de investigación fue todo un reto, pues tanto él como miembros de su equipo debieron tocar puertas de instituciones públicas y privadas y postularon a becas de financiamiento para continuar con los estudios desde el 2011 hasta la fecha.
“La investigación continúa y este 2019 será financiada con una beca del Concytec [Consejo Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación Tecnológica]. Nos encantaría contar con un fondo fijo por parte del Gobierno, pero aun así nos sentimos muy orgullosos de haber logrado estos resultados tras postular y ganar becas muy competitivas”, comenta.
Sin embargo, el sueño de Prieto y del equipo que lo acompaña es contar con un museo y centro de investigación en el balneario de Huanchaco. Para ello la municipalidad distrital cedió un terreno de 2.800 m2 ubicado en la entrada del distrito.
“Con los hallazgo del año pasado, la ministra de Cultura [Patricia Balbuena] vino a Huanchaco y manifestó su predisposición de construir este museo, pero hasta donde sabemos el proyecto no avanzó”, cuenta el arqueólogo.
“Estos descubrimientos nos siguen dando más luz de la cultura Chimú y promoverán más el interés. Tenemos áreas no excavadas que se encuentran muy cerca. No sabemos dónde va a terminar”, agrega Verano.
Así informa del hallazgo National Geographic
Evidencias del más grande sacrificio masivo de niños de América – y probablemente de la historia mundial -, ha sido descubierto en la costa norte de Perú, según informaron arqueólogos de National Geographic.
Más de 140 niños y 200 llamas jóvenes parecen haber sido sacrificados en el marco de un ritual, en un evento que ocurrió hace unos 550 años en un acantilado azotado por el viento, con vista al océano Pacífico, a la sombra de lo que en ese entonces era la capital en crecimiento del Imperio Chimú.
Las investigaciones científicas del equipo interdisciplinario internacional liderado por el explorador peruano de National Geographic Gabriel Prieto, de la Universidad Nacional de Trujillo, y John Verano, de la Tulane University (Universidad Tulane), se encuentran en curso. El trabajo está financiado por la National Geographic Society.
Aunque se han registrado incidentes de sacrificios humanos entre los aztecas, los mayas, y los incas en las crónicas españolas de la era colonial y se han documentado en excavaciones científicas modernas, el descubrimiento de un evento de sacrificios de niños a gran escala en la poco conocida civilización precolombina Chimú es un hallazgo sin precedentes en América, sino en todo el mundo.
Los asentamientos humanos a lo largo de la costa norte de Perú son susceptibles a las interrupciones climáticas causadas por los ciclos climáticos de El Niño. FOTO DE SOREN WALLJASPER, NG STAFF
En el transcurso de un día, arqueólogos descubrieron los restos de más de una docena de niños preservados en arena seca durante más de 500 años. La mayoría de las víctimas del ritual tenían entre 8 y 12 años cuando murieron.
“Personalmente, no lo esperaba”, reconoce Verano, un antropólogo físico que ha trabajado en la región durante más de tres décadas. “Y creo que nadie más se lo podría haber imaginado”, agrega.
Los investigadores están en el proceso de enviar un informe con los resultados científicos del descubrimiento a una publicación científica revisada por pares.
Un saldo sorprendente y un final trágico
El lugar de los sacrificios, conocido formalmente como Huanchaquito-Las Llamas, se encuentra ubicado en un acantilado bajo, a poco más de 300 metros sobre el nivel del mar, en medio de un complejo de viviendas residenciales en expansión, en el distrito de Huanchaco, al norte de Perú. A menos de un kilómetro al este del lugar, se encuentra el sitio declarado Patrimonio Mundial por la UNESCO, Chan Chan, el antiguo centro administrativo chimú, y más allá de sus paredes, la capital provincial moderna de Trujillo.
En su pico, el Imperio Chimú controlaba un territorio de aproximadamente mil kilómetros de largo que se extendía por la costa del Pacífico y los valles interiores desde la frontera moderna entre Perú y Ecuador hasta Lima.
Los asentamientos humanos a lo largo de la costa norte de Perú son susceptibles a las interrupciones climáticas causadas por los ciclos climáticos de El Niño.
Una imagen satelital muestra la proximidad entre el sitio de sacrificio de Huanchaquito-Las Llamas y las extensas ruinas de la antigua capital Chimú de Chan Chan. FOTO DE GOOGLE EARTH, 2018 DIGITALGLOBE
Solamente los incas comandaron un imperio más grande que el Chimú en la Sudamérica precolombina, y las fuerzas superiores de los primeros le pusieron al segundo grupo, alrededor del año 1475 d. C.
Huanchaquito-Las Llamas (que los investigadores generalmente llaman “Las Llamas”) llegó por primera vez a los titulares en 2011, cuando se encontraron los restos de 42 niños y 76 llamas durante una excavación de emergencia dirigida por el coautor del estudio, Prieto. Arqueólogo y nativo de Huanchaco, este explorador estaba excavando un templo de 3500 años de antigüedad, en la ruta que lleva al lugar del sacrificio, cuando los residentes locales lo alertaron, por primera vez, de la presencia de restos humanos que se erosionaban en las dunas costeras cercanas.
Para cuando finalizaron las excavaciones en Las Llamas en 2016, se habían descubierto en el sitio más de 140 restos de niños y 200 llamas jóvenes. Por medio de datación con radiocarbono, se determinó que las sogas y los productos textiles que se encontraron en las tumbas se remontaban a una época que podría estar entre el 1400 y el 1450.
Los restos esqueléticos de los niños y los animales muestran evidencias de cortes en el esternón, así como también dislocaciones de las costillas, lo que sugiere que el pecho de las víctimas se abrió y se separó, quizás para facilitar la extracción del corazón.
Durante la ceremonia, a muchos de los niños se les embadurnó el rostro con un pigmento rojo a base de cinabrio antes de que se les abriera el pecho, probablemente para quitarles el corazón. Las llamas de los sacrificios parecen haber tenido el mismo destino. FOTO DE GABRIEL PRIETO
Durante la ceremonia, a muchos de los niños se les embadurnó el rostro con un pigmento rojo a base de cinabrio antes de que se les abriera el pecho, probablemente para quitarles el corazón. Las llamas de los sacrificios parecen haber tenido el mismo destino.
Las pruebas de estos sacrificios incluyen un cráneo teñido con pigmento rojo a base de cinabrio, una costilla humana con marcas de cortes y un esternón cortado por la mitad.
Los restos de tres adultos -un hombre y dos mujeres-, se encontraron cerca de los niños y los animales. Los signos de traumatismo posiblemente realizados con un objeto romo en la cabeza y la falta de objetos en las tumbas de los cuerpos adultos, han llevado a los investigadores a sospechar que podrían haber tenido un rol en el evento de los sacrificios y se les dio muerte poco después.
Los 140 niños sacrificados tenían edades que iban desde los 5 hasta los 14 años; y la mayoría tenía entre 8 y 12 años. En mayor medida, fueron sepultados mirando hacia el oeste, hacia el mar. Las llamas tenían menos de 18 meses de edad y por lo general se enterraron mirando hacia el este, hacia los altos picos de los Andes.
El arqueólogo peruano Gabriel Prieto, el segundo desde la izquierda, excava el lote costero donde el ritual tuvo lugar hace más de 500 años. Su labor es formar a los estudiantes que se convertirán en la próxima generación de científicos para documentar la historia de Huanchaco.
Huellas esparcidas congeladas en el tiempo
Los investigadores creen que todas las víctimas -seres humanos y animales- fueron sacrificadas en el marco de un ritual, en un único evento, según la evidencia obtenida de una capa de lodo seco encontrada en la zona oriental, menos revuelta, de casi 700 metros cuadrados. Ellos creen que la capa de lodo alguna vez cubrió toda la duna arenosa donde el ritual tuvo lugar, y se revolvió durante la preparación de las fosas de entierro y el acto de sacrificio subsiguiente.
Los arqueólogos descubrieron huellas de sandalias de adultos, perros, niños descalzos y llamas jóvenes preservadas en la capa de lodo, con marcas profundas de frenadas que ilustran dónde se las puede haber obligado a enfrentas su fin.
Un análisis de sus huellas también puede permitir a los arqueólogos reconstruir la procesión ritual. Aparentemente, se guió a un grupo de niños y llamas al sitio, desde los extremos norte y sur del acantilado, reuniéndolos en el centro del lugar, donde se los habría sacrificado y enterrado. Los cuerpos de algunos niños y animales simplemente se dejaron en el lodo húmedo.
¿Un evento sin precedentes?
El arqueólogo peruano Gabriel Prieto, el segundo desde la izquierda, excava el lote costero donde el ritual tuvo lugar hace más de 500 años. Su labor es formar a los estudiantes que se convertirán en la próxima generación de científicos para documentar la historia de Huanchaco. FOTO DE GABRIEL PRIETO
Si la conclusión de los arqueólogos es correcta, Huanchaquito-Las Llamas puede constituir evidencia científica convincente del mayor evento de sacrificio masivo de niños conocido en la historia mundial.
Hasta ahora, el más grande del cual se cuenta con evidencia es el sacrificio y entierro de forma ritual de 42 niños en el Templo Mayor en la capital azteca de Tenochtitlán (actualmente, Ciudad de México).
Con el apoyo de National Geographic, Gabriel Prieto, arriba, y John Verano, abajo, han pasado varias temporadas excavando el sitio de sacrificios de Las Llamas. FOTO DE JOHN VERANO
El descubrimiento de niños víctimas de sacrificio individuales, obtenido de los rituales incas en la cima de la montaña, también ha captado la atención mundial.
Fuera de América, los arqueólogos en sitios como la antigua ciudad fenicia de Cartago debaten si los restos de niños allí encontrados constituyen un sacrificio de forma ritual y, de ser así, si dichos actos rituales tuvieron lugar a lo largo de décadas o incluso siglos.
Verano hace énfasis en que, sin embargo, es extremadamente difícil encontrar en contextos arqueológicos tal evidencia contundente de actos de sacrificio masivo deliberado y único, como aquellos evidenciados en Las Llamas.
Prieto y Verano dedicarán muchas más temporadas a la investigación en el laboratorio, analizando restos e intentando explicar las posibles motivaciones detrás de este evento sin precedentes en la historia de la humanidad. FOTO DE GABRIEL PRIETO
El análisis de los restos de Las Llamas muestra que se sacrificaron niños y llamas con cortes transversales congruentes y eficientes a lo largo del esternón. La falta de cortes vacilantes (“inicio erróneo”) indica que fueron realizados por una o más manos entrenadas.
“Se trata de un sacrificio en forma de ritual, y es muy sistemático”, asegura Verano.
Con el apoyo de National Geographic, Gabriel Prieto, arriba, y John Verano, abajo, han pasado varias temporadas excavando el sitio de sacrificios de Las Llamas.
Prieto y Verano dedicarán muchas más temporadas a la investigación en el laboratorio, analizando restos e intentando explicar las posibles motivaciones detrás de este evento sin precedentes en la historia de la humanidad.
El sacrificio humano se ha practicado en casi todos los rincones del mundo en varias épocas, y los científicos creen que el ritual puede haber tenido un rol importante en el desarrollo de sociedades complejas, a través de la estratificación social y el control de población por parte de las clases sociales de élite.
Las pruebas de estos sacrificios incluyen un cráneo teñido con pigmento rojo a base de cinabrio, una costilla humana con marcas de cortes y un esternón cortado por la mitad. FOTO DE JOHN VERANO
Sin embargo, la mayoría de los modelos sociales que practican el sacrificio humano, se basan en el sacrificio de forma ritual de adultos, apunta Joseph Watts, un investigador postdoctoral de la University of Oxford (Universidad de Oxford) y del Max Planck Institute for the Science of Human History (Instituto Max Planck de Ciencias de la Historia de la Humanidad).
“Creo que es claramente más difícil explicar el sacrificio de niños”, reconoce… “También a nivel personal”, agrega después de una pausa.
Negociación con fuerzas sobrenaturales
El sacrificio masivo de solamente niños y llamas jóvenes que ocurrió en Las Llamas, sin embargo, parece ser un fenómeno que antes era desconocido en los registros arqueológicos, y que inmediatamente hace que se formule la siguiente pregunta: ¿Qué podría motivar a los chimú a cometer un acto semejante?
El Niño-Oscilación del Sur (ENOS) es un patrón climático que calienta y enfría el océano Pacífico tropical. Durante una fase cálida de El Niño, las temperaturas de la superficie (en rojo) se extienden a lo largo del ecuador, provocando lluvias torrenciales y causando estragos en las pesquerías costeras. Los investigadores sugieren que el evento de sacrificio en Las Llamas pudo haber sido un intento de apaciguar a los dioses y mitigar los efectos de un gran evento de ENOS que ocurrió alrededor de 1400 1450 d. C.
El Niño-Oscilación del Sur (ENOS) es un patrón climático que calienta y enfría el océano Pacífico tropical. Durante una fase cálida de El Niño, las temperaturas de la superficie (en rojo) se extienden a lo largo del ecuador, provocando lluvias torrenciales y causando estragos en las pesquerías costeras. Los investigadores sugieren que el evento de sacrificio en Las Llamas pudo haber sido un intento de apaciguar a los dioses y mitigar los efectos de un gran evento de ENOS que ocurrió alrededor de 1400 1450 d. C. FOTO DE NOAA
Prieto admite que esta es generalmente la primera pregunta con la que se encuentra cuando comparte su investigación realizada en Las Llamas
con colegas científicos y con la comunidad local.
“Cuando la gente escucha lo que ocurrió y su magnitud, lo primero que siempre me preguntan es el por qué”, admite.
La capa de lodo que se encontró durante las excavaciones puede proporcionar una pista, dicen los investigadores, quienes sugieren que fue el resultado de lluvias e inundaciones intensas en la línea costera, generalmente árida, y probablemente asociadas a un evento climático relacionado con El Niño.
Las temperaturas marinas elevadas características de El Niño, probablemente alteraron la pesca marina en el área, mientras que las inundaciones costeras podrían haber desbordado la extensa infraestructura de canales de agricultura de los chimú. Estos, sucumbieron a los incas sólo décadas después de los sacrificios en Las Llamas.
Las excavaciones en Pampa La Cruz se iniciaron el año pasado y fueron financiadas por la National Geographic Society. (Foto: National Geographic)
Haagen Klaus, un profesor de antropología en la George Mason University (Universidad George Mason), ha excavado algunas de las primeras evidencias de sacrificios infantiles en la región, de los siglos X a XII en el sitio de Cerro Cerillos en el Valle de Lambayeque, al norte de Huanchaco. El bioarqueólogo, quien es miembro del proyecto Las Llamas, sugiere que las sociedades a lo largo de la costa del norte de Perú pueden haber recurrido al sacrificio de los niños cuando el de adultos no fue suficiente para ahuyentar las molestias repetidas causadas por El Niño.
“La gente sacrifica aquello que considera más preciado”, explica. Y añade: “Es posible que hayan visto que [el sacrificio de adultos] no era eficaz. Seguía lloviendo. Quizás era necesario pensar en un nuevo tipo de víctima para los sacrificios”.
Los investigadores continúan desentrañando los eventos en Las Llamas, y esperan finalmente explicar por qué y cómo los humanos apelaron a lo sobrenatural en un intento de controlar un mundo natural impredecible.
“Es imposible saberlo sin una máquina del tiempo”, dijo Klaus, y agregó que el descubrimiento de Las Llamas es importante porque se suma a nuestro conocimiento sobre violencia ritual y variaciones de sacrificios de seres humanos en los Andes.
“Existe la idea de que los sacrificios de forma ritual son contractuales, que se realizan para obtener algo de las deidades sobrenaturales. Pero en realidad es un intento mucho más complicado de negociación con esas fuerzas sobrenaturales y su manipulación por parte de los vivos”, adhiere.
Historias futuras de las víctimas del pasado
Ahora, el equipo científico que investiga los sacrificios de Las Llamas está realizando el trabajo meticuloso de descubrir las historias de vida de las víctimas, como quiénes eran y de dónde podrían haber venido.
Aunque es difícil determinar el sexo de acuerdo con los restos esqueléticos de tan corta edad, los análisis preliminares de ADN indican que tanto los niños como las niñas eran víctimas, y el análisis isotópico indica que no todos provenían de poblaciones locales, sino que probablemente eran de diferentes grupos étnicos y regiones del Imperio Chimú.
Las evidencias de modificaciones del cráneo, practicadas en algunas áreas de las tierras altas de esa época, también corroboran la idea de que los niños eran llevados hasta la costa desde áreas alejadas de la influencia chimú.
Desde el descubrimiento en Las Llamas, el equipo de investigación ha encontrado evidencias arqueológicas alrededor de Huanchaco en sitios contemporáneos similares de sacrificios de niños y llamas, que son objeto de investigaciones científicas en curso con el apoyo de National Geographic Society.
“Las Llamas ya es un lugar único en el mundo, y hace que uno se pregunte cuántos otros sitios como este puede haber en el área para futuras investigaciones”, apunta Prieto. “Esto podría tratarse solamente de la punta del iceberg”, concluye.
Conocido como Huaca Rajada, aquí es donde se encontró en 1987 la tumba del Señor de Sipán, uno de los gobernantes mochica más importantes del Antiguo Perú cuya civilización dominó la costa norte del país entre los años 100 y 800 d.C. Con él se hallaron piezas de oro y plata, así como restos de mujeres, niños y animales que fueron sacrificados para que viajasen con él a la otra dimensión.
Actualmente, este importante descubrimiento se encuentra expuesto en el museo del Centro Arqueológico de Sipán, uno de los más importantes de su época por su valor a nivel mundial. En la ciudad de Lambayeque, además, se ubica el museo Tumbas Reales de Sipán, donde se encuentran algunas de las joyas localizadas en la zona.
Importancia del fenómeno oracular en el mundo andino antiguo
Los oráculos —a saber, santuarios controlados por sacerdotes allí residentes, a través de los cuales las divinidades del lugar daban respuestas a quienes las consultaban— representaron una de las instituciones más importantes del mundo andino antiguo. La actividad oracular parece, en efecto, haber tenido entre las sociedades del Perú prehispánico, todas las características de lo que el gran sociólogo y etnólogo francés Marcel Mauss, en su clásico Essai sur le don (1923-1924), llamó un «hecho social total», esto es, uno de aquellos fenómenos polivalentes y multidimensionales que abarcan diferentes esferas (religiosa, política, jurídica, económica, artística, etc.) de la vida sociocultural y «ponen en movimiento a la totalidad de la sociedad y de sus instituciones» (Mauss, 1965: 286).
Autor: Marco Curatola Petrocchi
Pontificia Universidad Católica del Perú
Quis vero non videt in optuma quaque republica plurimum auspicia et reliquia divinandi genera valuisse1 Marcus Tullius Cicero, De divinatione, 43 a. C.
* El título del presente ensayo está expresamente inspirado en el de la ponencia «La función del tejido en varios contextos sociales en el Estado inca», presentada por John V. Murra en el II Congreso Nacional de Historia del Perú, que se celebró en Lima en 1958 y que, de alguna manera, marcó el inicio del desarrollo de los estudios etnohistóricos en el Perú (Curatola, 2002a: 51; cf. Murra, 2002: 113 y 121). Definitivamente, tanto el famoso estudio de Murra sobre los tejidos (1962, 2002: 153-170; véase también 1978: 107-130) como nuestro ensayo tienen un explícito enfoque funcionalista, relacionado al pensamiento de Durkheim y Mauss y a los planteamientos de la escuela de Antropología Social británica, a la cual por lo demás se debe toda una serie de importantes contribuciones precisamente sobre el tema de la adivinación. Como ha bien señalado Jean Pierre Vernant (1974: 6 y 7), fueron antropólogos ingleses como Edward Evans-Pritchard (1937), George Park (1963), Victor Turner (1968) y Max Gluckman (1972) quienes mostraron como en determinadas sociedades tradicionales la adivinación represente «un órgano oficial de legitimación», en grado de proponer, en el caso de elecciones cargadas de consecuencias para el equilibrio de los grupos, decisiones socialmente «objetivas», es decir, independientes de los deseos de las partes en causa y sostenidas por un consenso general del cuerpo social, que coloca este género de respuestas encima de las contestaciones. Park (1963: 205), además, sobre la base del análisis comparativo de la adivinación en diferentes contextos de África, China y las Grandes Llanuras norteamericanas, llegó acertadamente a vislumbrar —como ya intuído hace dos mil años por el romano Marco Tulio Cicerón (Cicerone, 1994: 75, lib. I, XLIII, 95)—, como esta fuera una práctica particularmente desarrollada y difundida sobre todo en las sociedades con sistemas religiosos de carácter organizado y agregante (congregacional) y centrados en el culto de los antepasados. El caso de la civilizacíon andina, e inca en particular, con su culto de los malquis (momias de los antepasados), sus grandes rituales colectivos y sus innumerables oráculos (que pueden considerarse la forma culturalmente y socialmente más elevada de adivinación), confirma plenamente su conjetura.
Versiones preliminares de diferentes partes de este ensayo fueron leídas como ponencias en los Congresos Internacionales de Americanistas de Santiago (2003) y Sevilla (2006) y en el IV Simposio Internacional de Arqueología PUCP (16-18 de agosto de 2003), así como conferencias en el Department of Antropology de la Yale University (9 de octubre de 2006), gracias al auspicio del Department of Anthropology, el Council of Latin American and Iberian Studies y el Department of Spanish and Portuguese, y en la Maxwell School de la Syracuse University (12 de octubre de 2006), con el auspicio del Program of Latin American and the Caribbean y del Dellplain Program in Latin American Geography. Las preguntas y comentarios puntuales recibidos en las susodichas oportunidades nos han brindado preciosos estímulos para repensar y afinar diversos puntos de nuestra reconstrucción e interpretación del fenómeno oracular en los Andes. Nuestra participación en los Congresos de Americanistas fue hecha posible por el apoyo económico del Departamento de Humanidades de la PUCP. A los colegas Krzyzstof Makowski y Pepi Patrón, sucesivos Jefes de Departamento, y a Rolena Adorno, Richard Burger y David Robinson, organizadores de las conferencias de Yale y Syracuse, nuestro más profundo agradecimiento.
Definitivamente, todas las crónicas y las relaciones de los siglos XVI y XVII sobre los Incas y los pueblos andinos sus contemporáneos, así como sobre los de la época colonial, están literalmente plagadas de descripciones, relatos y menciones de prácticas oraculares. Por los cronistas sabemos que al tiempo del Tahuantinsuyu (Imperio inca, siglo XV – inicios XVI) existían famosos centros oraculares, meta de peregrinaciones a nivel panandino, como el de Pachacamac, en el valle de Lurín, en la costa central peruana; el de Titicaca, en una isla frente a la península de Copacabana, en el homónimo lago altiplánico; y el de Catequil, cerca de Huamachuco, en la sierra norte del Perú; así como otros numerosos centros de importancia regional e interregional, como Huarivilca, en el valle del Mantaro; Pariacaca, en la sierra de Huarochirí (Lima); Rimac, en el valle de la actual ciudad de Lima; Chichacamac, en el valle de Chincha, en la costa sur del Perú; Coropuna, en proximidad del homónimo nevado (Arequipa); Apurimac, en las riberas del río del mismo nombre; Huanacauri, en el valle del Cuzco;
Ancocagua, en territorio de los Canas (Cuzco); y Vilcanota, en el paso de La Raya, que marca el límite entre la sierra sur y el altiplano del Collao. En cuanto al Coricancha, el gran templo del dios Sol en el Cuzco, éste era el santuario oracular por excelencia del rey Inca.
De las fuentes documentales se desprende que no había actividad pública o privada de cierta relevancia que fuera emprendida sin previa consulta de las divinidades. El Sapa Inca (el «Único Inca», es decir, el rey Inca) no tomaba ninguna decisión —fuera ella de carácter administrativo, político, religioso, económico, militar o diplomático— sin el conforto y el respaldo de la palabra del dios Sol (Cabello Valboa, 1951: 307, cap.15; Gose, 1996: 5). Y también la gente común recurría regularmente a diferentes prácticas adivinatorias y oraculares antes de iniciar las faenas agrícolas, de emprender viajes, de construir canales de regadío, en caso de enfermedades, en ocasión de catástrofes naturales y en cualquier otro momento importante o crítico de la vida individual y colectiva (Santillán, 1968: 112, n. 27). De hecho, cada ayllu (grupo corporativo de parentesco) y cada comunidad tenían sus propios «oráculos», que podían ser una piedra-menhir (huanca) identificada con el fundador mítico del linaje o del grupo, los cuerpos momificados (malquis) de los antepasados de los señores étnicos (curacas), o sencillamente un lugar de la naturaleza —una fuente, una gruta, una roca, una cumbre de montaña, etc.— llamado pacarina, de donde se creía hubiese salido la primera pareja mítica de ancestros. Todas estas entidades sagradas y cualquier otro objeto, imagen o adoratorio identificado con seres y poderes extrahumanos, eran llamados genéricamente huacas (wak’a) y todos eran, por lo menos en potencia, oráculos (cf. Rowe, 1946: 302; Mason, 1978: 221; Szemiñski, 1987: 92-93). En efecto, con el término genérico de huaca, los andinos indicaban la fuerza que «animaba» lo que comúnmente está inanimado; y esta «animación» se manifestaba, en primer lugar, a través de la facultad de «hablar», de comunicarse con los hombres[1]. Cuando una huaca «enmudecía» podía significar que estaba enojada, que estaba temporáneamente impotente o peor, que había perdido por completo su poder. En este último caso, dejaba de ser huaca y su culto era abandonado (Gose, 1996).
Significativa, al respecto, es la tradición inca —recogida por le padre Bartolomé Álvarez (1998: 74, cap. 133)— según la cual no apenas, en cualquier parte del Imperio, alguna piedra ú otro objeto mobil empezaba a «hablar», manifestando su naturaleza de huaca, esto era llevado al Cuzco y colocado en el Coricancha, a fin de que fuera examinado y puesto a prueba por el propio Inca. Allí, luego de haber hecho averiguaciones sobre las circustancias y las modalidades de la presunta manifestación sobrenatural, el soberano procedía a pedir el parecer del dios Sol y, sobre todo, a hacer preguntas a la misma huaca, buscando entablar con ella una comunicación oral directa. Si la huaca le contestaba, el Inca la reconocía como «buena»: esto comportaba que se le tributaran de inmediato honores y ofrendas y que, desde ese momento, su culto fuera reconocido oficialmente por el Estado. La huaca era llevada entonces de vuelta a su lugar de origen, donde se establecía un santuario, al cual cada año el Inca, puntualmente, enviaba dones. Pero si, al revés, la piedra, o el objeto que fuese, se quedaba muda, el Inca declaraba «que no era buena» —a saber, que no era huaca—, lo que significaba que no merecía forma alguna de veneración y más bien debía ser desechada.
Por lo demás, los mismos relatos de los orígenes de los Incas no hacían más que exaltar y recalcar la trascendental importancia de las pláticas con los dioses. Según estas narraciones, de claro carácter normativo y formativo para la entera sociedad, la pareja de héroes culturales, Manco Capac y Mama Huaco, fundadores de la ciudad del Cuzco y de la dinastía de sus reyes, así como de la civilización inca en general, habría adquirido su autoridad, su poder y derecho al mando de una comunicación oral, fluida, directa y privilegiada con seres sagrados. Así, en la Historia Indica (1572) de Pedro Sarmiento de Gamboa (2001: 54 y 63, XII y XIV) —basada en los relatos de ancianos quipucamayocs[2] depositarios de las tradiciones «históricas» incas— se narra que Manco Capac habría manado de la cueva de Tambotoco, en el sitio de Pacariqtambo («lugar de origen»), llevando consigo un ave rapaz dotada de grandes poderes, de nombre «Indi», la cual era su huauqui[3] y «le daba oráculo y respuesta». Es precisamente gracias a la relación oracular con esta ave divina (con toda probabilidad una de las diferentes manifestaciones de «Inti», el dios Sol) que Manco habría adquirido el rango de señor poderoso y conseguido «que las gentes le siguiesen». Sucesivamente, —siempre según la crónica de Sarmiento (2001: 67-69, cap. XVII )— también el cuarto Inca de la dinastía, Mayta Capac, tuvo ocasión de platicar con «el pajaro Indi», recibiendo una serie de predicciones y consejos que lo volvieron de violento e impulsivo, cual había sido por toda su juventud, en un gobernante «muy sabio y avisado en lo que había de hacer y de lo que había de suceder». En cuanto a la madre-esposa de Manco Capac, Mama Huaco, hija del Sol y de la Luna, mujer fuerte y valiente y primera Coya (reina) de la dinastía inca, esta —cuenta el cronista andino Felipe Guaman Poma de Ayala (1980: 63-64, nn. 80-81, y 99, n. 121)— habría alcanzado en el Cuzco de los orígenes un poderío todavía mayor que el del mismo Manco, gracias a la potestad que tenía de hacer hablar, durante ritos esotéricos, a las piedras, las peñas, las lagunas y las imágenes de las huacas, con las cuales conversaba «como si fueran personas». Así mismo, Huanacauri, huaca primigenia y gran oráculo de los Incas, estaba identificado con un hermano de Manco Capac, el cual, luego de haber adquirido los semblantes de un ave con grandes alas de plumas multicolores y antes de transformarse en piedra en la cumbre del cerro homónimo, había dado indicaciones a Manco sobre donde debía de fundar el Cuzco y predicho que él y sus descendientes se volverían señores de un gran Imperio (Cieza, 1985: 16-17, cap. VII). En el relato de Joan de Santa Cruz Pachacuti Yamqui, Manco Capac, estando en la cima del cerro Huanacauri, justo antes de bajar al valle del Cuzco, vio formarse milagrosamente sobre su cabeza dos grandes arcos iris, que interpretó como un signo claro del favor de los dioses y de la futura grandeza y prosperidad de su pueblo. En el lugar de la aparición, los sucesores de Manco colocaron un ídolo de piedra con rasgos de ave rapaz, que pronto «empezó a hablar», manifestando así todo su poder y benevolencia hacia los Incas (Pachacuti Yamqui, 1993: 194 y 196, ff. 6v y 7v). En suma, no cabe duda que los Incas hacían remontar el origen mismo de su Estado y de su poderío a una relación directa, de orden oral, entre sus ancestros y las huacas y a toda una serie de otros hechos patentemente oraculares.
El estudio de los oráculos andinos
A pesar de la trascendental relevancia y difusión del fenómeno oracular en el mundo andino antiguo, éste, extrañamente, no ha llamado la atención de los investigadores hasta años relativamente recientes. Inclusive, en el enciclopédico y actualizado compendio sobre las religiones andinas publicado en 2005 por Manuel Marzal, con la colaboración de algunos entre los más destacados especialistas de la materia a nivel internacional, el tema es prácticamente pasado por alto. Por lo demás, el mismo gran centro ceremonial de Pachacamac, el oráculo de los oráculos, mencionado en todas las principales crónicas y el primer sitio en absoluto de todas las Américas al cual se haya dedicado una monografía arqueológica (Uhle, 1903, 2003) —una obra que, en el juicio de Gordon Willey y Jeremy Sabloff (1993: 79), «queda como uno de los monumentos de la arqueología americana»—, no ha sido objeto de investigaciones y análisis de carácter histórico-antropológico hasta hace poco más de veinte años. En efecto, si se exceptúan unas «breves notas» de Arturo Jiménez Borja y Alberto Bueno de 1970 y un «breve ensayo» precursor de María Rostworowski de 1972, los estudios documentales sobre Pachacamac empezaron solo a partir de la década de 1980, cuando aparecieron los trabajos de Alberto Bueno (1982), Arturo Jiménez Borja (1985) y Thomas Patterson (1985), seguidos en la década de 1990 por importantes contribuciones de la misma María Rostworowski (1992; véase también 1999) y de Peter Eeckhout (1993, 1998, 1999, 1999-2000, 2003, 2004, 2005 y 2004 [ed.]). En la última década, de Pachacamac se han ocupado también Izumi Shimada (1991 y 2004) y Jahl Dulanto (2001). Al mismo tiempo, se han ido multiplicando las investigaciones arqueológicas y etnohistóricas sobre otros grandes oráculos, como Catequil (Topic, 1992, 1998, 2004; Topic, Lange Topic y Melly, 2002; véase también Gareis, 1992: 120-127), Titicaca (Deaborn, Seddon y Bauer, 1998; Seddon, 1998 y 2005; Bauer y Stanish, 2003; Stanish, 2003; véase también Ponce Sanginés et al., 1992) y Coropuna (Reinhard, 1999; Ziółkowski, 2004 y 2005; Ziółkowski y Sobczyk, 2005). Y se han dado también avances en el estudio de Huanacauri, a todas luces la más antigua divinidad de los Incas (Szemiñski, 1991; Ziółkowski, 1997: 69-75); de Cacha (Ballesteros-Gaibrois, 1979, 1981, 1982; Sillar, 2002; Sillar y Dean, 2002), Vilcanota (Reinhard, 1995) y Ancocagua (Reinhard, 1998), famosos templos oraculares en territorio canas, al sudeste del Cuzco; de Pariacaca, la divinidad principal de los Yauyos, cuyo santuario se ubicaba en proximidad del homónimo nevado (Bonavia, 1990; Duviols, 1997a; Astuhuamán, 1999a y 1999b); y de Huarivilca, el oráculo de los Huancas del valle del Mantaro. Luego de las pioneras investigaciones arqueológicas de Isabel Flores Espinoza (1959) y Daniel Shea (1969), las escasas noticias de orden histórico que se poseen sobre este último, han sido objeto de análisis en tiempos recientes por José Carlos de la Puente Luna (2004; véase también el ensayo en este mismo tomo). Y, finalmente, a distancia de varias décadas de los pioneros estudios de Robert Lehmann-Nitsche (1928) y John Rowe (1944: 26-40), al Coricancha —el gran templo del Sol en el Cuzco, en el cual residía el Huillac Umu («el adivino que habla, que relata»), el sumo sacerdote de la Iglesia inca—, han dedicado trabajos monográficos Raimundo Béjar Navarro (1990) y Armando Harvey Valencia (1994), y un capítulo de su libro sobre la antigua capital inca Brian Bauer (2004: 139-157).
Templo del Sol en Machu Picchu
En concomitancia con esta proliferación de estudios analíticos sobre este o aquel gran centro oracular de la protohistoria andina —debida, por lo menos en parte, a la orientación y los intereses propios de la arqueología postprocesual (cf. Curatola, 2002b: 92)—, también se han ido desarrollando, paulatinamente, reflexiones de carácter teórico e interpretativo sobre el papel y la función de los oráculos como institución en la sociedad andina antigua. Posiblemente, el primero en percibir con claridad el importante papel político que podía desempeñar un oráculo fue Thomas Patterson, quien en un ensayo de 1985 sobre Pachacamac, mostró cómo este santuario cumpliera al tiempo de los Incas una importante función cohesiva y estabilizadora dentro de un sistema político que se caracterizaba por relaciones de alianzas inestables y crónicamente cambiantes, tanto entre las diversas facciones de la aristocracia cuzqueña como entre éstas y los diferentes grupos étnicos del Imperio (véase también Patterson, 1992: 88-92). Sin embargo, fue Sabine MacCormack —no acaso especialista del mundo clásico, griego y romano, en el cual la adivinación y los oráculos representaron fenómenos comunes— a notar por primera vez, en forma puntual, la gran difusión de las prácticas oraculares en el mundo andino antiguo y a interrogarse sobre las razones de este fenómeno. En su libro Religion in the Andes (1991), la estudiosa ha planteado que los innumerables grandes y pequeños santuarios oraculares existentes a lo largo de los territorios que abarcaba el Tahuantinsuyu tuvieron la precipua función de legitimar el poder político, fomentando y articulando el consenso de la población hacia la elite (MacCormack, 1991: 59 ss.). Y prácticamente a las mismas conclusiones ha llegado Mariusz Ziółkowski, al tratar sobre la naturaleza de la relación Incas oráculos en un párrafo —del significativo título «Los oráculos o de la importancia de conversar con los dioses»— de su libro La guerra de los Wawqui (1997: 84-87; véase también Ziółkowski, 1991). El estudioso, en línea con unas observaciones ocasionales de María Rostworowski (1983: 11-12 y 1988: 206; véase también Rostworowski y Morris, 1999: 293) sobre la relevancia en el mundo andino antiguo del «don de la palabra» por parte de los dioses, ha bien puntualizado cómo de hecho todas las huacas fuesen oráculos, ya que una de sus principales y más universales características era precisamente la de «hablar» con sacerdotes y fieles, y cómo los Incas acudían a consultarlas de continuo, sobre todo por cuestiones relativas a la persona del Sapa Inca y al éxito de las campañas militares. Al respecto, Ziółkowski ha notado que la creencia y las prácticas oraculares entre los señores del Cuzco eran tan radicadas que estos no solo interrogaban a sus propios dioses en el Coricancha y en otros templos del Sol, sino que, todas las veces que les era posible, consultaban también a los mayores oráculos no incas, como Pachacamac o Catequil, a todas luces con el afán de aprovecharse y beneficiarse del gran prestigio de estos santuarios y legitimizar su posición hegemónica frente a los lugareños y a los otros pueblos sometidos.
Esta misma interpretación del fenómeno ha sido desarrollada por Brian Bauer y Charles Stanish (2003) con referencia a Titicaca, cuyo santuario oracular fue un importante centro de peregrinaciones de nivel regional desde la época Tiwanaku (siglos V-XI d. C.). Específicamente —según estos investigadores—, los Incas habrían acrecentado y explotado a sabiendas el poder comunicativo del oráculo. Cuando, en su proceso de expansión imperial, vencieron a los Collas y los incorporaron al Tahuantinsuyu, se habrían apoderado del santuario e, invirtiendo ingentes recursos en infraestructura y dotación, lo habrían transformado en un oráculo de importancia panandina, con la expresa finalidad de dar un fuerte sentido de legitimación a su hegemonía sobre la región y transmitir un contundente y persuasivo mensaje ideológico de poderío a los peregrinos que allí acudían desde todos los rincones del Imperio (Bauer y Stanish, 2003: 35-36 y 286-291).
Análoga, pero al mismo tiempo opuesta, es la función que atribuye a los oráculos Peter Gose. En su sugerente ensayo Oracles, divine kingship, and political representation in the Inka State (1996) —quizás el primero en absoluto en el cual se haya abordado en forma específica y directa el estudio del fenómeno oracular, en los Andes, como institución social— Gose coincide plenamente con Sabine MacCormack en reconocer que los oráculos desempeñaron entre los Incas un papel medular en la dinámica del sistema político, sin embargo se distancia de ella al plantear que estos servían fundamentalmente a dar voz, expresión y representación política a los grupos subalternos, en un régimen de poder centrado en la figura de un rey divino, tal cual fue el Sapa Inca por lo menos a partir del gobierno de Tupa Yupanqui (ca. 1471-1493)[4]. En otras palabras, el Inca, en cuanto hijo del dios Sol y por tanto ser sagrado, diferente y superior respecto a todos los humanos, no podía de ningún modo aceptar observaciones o, peor, cuestionamientos a su obrar de parte de los hombres, ya que esto hubiese representado una intolerable disminución de su status, de su autoridad y su poderío absoluto, pero sí podía interrogar a los dioses —sus pares— y recibir de ellos respaldo, predicciones e indicaciones. De este modo, las huacas regionales y locales más importantes, así como las momias de los antiguos reyes Inca —también ellas dotadas del poder de hablar— con sus respuestas podían expresar apreciaciones, aspiraciones, críticas y reivindicaciones de sus respectivos pueblos y grupos sociales que de ninguna manera el soberano Inca hubiese podido aceptar por boca de comunes mortales, fueran ellos nobles o curacas del más alto rango. Además, a través de periódicas y sistemáticas consultas a las diferentes huacas, por lo menos teóricamente no sujetas a los condicionamientos inherentes a la relación rey (además sagrado)-súbdito, el Inca podía recoger un conjunto de informaciones fidedignas, que le permitía tomar las decisiones más apropiadas, ajustadas a la realidad y en línea con el sentir profundo de las poblaciones.
Posteriormente, de los oráculos andinos se ha ocupado también el que escribe en el ensayo «Adivinación, oráculos y civilización andina» (Curatola, 2001), en el cual se ha intentado explicar el extraordinario desarrollo del fenómeno oracular en el Perú antiguo, poniéndolo en estrecha y directa relación con otros aspectos fundamentales de la civilización andina. El Tahuantinsuyu y, con toda probabilidad, las otras grandes formaciones estatales que lo precedieron, como el imperio Huari (siglos VII-X d. C.) y el reino de Chimor (siglos XIIIXV d. C.), a pesar de sus notables dimensiones territoriales, sus altamente planificadas organizaciones administrativas y sus múltiples conquistas culturales, se desarrollaron sobre la base de una estructura sociopolítica relativamente sencilla, en cuanto fundada sobre grupos corporativos de parentesco (ayllus. Cf. Isbell, 1997: 98-99 y passim). Además, al parecer ninguno de estos Estados contó con alguna forma de escritura comparable con los sistemas gráfico-fonéticos avanzados —esto es en grado de expresar todo lo que puede ser dicho— de la antigüedad euroasiática, ni llegó a tener alguna mercadería-signo con funciones plenamente monetarias. Estas aparentes (por lo menos en términos comparativos y desde una perspectiva eurocéntrica) «limitaciones» culturales —a saber, sobre todo, una organización sociopolítica de base de nivel aldeano, estructuralmente segmentaria, así como la ausencia de un sistema de notación capaz de registrar con un cierto grado de fidelidad la lengua hablada— fueron, sin embargo, compensadas por toda una serie de instrumentos, mecanismos e instituciones sumamente originales cuanto eficientes, entre los cuales se encuentran sistemas de registro y transmisión de la información como los quipus (khipu), y los tocapus (tokhapu) y las «tablas historiadas», así como la semantización y «textualización» del territorio (a saber la cuidadosa y altamente planificada construcción de un paisaje sagrado denso de significados y memoria), los ceques (siq´i) y los mismos oráculos. Los quipus eran artilugios formados de varios cordeles de diferentes colores con nudos, a través de los cuales, por lo menos desde la época del estado Huari, los andinos pudieron registrar en forma sumamente precisa ya sea datos cuantitativos, asociados a indicaciones cualitativas, como información esquemática y estereotipada sobre genealogías y eventos históricos, como indican textos de la época colonial que aparentan ser transliteraciones del contenido de unos de ellos[5]. Los tocapus, en cambio, eran recuadros con signos geométricos bastante complejos y altamente estandarizados, que se encuentran reproducidos sobre tejidos y queros (vasos de madera) incas, los cuales posiblemente servían para transmitir mensajes e informaciones conceptualmente comparables a los brindados por las insignias y las condecoraciones de los militares (cf. Arellano, 1999). Y las «tablas historiadas» eran tablones de madera sobre los cuales estaban pintadas escenas de la historia mítica y dinástica inca. Una gran «archivo» de estas tablas se conservaba en un templo del Sol, llamado Poquen Cancha, ubicado inmediatamente al noroeste del Cuzco (Sarmiento, 2001: 49, cap. IX; Molina, 1989: 49-50; cf. Porras, 1963: 112-115). En cuanto al sistema de los ceques —las líneas sagradas imaginarias que partían en forma radial del centro del Cuzco y a lo largo de las cuales se encontraban una serie de huacas (véase Rowe, 1981; Bauer, 2000; Cerrón-Palomino, 2005)—, los trabajos de Tom Zuidema (1989, 1991, 1995 y 2003) han mostrado cómo estos representaron un sofisticado sistema operacional polivalente, a través del cual los Incas codificaban y hacían coincidir los diferentes planos de la experiencia y de lo real, desde la organización sociopolítica a la del espacio, desde la astronomía y el calendario al ciclo de las actividades económicas y ceremoniales, desde la cosmología a las manifestaciones artísticas, en una grandiosa operación de racionalización y sistematización del universo cultural y natural que posiblemente no tiene igual en ninguna otra civilización antigua de la historia.
También los oráculos, con sus predicciones, revelaciones, indicaciones y descifraciones de signos, hechos y situaciones de difícil inteligencia, tuvieron que desempeñar un importante papel cognitivo y racionalizante de la realidad, pero, de todas maneras, aún más relevante fue su rol sociopolítico, siendo una de las instituciones «eje» de las sociedades complejas andinas, posiblemente desde las últimas fases del Precerámico (segunda mitad del III milenio a. C.) y las primeras del Formativo (II milenio a. C.). En efecto, en base a inferencias de orden etnohistórico, es legítimo hipotizar que los Altares del Fuego Sagrado del Templo Mayor y del Templo del Anfiteatro de la «ciudad sagrada» de Caral (Shady y Leyva, 2003: 169-185, 237-253), así como análogas estructuras rituales con fogones característicos de la así llamada Tradición Religiosa Kotosh, como las de Kotosh en el Alto Huallaga, de Huaricoto y La Galgada en el valle del Santa (Burger y Salazar-Burger, 1980; véase también Burger, 1993: 41-49), y de Pampa de las Lamas-Moxeke y Taukachi-Konkán en el valle de Casma (Pozorski y Pozorski, 1994 y 1996), hayan sido fundamentalmente lugares sagrados de acceso restringido, donde las divinidades se manifestaban a través de las llamas de fuegos sagrados a los sacerdotes responsables del culto y a pocos otros elegidos. De hecho, por lo menos en tiempos prehispánicos tardíos, los oráculos representaron —como se verá— un formidable mecanismo, a la vez, de legitimación del poder, normatividad, acopio de información, de comunicación y de negociación, que contribuía en manera determinante a que las formaciones estatales andinas lograran controlar y revertir la tendencia a la segmentación política propia de cualquier sociedad de linajes.
Los oráculos como instrumento de normatividad y legitimación del poder entre los Incas
En primer lugar, los oráculos tuvieron que desempeñar muchas de las funciones de la escritura, instrumento príncipe para el establecimiento de esas normas fijas y universales tan necesarias para la organización, el funcionamiento, el control y el mantenimiento de cualquier formación sociopolítica compleja de ciertas dimensiones. Al categórico «está escrito» del antiguo pueblo de Israel o al más profano, pero no menos imperioso, «dura lex, sed lex» de la Roma de los Césares, debió corresponder en el mundo andino algo así como «es la palabra de la huaca». Las respuestas oraculares, volviendo impersonales, «objetivizando» y «sacralizando» los planteamientos, las disposiciones y los intereses de personas y grupos particulares, transformaban la sencilla expresión de la voluntad de un individuo (Inca, curaca o sacerdote que fuera) o de una gens (panaca, «parcialidad real inca», o ayllu que fuese) hegemónica en una verdad absoluta, lo que no cabe duda, hacía que fuera más facilmente aceptada y respetada por la gente de par rango y, a mayor razón, por los grupos secundarios y subalternos. La palabra de los dioses aseguraba ley, orden y solidaridad —en el sentido durkheimiano del término— a la sociedad de los hombres. Y no se piense que sea ésta una mera ilación o una erudita conclusión de los estudiosos modernos del fenómeno. Ya lo percibieron con absoluta claridad cronistas del siglo XVI y XVII como el oidor Hernando de Santillán (1968: 104, n. 2) y el jesuita Bernabé Cobo:
«Todos los Incas —escribía este último al inicio de su relato sobre la historia dinástica de los señores del Cuzco—, desde el primero, para ser obedecidos y respetados de sus vasallos, y para más autorizar sus leyes y mandatos e introducir cuanto querían, les hacían entender que cuanto mandaban y ordenaban lo mandaba su padre el sol, a quienes ellos frecuentemente comunicaban y consultaban todas las cosas que disponían en su reino; y por este camino, allende de ser tenidos y venerados del pueblo por hijos del Sol y más que hombres, no había contradicción en ninguna cosa que ordenasen, porque todos sus mandados eran tenidos por oráculos divinos» (Cobo, 1964, II: 66, lib. XII, cap. IV).
El Qoricancha. El Qoricancha fue un templo inca dedicado al culto al Sol sobre el cual los conquistadores construyeron el Convento de Santo Domingo.
Cualquiera fuese el móvil, una fe religiosa profunda o más prosaicamente, la sencilla praxis andina del poder, el Sapa Inca consultaba prácticamente a diario al Sol en el Coricancha. Guaman Poma así describe, en forma sintética, el ritual oracular: «Y allí en medio (del templo del Sol) se ponía el Inga, hincado de rodillas, puesta la mano, el rrostro al sol y a la ymagen del sol y decía su oración. Y rrespondía los demonios lo que pedía» (Guaman Poma, 1980, I: 236, n. 263). La «palabra» del dios Sol, por lo demás, constituía no solo el sustento y el fundamento legitimante de cada decisión y medida de cierta importancia tomada por el Sapa Inca, sino el origen mismo de la legitimidad de este último como gobernante. En efecto, era convencimiento común que entre todos los hijos de un determinado Inca llegaría a sucederle quien, en su debido momento, fuese llamado al templo y designado como soberano directamente por el dios Sol (Guaman Poma, 1980, I: 96, n. 118, y 263, n. 288; cf. Ziółkowski, 1991: 61 y 1997: 156-157). Esto explica porqué —según cuanto refiere Sarmiento de Gamboa— el príncipe Inca Yupanqui, el futuro Inca Pachacuti, una vez derrotados a los Chancas, hacia 1438, a pesar de tener el pleno control y el total respaldo de las milicias Inca y de ser ya de hecho el incontrastado señor del Cuzco, quiso que se interrogara al dios Sol acerca de quién debía gobernar. Frente a las rémoras de su padre, el pávido Inca Viracocha, que se resistía a abdicar en su favor, Pachacuti, al momento de hacer su ingreso triunfal en la capital, dispuso que se hiciesen grandes sacrificios a la imagen del Sol adorada en el Inticacha (el templo que de allí a poco él mismo volvería a edificar mucho más grande y suntuoso, rebautizándolo con el nombre de Coricancha), y se le preguntase quién debía ser el nuevo Inca.
«Y el oráculo del demonio que allí tenían —relata Sarmiento (2001: 92, cap. XXIX)— … dio por respuesta que él tenía señalado a Pachacuti Inca Yupanqui para que fuese inca. Con esta respuesta tornaron todo los que habían ido a hacer el sacrificio, y se postraron ante Pachacuti Inca Yupanqui, llamándole Capac inca intip churin, que quiere decir ‹solo señor, hijo del sol›».
Fue solo luego de esta investidura divina que Pachacuti recibió de parte del sumo sacerdote del Sol la mascaypacha —la borla signo de la dignidad imperial inca— y asumió oficialmente el poder, siendo universalmente reconocido como nuevo soberano. El oráculo del Inticancha lo había legitimado como Sapa Inca. Con la misma finalidad, dos generaciones más tarde, Huayna Capac a la muerte de su padre, el Inca Tupa Yupanqui, fue a interrogar al oráculo del Coricancha. Sin embargo, en esa ocasión los sacrificios y las consultas tuvieron que ser repetidos hasta cuatro veces, antes que el dios Sol decidiera manifestarse y hacer el nombre de Huayna Capac, como del que entre los varios hijos del finado Inca estaba destinado a ser el nuevo emperador (Guaman Poma, 1980, vol. I: 93, n. 113). Según la tradición dinástica Inca también Viracocha, padre de Pachacuti, en su momento había sido consagrado como Inca gracias a una revelación divina, en el caso específico de parte del dios Ticci Viracocha Pachayachachic, «padre de la gente, maestro ordenador el mundo» (cf. Duviols, 1977). Éste se le habría manifestado en Urcos, un pueblo a la orilla del Vilcanota donde había un gran santuario dedicado a él, anunciándole «grandes buenas venturas a él y a sus descendientes». Habría sido precisamente a consecuencia de esta aparición que el joven Inca, hasta ese momento llamado Hatun Tupa Inca, había asumido el nombre de Viracocha (Sarmiento, 2001: 80, cap. XXIV; véase también Betanzos, 2004: 55, parte I, cap. II, y 63, parte I, cap. V). Y, al respecto, hay que recordar que, con toda probabilidad, para los Incas el ser sobrenatural llamado Viracocha no era más que una de las manifestaciones del dios Sol, siendo justamente su figura estrechamente relacionada con el astro rey al momento de su máximo auge, es decir, al tiempo del solsticio de verano[6].
El hecho que los emperadores Inca consultaran de continuo la imagen del dios
Sol en el Coricancha, con la finalidad de legitimar sus decisiones, está confirmado en forma muy puntual por un testimonio de excepción: el de Tupa Amaru, el último soberano del así llamado Estado Neo-Inca de Vilcabamba, quien por disposición del virrey Francisco de Toledo fue decapitado en la plaza principal del Cuzco el 23 de setiembre de 1572. Momentos antes de ser ajusticiado, el Inca dirigió un sorpresivo discurso a la multitud de indios nobles y comunes reunida alrededor del cadalso, renegando del culto al Sol y denunciando como falsa y engañosa la práctica de las consultas oraculares. Según un testigo presencial del evento, Antonio Bautista de Salazar, tesorero de Toledo, Tupa Amaru habría dicho textualmente:
«Apoes, aquí estais de todos los cuatro suyos, sabed que yo soy cristiano, y me han baptizado, y quiero morir en la ley de Dios, y tengo de morir. Y todo lo que hasta aquí os hemos dicho yo y los Ingas mis antepasados, que adorásedes al sol, Punchau, y á las guacas, ídolos, piedras, rios, montes y vilcas, es todo falsedad y mentira. Y cuando os decíamos que entrábamos á hablar al sol, y que él decia que hiciésedes lo que nosotros os decíamos y que hablaba, es mentira; porque no hablaba, sino nosotros, porque es un pedazo de oro, y no puede hablar; y mi hermano Tito Cusi me dijo que cuando quisiese decir algo á los indios que hiciesen entrase solo al dicho ídolo Punchau, y no entrase nadie conmigo; y que el dicho ídolo Punchau no me había de hablar, porque era un poco de oro, y que despues saliese y dijese á los indios que me había hablado, y que decía aquello que yo les quisiese decir, porque los indios hiciesen mejor lo que les había de mandar; y que á lo que había de venerar, era lo que estaba dentro del sol Punchau, que es de los corazones de los Ingas mis antepasados» (Salazar, 1867: 280; cf. Levillier, 1935: 136 y 348-349).
Es probable que Tupa Amaru fuera inducido a hacer esta singular abjuración por los españoles mediante maltratos físicos, promesas de gracia, chantajes, presiones psicológicas e intimidaciones de toda índole, no última la amenaza de quemar su cuerpo después de muerto, lo que representaba para los andinos el peor y más temido de los destinos (Curatola, 2005; cf. Idem, 1989: 243-246). Pero, sea como fuere, las palabras del Inca quedan como un claro testimonio de la importancia de las consultas al dios Sol en el Tahuantinsuyu y de su uso político. En efecto, el mismo hecho que en un momento tan grave y extremo, frente a todo el pueblo del Cuzco, Tupa Amaru eligiera hablar precisamente de esa práctica, o que —cosa más probable— sus cómitres lo obligaran, para consolidar ideológicamente su triunfo político y militar, a condenar públicamente y desacreditar entre todas las variadas manifestaciones de la religión autóctona justo —y solo— las consultas oraculares, denota cuánto el recurso a los oráculos y la fe de sus predicciones debieron ser arraigados en la sociedad Inca. El discurso de Tupa Amaru pone patentemente de relieve la gran fuerza moral de la práctica, como instrumento de condicionamiento y constricción, y por ende, su trascendental valor político-jurídico.
La dama de Ampato, más conocida como la “Momia Juanita”
De todas maneras, los oráculos no tuvieron únicamente la función de legitimar el poder del Inca y de volver incuestionables sus mandatos. Peter Gose (1996) ha propuesto que, por lo menos en determinados contextos, estos representaron más bien un medio a través del cual los grupos subalternos podían expresar al soberano su sentir, sus aspiraciones y hasta su disenso, sin que esto apareciera como un desafío y una afrenta a su sagrada persona. La gran fiesta inca de la Capacocha habría respondido exactamente a este fin. Según el relato del cronista Pedro de Cieza de León (1553), cada año el Inca convocaba al Cuzco a las principales huacas de todos los pueblos del Imperio. Las imágenes de las divinidades, que llegaban a la ciudad con su séquito de sacerdotes y servidores, eran recibidas con gran pompa y en el día señalado reunidas en Aucaypata, la plaza central, a fin de que cada una hiciera, en presencia del Inca y de toda la elite cuzqueña, así como de la población de la comarca y de numerosas delegaciones de las etnias provinciales, una serie de predicciones sobre los eventos del año venidero:
«… questas estatuas y bultos y çaçerdotes se juntaban —escribe Cieza— para saber por bocas dellos el suceso del año, si avía de ser fértil o si avía de aver esterilidad, si el Ynga te(r)nía larga vida y si por caso moriría en aquel año, si avían de venir enemigos por algunas partes o si algunos de los paçíficos se avían de revelar. En conclusión eran repreguntados destas cosas y de otras mayores y menores que va poco desmenuzarlas, porque tanbién preguntavan si avría peste o si vernía alguna moriña por el ganado y si avría mucho multiplico dél. Y esto se hazía y preguntava no a todos los oráculos juntos, sino a cada uno por sí» (Cieza, 1985: 87-88, cap. XXIX).
Las preguntas eran formuladas por los responsables del culto estatal inca y contestadas por los ministros de las huacas, los cuales se preparaban a recibir la inspiración divina ingiriendo abundantes cantidades de aha (chicha) y abandonándose a danzas extáticas. A menudo estos, antes de responder, procedían a inmolar a un buen número de animales, para inducir a la divinidad a manifestarse. La huaca se comunicaba con ellos hablándoles directamente o a través de sueños[7]. Los Incas, por su parte, registraban cuidadosamente cada respuesta y al año siguiente, en la misma ceremonia, rendían públicamente homenaje a aquellas huacas cuyos oráculos se habían revelado acertados, asignando a sus respectivos templos notables cantidades de vasijas de oro y plata, de tejidos finos y de ganado. En cambio, las huacas que habían dado respuestas resultadas inexactas o, peor, equivocadas eran abiertamente estigmatizadas y sus templos no recibían dádiva o dotación alguna (Cieza, 1985: 89, cap. XXIX). Una humillación que, frente a los representantes de todas las naciones del Imperio, evidentemente aminoraba el prestigio y la autoridad de la huaca y, con ella, de toda su etnia.
Pero, ¿qué se proponían exactamente los Incas con tan aparatosa y concurrida ceremonia oracular? Gose (1996: 6-7) plantea que a través de este sistema de premios y escarmientos, el Inca propiciaba la formulación de respuestas fidedignas que expresaran los sentimientos verdaderos y los anhelos profundos de los grupos subalternos. Por lo demás, dichas predicciones, aun cuando no fueran tan favorables o en línea con los deseos del Sapa Inca, no podían ser consideradas, dado el marco sagrado y liminar en el cual se daban, como un reto sacrílego a la suprema y sagrada autoridad de este último. La «palabra» de las huacas habría pues, permitido a los representantes de las etnias de manifestar al Inca, en forma indirecta y desresponsabilizada, el sentir, las expectativas y las reivindicaciones de su gente; y al gobernante, de escuchar la «voz del pueblo» y, consecuentemente, tomar las decisiones más apropiadas para asegurar la paz y el orden en todo el Imperio, sin que esto de ninguna manera pudiera ser interpretado como una concesión a presiones desde abajo, un signo de debilidad y, por ende, una merma de su persona divina. Es posible que así haya sido. De hecho, no se puede descartar a priori que la ceremonia de la Capacocha tuviese, entre otras, también la función conjeturada por Gose, pero en realidad los Incas, para tantear el pulso de las poblaciones y conocer sus verdaderos sentimientos hacia el Tahuantinsuyu, disponían de otro medio muy eficiente, siempre relacionado a las consultas oraculares: el de las confesiones.
El oráculo de Titicaca y la confesión de los pecados
El ritual de la confesión de los pecados entre los Incas y, más en general, las poblaciones andinas de los siglos XV y XVI, mencionado en varias crónicas y documentos de le época[8], ha sido hasta la fecha poco estudiado, posiblemente porque considerado, por su aparente estrecha similitud con el sacramento católico, más una fantasía y una proyección de las categorías religiosas de los misioneros que una antigua práctica autóctona. Del mismo modo, los varios casos de confesiones indígenas registrados en las actas de las visitas y procesos de extirpación de la idolatría de la segunda mitad del siglo XVII y a inicios del XVIII, debieron pasar —como ha señalado Lorenzo Huertas (1981: 38)— por un mero fenómeno colonial, que se habría originado por imitación de la correspondiente práctica religiosa cristiana. Sin embargo, los testimonios documentales son tales y tantos (véase nota 9)que no queda la menor duda que los andinos —como, por lo demás, muchos otros pueblos nativos de América, Oceanía, África y Asia (véase Pettazzoni, 1929 y 1937)— desde los tiempos prehispánicos tuvieron formas propias y específicas de confesión de los pecados. Dicha práctica fue común y difundida en todos los territorios del Tahuantinsuyu, pero sobre todo en el Collao, donde estuvo estrechamente asociada al culto del gran oráculo de Titicaca. El agustino Alonso Ramos Gavilán —que en la segunda década del siglo XVII fue doctrinero en diferentes pueblos alrededor del lago Titicaca, comprendida la de Santa Ana de Copacabana (Espinoza Soriano, 1973a: 128135)— y el jesuita Bernabé Cobo —que en el mismo período desarrolló labor pastoral en la doctrina de Juli, viajando extensamente por toda el área altiplánica (Mateos, 1964: XX-XXII)— en sus pormenorizadas y precisas descripciones del santuario del Sol en la isla Titicaca concuerdan en afirmar que una de las primeras obligaciones de los peregrinos que confluían numerosos desde las más lejanas provincias del Imperio, desde Ecuador hasta Chile, era precisamente la de confesar sus pecados a los sacerdotes del lugar (Ramos Gavilán, 1988: 41, cap. IV, y 94, cap. XIII; Cobo, 1964, II: 189-194, lib. XIII, cap. XVIII).
1998: 170; Gareis, 2005: 134). Por su parte, los jesuitas José de Arriaga, Franco Conde y Luis de Teruel detectaron en el pueblo de Huacho, en 1617, una modalidad más compleja de consulta oracular, basada en la posesión y la glosolalia. Según su testimonio, el mayor hechicero del pueblo «llegando a consultar al oraculo en cossa graue de repente quedaba sin juizio, y hablaua mucho tiempo sin que los que estaban presentes entendiessen palabra ni aun el mismo supiesse lo que decia, hasta que otro hechizero proximo a el en dignidad declaraba al Pueblo lo que el otro auia dicho, como que la guacha (la qual creian que se le entraba en el alma y se ponia assi) lo dizesse» (Polia, 1999: 387; Curatola, 2002c: 202).
Titicaca era uno de los sitios más sagrados y uno de los santuarios dotados de más recursos de todo el Tahuantinsuyu. Para Ramos Gavilán, el más opulento en absoluto: «Este templo —escribía en su Historia del Santuario de Nuestra Señora de Copacabana, publicada en 1621 (1988: 164, cap. XXVI)— fue el más rico de todos los del Pirú, porque como a él concurrían de todo el Reyno y de todo quanto a el Inga estaba sugeto, eran grandes las ofrendas que enriquezían sus erarios». Los señores del Cuzco pensaban que en esa isla habían inillo tempore tenido origen cuatro parejas primordiales de antepasados —los hermanos Ayar—, las cuales, luego de un largo recorrido subterráneo, habían finalmente emergido de una cueva del cerro Tamputoco, localizado en un paraje llamado Pacarictambo (Cabello Valboa, 1951: 363, parte III, cap. 21). Y sobre todo, los Incas compartían con las poblaciones del altiplano la creencia que allí había aparecido por primera vez el Sol, brotado de una cavidad a la base de una peña de arenisca rojiza, llamada Titicala, «Piedra del Felino» (Bauer y Stanish, 2003: 28; Bertonio, 1984: II parte, 32 y 353; cf. Cieza, 1984: 281, cap. CIII), que representaba el sancta sanctorum del centro oracular. Esa roca sagrada, considerada morada del dios Sol, estaba cubierta con cortinas de tela finísima (cumbi) y la concavidad de donde se pensaba había salido el astro rey estaba totalmente enchapada con planchas de oro y plata (Ramos Gavilán, 1988: 90-91, cap. XIII, 116, XVII, 149-150, XXIV, y 163, XXVI; Cobo, 1964, II: 193, lib. XIII, Cap. XVIII; Bauer y Stanish, 2003: 232244). Así mismo, también el resto de la vasta área del santuario que abarcaba la cercana isla de Coatí donde se rendía culto a la Luna, esposa del Sol, expresaba tangiblemente la gloria y la potencia de Inti, con sus monumentales y elegantes edificios en perfecta mampostería, en los cuales vivían y trabajaban una miríada de sacerdotes, acllas (mujeres escogidas) y servidores varios, encargados del cuidado del lugar y de la acogida de los peregrinos. Al parecer, gran parte de estas instalaciones fueron construidas al tiempo de los Incas Tupa Yupanqui y Huayna Capac, quienes visitaron personalmente en diferentes oportunidades el santuario (Bauer y Stanish, 2003: 69-71; Cobo, 1964, II: 84, lib. XII, cap. XIV). La última vez, posiblemente, fue cuando Huayna Capac, aprestándose a la guerra contra las reacias poblaciones del Ecuador que se habían rebelado, fue a consultar al oráculo, al cual hizo «infinitos» sacrificios, para asegurarse el éxito de la empresa (Sarmiento, 2001: 142-143, cap. LIX; Murúa, 1987: 110, lib. I, cap. XXX).
Pero, ¿cómo concretamente se desarrollaban las consultas oraculares en el santuario? Las informaciones de los cronistas, a pesar de lo vagas y escuetas, dejan entrever que había dos modalidades, no necesariamente alternativas, más bien complementarias: a través del fuego y mediante el trance. Pedro Sancho de la Hoz, el primer conquistador que llegó al altiplano del Collao, en su Relación de 1534 anotó de manera muy lacónica que en la isla había un templo del Sol con una gran piedra, llamada Tichicasa, desde la cual el dios hablaba a los nativos: «en donde, o porque el diablo se esconde allí y les habla» (Sancho de la Hoz, 1968: 331, cap. XVIII). Y el propio Ramos Gavilán (1988: 164, cap. XXVI), sobre este específico punto, se limitó a escribir que: «en este templodava oráculos el demonio, assí de ordinario yvan a consultalle». Sin embargo, el agustino apuntó de forma incidental que unos ancianos del lugar le habían mencionado que junto a la roca antiguamente había un enorme brasero de oro (Idem: 116, cap. XVII; véase también Cobo, 1964, II: 192, lib. XIII, cap. XVIII); y del padre Cobo sabemos que la más solemne forma de adivinación, a la cual los señores del Cuzco recurrían para importantes asuntos de Estado, era precisamente la que se realizaba a través del fuego de braseros. En caso de barrunto de una inminente rebelión de alguna etnia o de una conspiración contra su persona, el Inca recurría a unos potentes y temidos adivinos, llamados yacarcas, originarios de Huaro, una comunidad ubicada a unos 50 km al sur del Cuzco (Cobo, 1964, II: 230-1, lib. XIII, cap. XXXVI; véase también Molina, 1989: 64-65). Estos acompañaban al soberano en sus desplazamientos y lo mantenían constantemente informado sobre lo que pasaba en todo el Imperio. Para invocar la benevolencia y la presencia de los dioses, los yacarcas encendían unos grandes braseros y procedían a hacer consistentes ofrendas de alimentos y objetos preciosos, y sacrificios de niños y camélidos. Luego, mascando coca, entonando cantos y recitando letanías, planteaban sus cuestiones a las divinidades que benévolamente les contestaban hablándoles a través de las llamas de los braseros.
«Usaban deste género de adivinar —dice textualmente Cobo— solamente en negocios muy graves y de importancia, como cuando había sospecha de que alguna provincia se quería rebelar o tramaba alguna traición contra el Inca y no se podía averiguar con testigos, tormentos ni por otro camino, y en casos semejantes».
A veces a la consulta asistía el propio Inca, que se preparaba para el solemne rito oracular absteniéndose en los días previos de comer ají, sal y carne. Pero, todavía más estricto era el régimen alimenticio de los sacerdotes, que —según el anónimo jesuita (¿Blas Valera?) autor de la Relación de las costumbres antiguas de los naturales del Perú (c. 1590)—, prácticamente comían solo productos vegetales. Los ayunos unidos a abundantes libaciones de aha y al consumo de coca y posiblemente otras sustancias estimulantes, así como los cantos y las letanías repetidos en forma monótona y obsesiva y las danzas frenéticas y prolongadas, debían engendrar en los sacerdotes estados alterados de la conciencia. Nos lo confirma el jesuita anónimo, quien, refiriéndose a los sacerdotes de los óraculos de Mullipampa (Quito), Pacasmayo, Rimac, Pachacamac y, al parecer, en particular de Titicaca, dice que estos, llamados huatuc, al momento de recibir las respuestas de la huacas, eran juguete de un furor místico que los nativos denominaban utirayay («arrobamiento, enajenamiento»): «Al tiempo de oír el oráculo, se tomaba el tal ministro de un furor diabólico que ellos decían utirayay, y después declaraba al pueblo lo que el oráculo había dicho» (Anónimo, 1992: 72).
Sea como fuere, por inspiración divina directa (adivinación intuitiva) o por intermedio del fuego (inductiva), las consultas oraculares tenían un carácter reservado. A la gran masa de los peregrinos que llegaban a la isla de Titicaca no era permitido acercarse a la roca sagrada Titicala. Cobo (1964, II: 192, lib. XIII, cap. XVIII) relata que los fieles podían mirarla solo de lejos, y precisamente desde un portal llamado Intipuncu (Puerta del Sol), ubicado a unos doscientos pasos de la peña, donde debían hacer entrega a los sacerdotes de las ofrendas para el oráculo. Por su parte, Ramos Gavilán menciona la existencia no de una, sino de tres puertas sucesivas, bastante cercanas entre ellas: Pumapuncu (Puerta del Puma), Kentipuncu (Puerta del Colibrí, la misma que Cobo llama Intipuncu) y Pillco-puncu (Puerta del Pilco), así llamada por las plumas verdes del pajaro «pilco» que la ornaban. Es posible —como hipotizan Bauer y Stanish (2003: 263-270)— que cada uno de estos portales representara el límite que podían alcanzar en la romería los peregrinos según su rango, a saber, según fueran gente común, representantes de las elites provincianas o miembros de la aristocracia inca. Lo cierto es que cada uno recibía una acogida y un trato en base a su status y sus necesidades. Ramos Gavilán (1988: 127-128, cap. XX) refiere que los Incas habían construido a lo largo del camino, en la península de Copacabana, una serie de grandes galpones (tampus) llamados corpahuasi —verdaderas «casas de los peregrinos»—, así como numerosos depósitos (colcas) que mantenían llenos de productos alimenticios y mantas para poder ofrecer alojamiento, comida y abrigo a la multitud de personas que llegaba de continuo en romería. Todas estas instalaciones estaban bajo el directo control de un gobernador, que era escogido entre los parientes más cercanos del propio Inca. Desde el momento en que los peregrinos ponían pie en la península, el Estado se hacía íntegramente cargo de ellos. «Cada uno —anota Ramos— era regalado, según la calidad de su persona, dándoles lo necesario de comida, y bevida, y si eran pobres se les dava algún vestido». Además, en Copacabana, los peregrinos podían encontrar y ser atendidos por gente de su misma etnia, ya que los Incas habían provisto a trasladar allí a decenas de grupos de mitimaes (mitmaq, colonos desplazados por el Inca) —de cuarenta y dos etnias distintas, según Ramos— precisamente para que se encargaran de la construcción, el mantenimiento y el funcionamiento de los lugares sagrados y de las estructuras de recepción. En la península, los peregrinos estacionaban unos días visitando diferentes adoratorios locales y esperando su turno para pasar, en balsa, desde la caleta de Yampupata a la isla de Titicaca (Ramos, 1988: 85-85, cap. XII, y 171-172, XXVIII). Allí, a las puertas del santuario, los esperaban los sacerdotes para confesarlos. Ramos Gavilán (1988: 94, XIII) asevera que los fieles se debían confesar, no una sino tres veces: primero llegando a Pumapuncu, con el sacerdote que custodiaba esa puerta, donde además debían quitarse las sandalias; luego, más adelante, con el sacerdote guardián de Kentipuncu y, finalmente, también con el de Pilcopuncu. La presión sobre los visitantes para que confesaran sus pecados era muy fuerte. El sacerdote de la puerta de Kentipunku, al momento de confesarlos, les recordaba que estaban acercándose al dios Sol y que si querían ganarse su favor debían mostrar todo su celo religioso, y el de Pilcopuncu insistía en que se hiciesen un ulterior riguroso examen de conciencia, a fin que no arriesgaran traspasar la puerta en estado de impureza.
Oráculo de Pachacamac
Es posible que los tres portales del santuario de Titicaca tuviesen una función análoga a los varios patios, con relativas puertas de acceso, que se encontraban sobre las plataformas del templo del gran oráculo de Pachacamac, «El que anima al mundo». A Hernando Pizarro (1968: 127), el primer conquistador que puso pies en este centro religioso (1533), le fue dicho que los peregrinos antes de ingresar al primer patio debían ayunar veinte días, y un año entero para poder ser admitidos al más alto, donde se encontraba el aposento del dios, el sancta sactorum al cual tenían acceso exclusivamente los sacerdotes. Hasta el solo rozar con las manos sus paredes por parte de los devotos hubiese sido considerado un acto sacrílego. Los andinos creían que quien se hubiese acercado al oráculo en estado de impureza o no habiendo cumplido todas sus obligaciones hacia el dios, hubiese sido tragado por las entrañas de la tierra. Pachacamac era considerado, en efecto, un ser tan poderoso cuanto temible, que si lo hubiese querido, hubiera podido destruir al mundo entero. Los temblores —fenómeno tan frecuente en la costa central peruana— eran vistos como una manifestación de su cólera. Los españoles tuvieron modo de acertarlo, todavía antes de alcanzar el oráculo. Miguel de Estete, uno de los miembros de la expedición de Pizarro, cuenta como justo la noche antes de su llegada a Pachacamac, mientras él y sus compañeros estaban descansando en un pueblo de la costa no lejos del santuario, hubo un intenso remezón, lo que provocó que los numerosos indígenas que los acompañaban, aterrorizados, se largaran precipitosamente, alegando que el dios Pachacamac se había enojado por su presencia y los iba a aniquilar a todos (Estete, 1968: 382. Véase también Idem, 1985: 136-137; Taylor, 1987: 335, cap. 22).
Así que no es difícil imaginar el estado de ánimo, sumiso y medroso, de los peregrinos que se confesaban en el santuario de Titicaca. Ocultar pecados en confesión era considerada una culpa gravísima, acarreadora de los más terribles castigos divinos, y los penitentes se estaban acercando a la morada del Sol, el más poderoso de todos los dioses; una divinidad además omnisciente, que ellos visitaban y consultaban (con toda probabilidad en el complejo arquitectónico conocido como La Chincana o Laberinto, a unos 200 m de la Titicala) precisamente por este poder que tenía de conocimiento de todas las cosas pasadas, presentes y futuras. Al oráculo de Titicaca no se le podía mentir. Posiblemente, para obtener una confesión sincera y completa de parte de los fieles, los sacerdotes del santuario no necesitaban ni siquiera recurrir a las contrapruebas que, por lo común, estilaban hacer en semejantes rituales. En efecto, en general, una vez escuchada la declaración del penitente los sacerdotes andinos solían controlar si éste les había dicho la verdad o menos, mediante diferentes técnicas adivinatorias: examinando las entrañas o la sangre de animales, echando una especie de dados (pichca), observando en cuántos pedazos se había fragmentado una cuentecilla de mullu (concha de Spondylus sp.) expresamente aplastada, o contando el número de cañitas contenidas en dos manojos de pajas. Cuando los adivinos se daban cuenta, o solo tenían barrunto, que el penitente les había mentido, no hesitaban en amarrarlo, bastonearlo, azotarlo y torturarlo hasta que no confesaba a plenitud todos sus pecados[9] . No cabe duda que para los Incas la confesión era un asunto de máxima seriedad y relevancia.
Pero, ¿qué, exactamente, era «pecado» para los andinos? Y, sobre todo, ¿cuáles transgresiones de normas y preceptos religiosos, los peregrinos eran tenidos a confesar de todas maneras a los sacerdotes de los oráculos incas? Afortunadamente, Ramos Gavilán (1988: 87, cap. XII) es muy explícito al respecto:
«El orden de confessarse con estos Sacerdotes —escribe— era, que postrados, y con gran sumissión, dezían sus pecados, el descuydo que avían tenido en servicio de los Idolos, y en particular del Sol, que era el Dios principal que adoravan. Y si a caso avían sido negligentes en el servicio del Inga, también lo confessaban».
Y el padre Cristóbal de Molina, gran conocedor de la religión inca, en su Relación escrita alrededor de 1573 es todavía más preciso:
«Los yncas y jente del Cuzco siempre hacían sus conficiones secretas y por la mayor parte se confesavan con los yndios de Huaro, hechiceros, que para ello dedicado tenían. Acusávanse en sus conficiones de no aver reverenciado al Sol y Luna y huacas; de no haver guardado ni celebrado de todo coraçon las fiestas de los raymes, que son las de los meses del año; acusávanse de la fornicación, en quanto hera quebrantar el mandamiento del Ynca de no tomar muger ajena ni corromper donzella alguna, y de avella tomado sin que se la diese el Ynca e no porque tuviesen que la fornicación de sí fuese pecado, porque carecían deste entendimiento; acusávanse de matar y urtar, teniéndolo por grave pecado, y lo mesmo de la murmuración principalmente si avía sido contra el Ynca o contra el Sol» (Molina, 1989: 66).
De las aseveraciones de Ramos Gavilán y Molina, resulta evidente que el rito de la confesión que se llevaba a cabo en el Cuzco, en el oráculo de Titicaca y en los otros centros religiosos Inca, tenía un sesgo marcadamente político. De hecho, los «pecados» que las personas debían confesar eran, en última instancia, todas faltas, reales o tan solo simbólicas, hacia el Estado: el no haber rendido el debido culto al Inti, el padre celeste del Inca; el no haber celebrado o respetado las fiestas oficiales del calendario litúrgico inca; el no haber observado toda otra obligación ritual y ceremonial impuesta por los señores del Cuzco; el no haber sido leales hacia la persona del soberano o, de todas maneras, no haberlo servido con la eficiencia y el esmero requeridos. En esta óptica, el mismo «pecado» de haber tomado mujer «sin que se la diese el Inca», puede interpretarse como el haber establecido alianzas matrimoniales (y políticas) con otros grupos fuera del control, cuándo no, a espaldas de los señores del Cuzco. De hecho, lo que los sacerdotes de los santuarios averiguaban a través de las confesiones, era el grado de fidelidad de los penitentes y sus respectivas comunidades hacia los Incas. Si un determinado pueblo no mostraba particular devoción hacia el dios Sol y en los últimos tiempos no se había preocupado de celebrar con gran pompa las fiestas a él relacionadas, ni mostraba particular afición a la persona del Inca, ni cumplía en forma cabal sus obligaciones hacia éste (a saber, hacia el Estado inca), y más bien resultaba que estaba estableciendo, a hurtadillas, alianzas con otros grupos, evidentemente la etnia o el señorío en cuestión no estaba todavía satisfactoriamente integrado al Tahuantinsuyu y mal soportaba la hegemonía inca, o sus simpatías iban hacia algún rival interno del soberano. En todo caso, no representaba un aliado confiable para los gobernantes del Cuzco.
Por otro lado, hay evidencia que la información adquirida por los sacerdotes a través de las confesiones de los peregrinos terminaba llegando a los oídos del Inca. En primer lugar, no hay que olvidar que todos los sacerdotes de los diferentes santuarios incas, a lo largo del Tahuantinsuyu, eran nombrados directamente por el Huillac Umu, el sumo sacerdote de la Iglesia cuzqueña que residía en el Coricancha. Éste era una especie de portavoz del dios Sol, que consultaba de continuo para luego transmitir a los hombres sus respuestas y designios (Cieza, 1985: 81, cap. XXVII; Garcilaso, 1991, I: 193, lib. III, cap. XXII). La importancia del Huillac Umu dentro de la estructura de poder inca era tal que el cargo, por lo general, se le asignaba a un hermano del Inca, a él particulamente allegado, y en momentos excepcionales podía ser asumido temporalmente por el mismo emperador (cf. Ziółkowski, 1997: 155-164). Cieza de León (1985: 93, cap. XXX) dice: «el çaçerdote mayortenía aquella dinidad por su vida y era casado y era tan estimado que conpetía en razones con el Ynga y tenía poder sobre todos los oráculos y tenplos y quitava y ponía çaçerdotes». La relación de dependencia de los sacerdotes de los oráculos bajo el control inca del Huillac Umu y, a través de él, del aparato estatal, es entonces en términos generales evidente.
Pero, ¿en qué modo, las informaciones acopiadas en las confesiones llegaban —si llegaban— a traducirse en indicaciones políticas para el soberano? Y, ¿por qué este trasiego continuo —si realmente se daba— de información, desde los peregrinos hacia la alta jerarquía inca, aparentemente no llegaba a afectar la credibilidad del rito confesional y por ende, la veracidad de las declaraciones de los penitentes, lo que hubiera evidentemente vaciado el acto de todo sentido y eficacia? Los datos hasta ahora presentados nos dan una pista. Recuérdense la aseveración de Cristóbal de Molina que los Incas «por la mayor parte se confesan con los yndios de Huaro, hechiceros, que para ello dedicado tenían», así como la de Bernabé Cobo sobre los yacarcas, esto es, que estos poderosos adivinos que acompañaban al Inca en todos sus desplazamientos «eran comúnmente del pueblo de Guaro, diócesis del Cuzco». Entonces, los mismos sacerdotes, o mejor dicho, el mismo cuerpo sacerdotal que se encargaba de recibir las confesiones de los andinos sobre asuntos que en última instancia —como se ha visto— concernían la seguridad del Estado (nivel de aceptación que gozaba el gobierno cuzqueño en las provincias, posibles rebeliones étnicas, conspiraciones contra la persona del Inca, etc.), era el mismo que, por medio del fuego de braseros, transmitían al Inca las respuestas de los dioses sobre exactamente las mismas cuestiones. Por lo demás, ¿quién mejor que los sacerdotes-confesores de un santuario, meta de peregrinaciones a nivel panandino, para tomar el pulso de la situación en las diferentes provincias y conocer los verdaderos sentimientos de cada grupo étnico hacia el Tahuantinsuyu? Los peregrinos que llegaban al santuario de Titicaca eran literalmente cobijados por el Estado que se hacía cargo de todas sus necesidades y hasta se preocupaba que fueran recibidos y atendidos por gente de su misma tierra, engendrando así en ellos un sentimiento de gratitud, empatía y confianza hacia el gobierno del Cuzco. Al mismo tiempo, todo el aparato y la parafernalia oraculares, con el ritual de acercamiento progresivo de los visitantes a través de tres puertas al lugar más sagrado y tremendo del mundo y las repetidas amonestaciones de los confesores, no hacían más que estremecer a los peregrinos y volverlos totalmente sumisos a todo requerimiento. Así se aseguraban confesiones fidedignas respecto al grado de adhesión de los individuos y sus respectivos pueblos al Imperio. Paradójicamente, el oráculo, que debía brindar informaciones, terminaba en los hechos recibiéndolas, pero solo para retransmitirlas, debidamente analizadas y reelaboradas, en forma de respuestas oraculares al Inca. Así todo quedaba formal y estrictamente en el ámbito de lo sagrado y la institución oracular no corría en ningún momento el riesgo de resquebrajarse por una demasiado patente y directa contaminación con la esfera política.
La destrucción de los oráculos: el caso de Catequil
El Inca no solo pedía predicciones a sus muy bien informados yacarcas o hablaba con su padre el Sol, directamente o a través del Huillac Umu, sino que con frecuencia iba a consultar también a oráculos que no estaban precisamente bajo su control, pudiendo recibir respuestas desfavorables o simples negativas en contestarle. En las fuentes de los siglos XVI y XVII se encuentran mencionados varios episodios de este género. Por ejemplo, el jesuita Luis de Teruel recogió en la sierra sur del Perú una tradición según la cual Manco Capac, al pasar por un pueblo donde había una antigua y famosa huaca-oráculo, decidió consultarla no sin antes rendirle debidamente homenaje con sacrificios y ofrendas. Pero la huaca no quiso ni recibirlo, aduciendo que él no era Inca legítimo y que un día le quitaría su reino. Por represalia, Manco Capac, enojado, hizo entonces arrojar cerro abajo la piedra que representaba a la huaca (Arriaga, 1999: 89, cap. IX). Por su parte, Guaman Poma de Ayala menciona que el Inca Huayna Capac emprendió una campaña de destrucción masiva de los oráculos, cuando estos, contrariamente a lo que hacían comúnmente con su padre Tupa Yupanqui, rehusaron hablarle:
«Topa Ynga Yupanqui hablaua con las uacas y piedras y demonios y sauía por suerte de ellos lo pasado y lo uenedero de ellos y de todo el mundo»… «Y ací hablaua con ellos Topa Ynga Yupanqui y quiso hazer otro tanto Guayna Capac Ynga. Y no quicieron hablar ni rresponder en cosa alguna. Y mandó matar y consumir a todas las uacas menores; saluáronse los mayores» (Guaman Poma, 1980, I: 234-236, nn. 261-262).
«Quizo hablar con todos sus ýdolos y guacas del rreyno. Dizen que nenguno de ellos no le quizo rresponder a la pregunta. Y ací le mandó matar y quebrar a todos los ýdolos. Dio por libre a los ýdolos mayores Paria Caca y a Caruancho Uallollo; Paucar Colla, Puquina, Quichi Calla, Coro Pona, Saua Ciray, Pito Ciray, Carua Raso, Ayza Bilca y el sol y la luna. Estos quedaron y lo demás se quebró porque no quizo rresponder a la pregunta» (Ibid.: 93; n. 113).
A pesar de lo dicho por Guaman Poma, al parecer también Tupa Yupanqui tuvo sus momentos dificiles en su relación con las huacas, por lo menos estando a uno de las narraciones míticas del así llamado Manuscrito Quechua de Huarochirí, redactado a inicios del siglo XVII por algún informante andino del padre Francisco de Ávila. Según el relato, el Inca, luego de varios años de pacífico reinado, tuvo que hacer frente a una peligrosa rebelión de unas etnías sumamente reacias, rebelión que además amenazaba extenderse en cuaquier momento a otras provincias del Imperio. Después de que varias expediciones cuzqueñas fracasaron miseramente en el intento de reestablecer la pax incaica y terminaron aniquiladas, el Inca, no sabiendo más que hacer, resolvió convocar al Cuzco a todas las huacas y pedir su ayuda. Pachacamac y las otras huacas del Tahuantinsuyu reunidas en Haucaypata10 —con toda probabilidad celebrando el ritual de la Capacocha (véase también más adelante fig. 1)— escucharon atentamente el afligido llamado del Inca, que apeló a su deber de reciprocidad al recordarles como él les hubiese siempre otorgado generosas dotaciones y prebendas. Sin embargo ninguna huaca le contestó, ni profirió palabra. Frente a este mutismo, que definitivamente equivalía a una negación de apoyo, el Inca enfureció y amenazó sin medios términos destruirlas a todas, con estas tajantes palabras:
«¡Hablad! ¿Es posible que permitáis que los hombres que han sido animados y hechos por vosostros sean aniquilados en la guerra? Si no queréis ayudarme,¡en este mismo instante os haré quemar a todos! ¿Para qué pues os sirvo y embellezco, enviándoos todos los años mi oro y mi plata, mis comidas, mi bebida, mis llamas y todo lo demás que posea? Entonces ¿no me ayudaríais después de haber escuchado todas estas mis quejas? Si me negáis [vuestra ayuda], ahora mismo arderéis!».
La amenaza de incineración tuvo efecto. Inmediatamente Pachacamac, el dios de los temblores, se manifestó para excusarse de no poder intervenir, alegando que su poder telúrico de destruccíón era tan grande que, si lo hubiese desatado, arriesgaba acabar no sólo con el enemigo, sino también con los presentes y con el mundo entero. Entonces tomó la palabra la huaca Macahuisa, un hijo del oráculo Pariacaca, la cual se comprometió a movilizarse personalmente contra las rebeldes; cosa que cumplió puntualmente, exterminando con rayos y lluvias torrenciales a todos los jefes étnicos y guerreros en armas contra el Inca. En agradecimiento Tupa Yupanqui se habría vuelto devoto del culto a Macahuisa, cuya fiesta en Jauja habría sido desde entonces celebrada solemnemente por los mismos Incas (Taylor, 1987: 337-349, cap. 23).
11 Haucaypata («La explanada del júbilo»), como era llamada la gran plaza central del Cuzco, era el lugar donde se celebraban las solemnes y masivas ceremonias político-religiosas incas.
Una huaca que no escapó a la furia destructora de un Inca fue Catequil (Apucatequil o Catequilla). El suyo es el caso más conocido y mejor documentado de destrucción de un oráculo por parte de los señores del Cuzco. Catequil, cuyo santuario se encontraba en la cumbre de un cerro, en la región de Huamachuco, en la sierra norte del Perú, era un oráculo de importancia panandina, venerado y «temido» desde Quito hasta Cuzco. No solo se le consideraba como la huaca más «habladora» de todas (Agustinos, 1992: 18-19; Albornoz, 1989: 186), sino que también se le atribuía el poder de hacer «hablar» a las huacas que no sabían «hablar». En uno de los mitos de Huarochirí se dice en efecto que Catequil, «poseía la facultad de hacer hablar, sin esfuerzo, a cualquier huaca que no supiera hablar». Y en el mismo relato se cuenta cómo Catequil, cuyo culto había sido introducido entre la etnía de los Checas de la sierra de Huarochirí (Lima) por el Inca, indujo a una huaca de nombre Llocllayhuancupa, que lucía inerte, a «hablar» y a revelarse a los habitantes de un pueblo del área como enviada del dios Pachacamac, su padre, para cuidar de ellos. De este modo, Llocllayhuancupa fue reconocido como numen tutelar de la comunidad, que le erigió un santuario (Taylor, 1987: 292-297, cap. 20).
John Topic, Theresa Lange Topic y Alfredo Melly (2002), en un penetrante estudio sobre Catequil, han planteado que el culto a esta divinidad de los Huamachuco tuvo que ser adoptado y asociado a la religión estatal por el Inca Huayna Capac. Éste habría sido difundido tanto en Ecuador, donde — precisamente en el área anexada al Tahuantinsuyu bajo Huayna Capac— se han individuado varios antiguos lugares sagrados con ese mismo nombre asociados al culto al agua, así como en la sierra central (Huarochirí) y sur (Cuzco) del Perú. El muy bien informado cronista Pedro Sarmiento de Gamboa relata que estando Huayna Capac en Quito, al llegarle noticia de la penetración de grupos de «bárbaros» guaraníes en las provincias sudorientales (Bolivia) del Imperio, de inmediato despachó a uno de sus jefes militares al Cuzco para que reuniera un ejército y marchara contra los invasores. El oficial encargado, un tal Yaca, partió hacia la capital llevando consigo los ídolos de Catequil, divinidad de los pueblos de Cajamarca y Huamachuco, y de unas cuantas huacas más, así como «muchas gentes suyas de las huacas» (Sarmiento, 2001: 146, cap. LXI), expresión ambigua que podría hacer referencia ya sea al personal al servicio de las huacas como a contingentes de soldados proveídos por los grupos étnicos a los cuales pertenecían las huacas. Sea como fuere, el episodio patentiza la estrecha relación de alianza y apoyo recíproco que debió existir entre el oráculo de Catequil y el Inca Huayna Capac, quien difundió el culto a dicha huaca en Ecuador, donde estableció su cuartel general y pasó los últimos años de su existencia. Es quizás en consideración de este vínculo que se puede explicar porqué Atahualpa, que había combatido en Ecuador con su padre Huayna Capac y allí residía al mando de los experimentados ejércitos norteños del Tahuantinsuyu, decidió consultar a dicha huaca en uno de los momentos más álgidos de la larga y cruenta guerra civil para la sucesión al trono (c. 1530-1532) que lo enfrentó a su hermano Huascar, reconocido como Inca por amplios sectores de la elite cuzqueña. En efecto, poco antes de la batalla decisiva, cuando la suerte de la guerra ya se estaba volviendo a su favor, Atahualpa, de paso por Huamachuco, cuyos señores por lo demás lo recibieron en forma muy hospitalaria, resolvió ir a preguntar a Catequil cuál sería el desenlace del conflicto.
La conducta de Atahualpa respondía a una lógica plenamente andina, o por lo menos inca, ya que Huascar, en campo adverso estaba haciendo exactamente lo mismo; es decir, estaba consultando frenéticamente a oráculos y adivinos en pos de un pronóstico favorable, que le resultaba difícil de obtener: «… púsose en ayunos… —narra Sarmiento de Gamboa (2001: 156, LXIV)— hizo muchos sacrificios a los ídolos y oráculos del Cuzco, pidiéndoles respuesta. Todos le respondieron que le sucedería adversamente. Y oída esta respuesta, consultó a sus adivinos y hechiceros, a quien ellos llamaban umu, los cuales por agradarle, le dieron esperanza de venturoso fin». En particular, el Inca fue a consultar a Huanacauri, la huaca más antigua e importante de los Incas antes de la constitución del Tahuantinsuyu, la cual aún en época imperial había seguido siendo el oráculo por excelencia del valle del Cuzco. Su adoratorio estaba ubicado en la cumbre del cerro homónimo (al sudeste de la ciudad imperial), en el lugar donde había una piedra sagrada, «ahusada», en la que —como se mencionó arriba— se creía se había transformado uno de los míticos hermanos de Manco Capac. El santuario estaba dotado de un gran número de sacerdotes, acllas y yanas (servidores), así como de tierras y rebaños, y poseía un verdadero tesoro por las continuas ofertas de objetos preciosos que recibía. A Huanacauri se le ofrecían también, regularmente, seres humanos que eran sacrificados en el transcurso de solemnes ceremonias y luego sepultados alrededor del ídolo del dios[10]. Cieza de León sostiene que Huanacauri era la segunda huaca más importante de los Incas, después del Coricancha, y el padre Cobo, en su Historia del Nuevo Mundo (1653), al mencionar a los oráculos de alcance panandino, la pone prácticamente al mismo nivel de Pachacamac: «En diversas partes del reino —escribe— había ídolos famosos tenidos por oráculos generales, en quienes el demonio hablaba y daba respuestas, como eran, la guaca de Guanacauri en los términos de la ciudad del Cuzco, la de Pachacama, cuatro leguas desta ciudad de los Reyes, y otras muchas» (Cobo, 1964, II: 230, lib. XIII, cap. XXXVI). Al respecto, vale la pena recordar el sugestivo, cuanto iluminante dibujo de la Nueva Corónica y Buen Gobierno de Guaman Poma (1980, I: 235, n. 261) en el cual aparece el Inca Tupa Yupanqui (el abuelo de Huascar), llevando las insignas de su poder, en solemne parlamento, probablemente en la fiesta de la Capacocha, con los ídolos de todas las huacas, entre las cuales destaca, por su posición absolutamente dominante y por ser la única identificada por nombre, Huanacauri (fig. 1).
Los Incas cuando emprendían campañas militares, sobre todo si éstas eran guiadas por el Sapa Inca en persona, solían llevar consigo una imagen de esta huaca, a cuyo respaldo atribuían muchas de sus victorias. En sus largas y difíciles jornadas en los confines septentrionales del Imperio, Huayna Capac se llevó una imagen de Huanacauri, la cual volvió al Cuzco junto al cuerpo momificado de este mismo Inca, muerto de viruela en Quito hacia 1527-1528 (Cobo, 1964, II: 181, lib. XIII, cap. XXXVI; cf. Rowe, 1978). Análogamente —como se ha visto— su hijo Huascar, al asumir personalmente el mando de las operaciones bélicas contra los ejércitos de Atahualpa, como primer acto, todavía antes de lanzar un llamado a la movilización general en el surandino para reconstituir sus tropas decimadas y al desbande, fue a consultar a Huanacauri y otras huacas, recibiendo sin embargo una serie de respuestas desfavorables:
«… acordó de acudir a sus huacas —cuenta Martín de Murúa— y hacerles innumerables sacrificios y ofrendas con ayunos. Habiendo consultado sobre ello a los sacerdotes, quiso él mismo hacer el ayuno, y para este efecto salió del Cuzco y se fue a Huana Cauri a ello, y allí estuvo algunos días, entendiendo con sus privados y queridos en aplacar al hacedor, sacrificando mil géneros y diferencias de animales, según sus ritos y ceremonias, a las huacas del Cuzco. Visto que en todas hallaba mala respuesta, dada por los demonios que en ellas hablaban, y que no eran conforme a su intento y propósito, no sabiendo qué hacerse acordó de nuevo hacer Junta General de hechiceros, y envió de nuevo a consultar las demás huacas que hablaban, y a preguntar qué haría en tanta adversidad y miseria como le cercaba, y en ninguna halló remedio ni respuesta que les satisficiese a su deseo.
Preguntando a los adivinos y hechiceros para por ellos saber lo que haría en la guerra, ellos, por contentarle y evadir el peligro que de no decirle cosa conforme a su gusto esperaban, le respondieron que le iría bien en la guerra y que todo le sucedería conforme su deseo y que vencería a sus enemigos con grandes muertes y triunfaría dellos…
Figura 1 – El Inca Tupa Yupanqui «hablando» con las huacas. De Felipe Guaman Poma de Ayala, El primer nueva corónica y buen gobierno (1615). The Guaman Poma Website of the Royal Library: www.kb.dk/elib/mss/ poma/ (p. 263, n. 261).
Con este acuerdo y respuesta de los hechiceros satisfecho en alguna manera, Huascar Ynga salió del Cuzco, acompañado de muchos hermanos, parientes y allegados suyos, y se fue a Sacsa-Huana, donde haciendo Junta General del más poderoso ejército, que pudo de todas las naciones desde Chile, que con graves penas movidas vinieron, hizo reseña de todas ellas y las proveyó de armas y vestidos a los que estaban faltos de lo necesario…» (Murúa, 1987: 186-187, lib. I, cap. LIII)13.
También Atahualpa, por lo menos en el relato de Juan de Betanzos (2004: 286, cap. XVI), fue personalmente a consultar al oráculo de Catequil. Según Sarmiento (2001: 155, cap. LXIV), en cambio, el Inca envió para este efecto dos nobles de su corte. Sea como fuere, el sacerdote del oráculo, un anciano que llevaba puesta una larga túnica recubierta de conchas (con toda probabilidad mullu), luego de hablar con el ídolo de piedra del dios, formuló una predicción irremediablemente adversa; a saber, que Atahualpa, por su conducta sanguinaria y tiránica, había suscitado la ira de Viracocha y por tanto acabaría mal, siendo destinado a gobernar su hermano Huascar (Agustinos, 1992: 20). La reacción de Atahualpa, que declaró de inmediato a la huaca como enemiga («También es auca [enemiga] esa guaca, como Guascar»), fue de una violencia inusitada. Hizo rodear el cerro donde estaba el santuario y enfurecido, hacha en mano, hizo irrupción en el mismo, cortando la cabeza al sacerdote y al mismo ídolo de Catequil. En seguida, dispuso que se prendiera fuego a los dos y que sus restos fueran molidos y esparcidos en el aire desde lo alto del cerro. Finalmente, no satisfecho aún, hizo allanar el santuario y quemar el cerro entero, operación que mantuvo ocupados a sus hombres por diversas semanas (Betanzos, 2004: 287-291, cap. LXIV-LXV; Molina, 1968: 78; Agustinos, 1992: 20; Sarmiento, 2001: 155-156, cap. LXIV).
Pero, ¿cuál es la lógica —si hay una— de ir a consultar a un oráculo para luego destruirlo en caso de contestación no en línea con las expectativas o las sencillas esperanzas de uno? Y, ¿cómo explicar tanto ensañamiento contra el santuario de Catequil? ¿Con el capricho de un loco juguete de un furor y una violencia incontenibles? Las fuentes históricas nos pintan concordemente a Atahualpa como a un militar curtido, resuelto hasta la crueldad, pero lucidísimo, que en todo momento sabía bien lo que hacía (véase, por ejemplo, Xerez, 1985: 123). Y, ¿entonces? Mariusz Ziółkowski, que en su libro sobre la naturaleza y los mecanismos de las luchas intestinas por el poder de la elite Inca se ha planteado esta misma pregunta, piensa que la respuesta de Catequil debió ser interpretada por Atahualpa como una precisa toma de posición en favor de Huascar por parte de los señores de Huamachuco, ya que en el mundo andino antiguo lo que «decía» una huaca no habría sido otra cosa que la expresión de lo que pensaba
13 Véase también Cabello Valboa, 1951: 454-455, parte III, cap. 31.
y quería la elite dirigente de la etnia relacionada a dicha huaca. Así, según Ziółkowski, Atahualpa habría arrasado el santuario para amedrentar y desanimar a los Huamachucos y a todos aquellos que, como ellos, tenían el ánimo de dar su apoyo a Huascar, que por lo demás tenía ya bajo control para suma preocupación de su hermano, a los dos más importantes santuarios oraculares de los Incas: el Coricancha y el de Titicaca. Es posible que así haya sido, aun si en realidad no hay indicios de que los señores de Huamachuco se hubiesen puesto o estuviesen en ánimo de ponerse de la parte de este último; y por otro lado, tampoco la relación de Huascar con los oráculos del Cuzco era —como se ha visto— tan orgánica y exenta de desavenencias.
De todas maneras, no cabe duda que un oráculo podía ser destruido como acto de escarmiento hacia una etnia hostil. Es el caso —por lo que podemos observar— del oráculo de Huarivilca, asolado por Manco Inca en 1537. Su santuario, ubicado a pocos kilómetros de la actual ciudad de Huancayo, era el más importante centro religioso de los Huancas, un rico y poderoso grupo étnico asentado en el alto valle del Mantaro (sierra central del Perú). El ídolo de piedra de Huarivilca tenía el aspecto de un hombre (Albornoz, 1989: 183) y contestaba regularmente a toda pregunta se le hiciera. El Inca Garcilaso de la Vega (1991, I: 349-351, lib. VI, cap. X) dice que: «hablaba el demonio en él, mandaba lo que quería y respondía a lo que le preguntaban. Con el cual se quedaron los Huancas después de ser conquistados (por los Incas) porque era un oráculo hablador». La céramica hallada por los arqueólogos en el área del santuario indica que la importancia del oráculo trascendía ampliamente el ámbito local y confirma que en el Horizonte Tardío, éste mantuvo estrechos vínculos con los Incas (Shea, 1969: 82). Sometidos por el todavía príncipe Tupa Yupanqui, hijo del emperador Pachacuti, alrededor de 1460, los Huancas durante el conflicto entre Huascar y Atahualpa habían respaldado decididamente al primero y, precisamente al momento de la llegada de los españoles, estaban por padecer la embestida y represalia de las tropas del segundo, que acababa de ganar la guerra por la sucesión. Así automáticamente, para salvarse, se habían aliado con los españoles, hecho que —como es consabido— representó uno los factores de la abrupta caída del Tahuantinsuyu (cf. Espinoza Soriano, 1973b; Sancho de la Hoz, 1968: 289-292, cap. IV). Pocos años más tarde, al inicio de la rebelión de Manco Inca, cuando éste parecía triunfar, los Huancas se habían puesto momentáneamente de su parte para pronto, en 1537, cambiar de bando y colaborar con el capitán Alonso de Alvarado en la represión de la revuelta (Hemming, 1976: 211 y 227-229). Así, cuando Manco Inca al año siguiente reorganizó sus fuerzas y desde Vilcabamba lanzó una vasta contraofensiva, al llegar al valle del Mantaro, como medida de venganza contra los Huancas, arremetió contra el santuario de Huarivilca. El Inca se apoderó del conspicuo tesoro del oráculo, mandó matar a todos los sacerdotes y a los numerosos yanas al servicio del santuario y dispuso que el ídolo del dios fuera arrastrado, por medio de una soga amarrada al pescuezo, «por cerros e piedras y ciénagas y lodos,beynte leguas de camino» a lo largo del territorio huanca y , finalmente, echado en las aguas de un gran río (Titu Cusi, 1992: 55-57).
Sin embargo, ¿por qué tanto ensañamiento contra los oráculos no Incas que daban respuestas desfavorables? ¿Por qué, en un momento tan crítico de la guerra fratricida, Atahualpa invirtió tanto tiempo y tantas energías para que no quedara ni el polvo del oráculo de Catequil? ¿No hubiese sido suficiente matar al sacerdote y dar fuego al santuario? Y lo mismo puede decirse de las medidas draconianas adoptadas por Manco contra el oráculo de Huarivilca. En ambos casos, en efecto, se nota una precisa voluntad de aniquilar, más aún, de borrar de la faz de la tierra de una vez por todas a dichas huacas. Pero, si Atahualpa y Manco Inca querían simplemente dar una lección ejemplar y definitiva a las etnias, a ellos hostiles, ¿no hubiese sido quizás mejor dejar bien a la vista, como admonición, los restos destrozados de las imágenes de sus divinidades? En realidad, los dos Incas no tenían otra posibilidad que hacer lo que hicieron; y esto, por dos motivos bien precisos.
En primer lugar, los andinos pensaban que una huaca (que se identificaba consubstancialmente con su ídolo, de piedra, madera o cualquier otro material que fuese), aun abatida y despedazada, podía mantener su poder y recobrar plena vigencia a través de cualquiera de sus fragmentos o hasta de sus cenizas. Así, por ejemplo, los profetas del Taki Onqoy («Mal del Baile») —el culto de crisis milenarista que se desarrolló entre las etnias del valle del río Pampas, al sur de Ayacucho, en la década de 1560—, revitalizaron el culto a las antiguas huacas incas destruidas por lo misioneros, recuperando reliquias de las mismas y volviendo a ponerlas en sus antiguos emplazamientos (Molina, 1989: 131; véase también Curatola, 1987: 103). Análogamente, en las actas de las visitas de idolatría del siglo XVII se encuentran numerosos casos de huacas cuyos simulacros, a pesar de haber sido quebrados y quemados por los misioneros, habían vuelto a ser objeto de culto por parte de los nativos. Nicholas Griffith, en su estudio (1998) sobre la resistencia religiosa indígena en el Perú colonial, recuerda, por ejemplo, cómo en 1656 el extirpador Bernardo de Noboa hallara que los habitantes del pueblo de Santa Catalina de Pimachi (Cajatambo) habían recuperado y seguían venerando varios malquis y huacas destruidas durante visitas anteriores (Duviols, 2003: 314-317). Pocos años después, el mismo extirpador descubría que en San Gerónimo de Copa los nativos habían colocado nuevamente en su emplazamiento originario y seguían rindiendo culto a los fragmentos del ídolo de piedra de una huaca llamada Rupaitoco, anteriormente derribado por el extirpador Alonso de Osorio, y que hasta los huesos y cenizas de malquis quemados por el misionero habían sido recogidos y devueltos a las cuevas donde tradicionalmente se conservaban y veneraban los cuerpos de los antepasados (Duviols, 2003: 661; Griffith, 1998: 249-251). Por lo demás, en los documentos de extirpación de idolatrías publicados por Pierre Duviols (2003) se encuentran reproducidas varias oraciones quechuas dirigidas a huacas «quemadas y consumidas», las cuales, aun así, continuaban siendo invocadas y consultadas como protectoras de las comunidades y «dueñas» del agua, las acequias, las chacras y los rebaños (Itier, 2003: 783-84, 787-788, 791, 799-801, 804). Al parecer hasta Catequil, a pesar del total arrasamiento de su santuario por parte de Atahualpa, resurgió de sus cenizas. En efecto, en la relación de unos sacerdotes agustinos que visitaron la región de Huamachuco en la década de 1550, se dice que los lugareños lograron recuperar la cabeza y otros pedazos del ídolo del dios, que fueron en un primer momento, colocados en un nuevo adoratorio construido ad hoc y luego trasladados a una cueva ubicada en lo alto de un cerro, a fin que Catequil pudiera seguir recibiendo el debido culto a hurtadillas de los cristianos (Agustinos, 1992: 20).
El segundo motivo que debió inducir a Atahualpa y a Manco Inca a tomar las medidas drásticas que adoptaron contra los oráculos de Catequil y Huarivilca, era de orden contingente y estaba directamente conexo a la naturaleza misma de la organización política y militar del Tahuantinsuyu y de las relaciones entre los Incas y los grupos étnicos provinciales. Como se ha mencionado al inicio de este artículo, el Imperio inca a pesar de sus enormes dimensiones, de su bien organizada estructura administrativa y de sus múltiples conquistas culturales, mantenía ciertos rasgos de las sociedades agrarias sencillas, como la ausencia de escritura alfabética y el hecho que todas las relaciones sociales y políticas, hasta las interinstitucionales e intergrupales, tenían invariablemente un carácter interpersonal (cara a cara). En otras palabras, todo el edificio imperial se regía sobre lazos directos, de reciprocidad y alianza, entre la persona del Sapa Inca y los diferentes jefes étnicos. Estos lazos eran sancionados principalmente a través del intercambio de mujeres, es decir, el establecimiento de alianzas matrimoniales —por eso el Inca tenía miles y miles de esposas (D’Altroy, 2003: 136)— y debían ser constantemente reafirmados y renovados, en particular — como es evidente—, a la muerte del propio gobernante. Al asumir el mando, el nuevo Inca estaba prácticamente obligado a emprender una larga gira por todo el Tahuantinsuyu, para reanudar, mediante el intercambio de mujeres y dones, las relaciones de alianza con cada uno de los señores locales. No cabe duda que este frágil e inestable sistema de alianzas debía ser puesto a dura prueba durante las luchas por el poder y la sucesión entre panacas, que se desataban a la muerte de cada Inca (cf. Ziółkowski, 1997). En efecto, no es difícil imaginar la incertidumbre y el desconcierto de las elites locales durante la violenta guerra entre Huascar y Atahualpa y, peor aún, durante los primeros caóticos tiempos de la invasión europea, cuando las relaciones entre los mismos miembros de la aristocracia inca, y entre estos últimos y los españoles estuvieron marcadas por el faccionalismo, la conflictualidad, la ambigüedad y el oportunismo. Además, el permanente estado de guerra de esos terribles años, con su altísimo costo de vidas humanas (cf. Assadourian, 1994: 35-60), requirió la continua movilización de grandes contingentes de soldados, operación no tan sencilla ni automática en un sistema sociopolítico en el cual no existían ejércitos permanentes. Cada vez que el Inca decidía emprender una campaña militar debía solicitar a los señores de determinados grupos étnicos, que movilizaran y le enviaran una cierta cantidad de guerreros, proporcional a la consistencia demográfica de su pueblo y, en particular, al número de jefes de familia hábiles para el servicio militar (D’Altroy, 2003: 256 y 261-262). Pero, ¿qué pasaba durante las guerras dinásticas, que a menudo se desataban a la muerte de un Inca? Para muchos señores étnicos debía representar un terrible dilema el decidir a quién apoyar entre los contendientes. Aparte unos cuantos señores que pudieran tener fuertes lazos preestablecidos de alianza con determinados individuos o parcialidades de la elite inca o que, de todas maneras, tuvieran algún interés directo en el triunfo de una facción o la otra14, la mayoría de los curacas y mallkus (jefes étnicos) debía estar observando con mucha atención y ansiedad el desarrollo de los eventos, a la espera de signos y noticias que les permitieran ponerse de la parte del vencedor. En esas circunstancias las consultas a los oráculos locales, regionales y panandinos, debían volverse frenéticas. Una elección equivocada de campo podía acarrear las más nefastas consecuencias tanto para los jefes locales, que corrían el riesgo de perder no solo sus cargos y sus privilegios, sino también a sus familias y sus vidas, como para sus respectivos pueblos, quienes se exponían a feroces represalias, incluida la deportación en masa, por parte del vencedor. En este contexto, los oráculos —sobre todo los grandes oráculos meta de peregrinaciones panandinas— con su inmenso prestigio, su poder y su capacidad de prever el desenlace de los acontecimientos, debían jugar un papel fundamental para los fines de la toma de decisiones. En efecto, no hay que olvidar que las predicciones oraculares, sobre todo en campo político y militar, de hecho se basaban antes que nada en un conocimiento cabal de la situación geopolítica general y de las efectivas relaciones de fuerza existentes entre las partes en conflicto; conocimiento alcanzado —como se ha visto— mediante las informaciones que, a través de las confesiones y posiblemente otros canales más informales, brindaban los miles de peregrinos que afluían constantemente a los santuarios desde los más alejados rincones de los Andes.
14 Interesante, al respecto, aun si no sabemos cuán común, es el caso de los señores de Cuismanco (Cajamarca), dos hermanos de nombre Carhuatongo y Carhuarayco. El primero fue partidario de Atahualpa y murió en Cajamarca, durante la captura del Inca por parte de los españoles, mientras que el segundo apoyó a Huascar, siendo posteriormente reconocido por el mismo Pizarro como señor del curacazgo de Cuismanco (Villanueva, 1975: 10; Silva Santisteban, 1982: 312). ¿Ejemplo de rivalidad curacal y faccionalismo étnico o, más bien, una precisa estrategia política de parte de los señores Cuismanco para quedar bien con cualquiera de los dos Incas que resultara ganador y garantizar así la permanencia de su linaje en el poder?
Así, la profecía de un oráculo no podía dejar de tener un fuerte impacto sobre el proceso de toma de decisiones de los señores étnicos todavía no alineados, y con toda probabilidad también de aquellos que ya habían tomado posición a favor de uno o del otro, pero sin mayor convicción y con el único propósito de no perjudicar sus relaciones con el futuro Inca. La «revelación» de quién iba a triunfar debía hacer que, casi automáticamente, muchas etnias se pusieran de lado de éste, influyendo así en forma directa sobre el curso de la guerra. En otras palabras, la profecía misma hacía que lo anunciado se verificara.
Se entiende entonces por qué Huascar, en el momento más álgido de la guerra para la sucesión, antes de hacer un llamamiento a los señores étnicos del sur andino para que movilizaran a su gente, anduvo a la desesperada y afanosa búsqueda de oráculos que le fueran favorables. El poder preciarse frente a sus potenciales aliados y sostenedores de una predicción positiva, era la condición necesaria para obtener una masiva y rápida provisión, de parte de estos, de contingentes de aucacamayoqs (guerreros). Las consultas oraculares debieron representar el primer paso, obligado, de todo proceso de movilización militar Inca.
Y se entiende, también, porqué la respuesta negativa de un oráculo pudo desatar, en análogas circunstancias, la furia iconoclasta de Atahualpa, quien hizo asolar el santuario de Catequil. Más que como un acto de amedrentamiento y venganza hacia una etnia, que a través de la palabra de su dios le había manifestado hostilidad, la destrucción del oráculo por parte de Atahualpa va interpretada antes que nada como un acto volcado a callar, en un momento particularmente crítico del conflicto, la voz de dicha huaca, a fin que su mensaje no fuera repetido a las delegaciones de los grupos étnicos que, desde Cuzco hasta Quito, iban en peregrinación al santuario. La repetición de una predicción tan adversa, como la que recibió Atahualpa, además hecha por una divinidad tan poderosa y temida como Catequil, hubiese podido hasta volcar la suerte de la guerra, haciendo que muchas etnias se le volvieran en contra y pasaran a la parte de Huascar. Esto explica el ensañamiento de Atahualpa para borrar el santuario de la faz de la tierra y la tremenda inversión de tiempo y energías consagradas a esta tarea, en apariencia marginal respecto a las grandes operaciones militares de esos turbulentos días. Sencillamente, Atahualpa no se podía permitir el dejarse a las espaldas, mientras marchaba hacia el Cuzco, un centro oracular que emitiera en continuación mensajes tan adversos. Y dada la creencia andina que a partir de un fragmento una huaca podía recuperar su prestancia y poder, no le quedaba más que intentar, como hizo, borrar al oráculo de la faz de la tierra, de modo que nadie, en ese momento ni después, pudiese oír más su voz.
Epílogo: resurgimiento y fin de los grandes oráculos del Tahuantinsuyu
La destrucción de los oráculos, por lo demás, no era tarea nada menuda. Y los grandes oráculos incas siguieron activos —si no necesariamente en los hechos, por lo menos en el imaginario colectivo andino— también luego de la caída del Tahuantinsuyu y la destrucción de sus santuarios por obra de los españoles. En efecto —como se ha mencionado— unos treinta años después de la toma del Cuzco por los conquistadores, los profetas del movimiento religioso del Taki Onqoy difundieron entre los Soras, los Lucanas, los Chocorvos, los Yauyos y otros grupos étnicos de la cuenca del Pampas, la creencia mesiánica que las principales huacas del antiguo Imperio inca, a pesar de haber sido temporalmente vencidas por el Dios de los cristianos y que sus oratorios habían sido destruidos, estaban de vuelta y se aprestaban a aniquilar a los invasores y a sus divinidades. El clérigo Cristóbal de Albornoz, quien entre 1569 y 1571 condujo en la región de Huamanga una sistemática campaña de extirpación del movimiento en cuestión (Guibovich, 1991), relata que estas huacas «eran las generales que más reverenciaban y adoraban (los andinos), y a quien el ynga avía enriquecido con servicios tierras y ganados», y además especifica que se trataba de las principales de cada provincia, las mismas que un tiempo eran llevadas al Cuzco y «hablabanpor sus meses, cuando hazían sus fiestas los yngas» (Albornoz, 1989: 194). En total unas sesenta-setenta huacas15. Estas, según los profetas del Taki Onqoy, se habían congregado en dos grandes bandos encabezados uno por Pachacamac y el otro por Titicaca, los dos más potentes oráculos de los Andes, los cuales además estaban aliados entre sí16. Definitivamente, una formidable e invencible coalición de huacas que habría de aplastar al Dios de los cristianos y liberar de una vez por todas a los andinos de la dominación española.
En su Instrucción para descubrir todas las guacas del Pirú, escrita hacia 1584, Albornoz lista el nombre de unas cuantas de estas huacas resurgidas, mencionando por primeras —entre las del Cuzco—, a Coricancha y a Huanacauri17. Mientras que en una declaración rendida en 1570 por el notario apostólico Bartolomé Berrocal para certificar la actividad de Albornoz como visitador eclesiástico y extirpador de idolatrías en Huamanga, se encuentran nombradas —junto a
Según la información brindada por el extirpador Cristóbal de Albornoz y confirmada por el notario eclesiástico Bartolomé Berrocal en la Información de servicios de 1570 del mismo Albornoz (Millones, 1990: 64 y 93).
Véase los testimonios de los clérigos Luis de Olivera y Cristóbal Ximénez en la Información de servicios de Albornoz de 1577 (Millones, 1990: 178 y 191), así como la Relación de Cristóbal de Molina (1989: 130).
«Y los nombres de las guacas que predicaban porné aquí algunas dellas… Las primeras que eran de los quechuas de ciertas provincias de donde tomó el ynga la lengua general que mandó supiesen todos, que la suya natural nadie la hablava sino ellos, llamávanse Chuquimoro, Chuquiguaraca, Apollmoca, Sutaya. Del rededor del Cuzco, Coricancha, Guaynacauri, Nina soyuma, Topa amaro, Nina Amaro, Manducalla e otras muchas. Del Collao a Titicaca. De Parinacocha a Sarasara, y de todas las provincias tomaron la más principal» (Albornoz, 1989: 194).
Titicaca, Pachacamac y unas cuantas montañas sagradas— Tiwanaku (Tiahuanaco) y Tambotoco18. En la misma probanza de servicios el propio Albornoz, así como varios de los testigos por él llamados a declarar, citan explícitamente por nombre solo a las huacas de Titicaca y Tiahuanaco (Millones, 1990: 64, 130, 135, 140, 143). Como se ha visto, el santuario de Titicaca era uno de los sitios más sagrados del Tahuantinsuyu, siendo considerado el lugar de donde in illo tempore había emergido y subido al cielo el Sol, así como el lugar de origen de los primeros Incas. Y Tiwanaku —el famoso sitio monumental ubicado a unos veinte kilómetros de la orilla sudeste del lago Titicaca y que en la segunda mitad del I milenio d.C. fue el centro de un floreciente Estado altiplánico cuya religión y estilo artístico se difundieron en gran parte de los Andes centro-meridionales— también era un lugar de suma importancia religiosa para los Incas . Esta «guaca y adoratorio universal», como la definió el padre Cobo (1964, II: 194: lib. XIII, cap. XIX), estaba en efecto inseparablemente relacionada a Titicaca. En la cosmología inca de la época imperial, Tiwanaku representaba el lugar donde habían sido creados tanto el Sol, que luego emergería al kay pacha («este mundo») desde la isla de Titicaca (Molina, 1989: 51-52; Betanzos, 2004: 51-52, cap. I; Cobo, 1964, II: 62-62, lib. XII, cap. III), como los primeros Incas: «Dizen —refiere Guaman Poma (1980, I: 65-66, n. 84)— que ellos binieron de la laguna de Titicaca y de Tiauanaco y que entraron en Tambo Toco y dallí salieron ocho hermanos Yngas». En efecto, los señores del Cuzco se consideraban a sí mismos, o por lo menos les gustaba considerarse, como los herederos directos de la grandeza y del poderío de Tiwanaku y es del todo plausible el hecho, contado por Cieza (1985: 284, cap. CV), que en la edificación de su capital tomaran como modelo el gran centro altiplánico19. Por otro lado Cobo (1964, II: 198, lib. XIII, cap. XIX) afirma que los Incas, cuando conquistaron el Collao, remodelaron y ampliaron uno de los mayores complejos ceremoniales del sitio, el de Pumapuncu (Puma Punku), al costado del cual construyeron unos palacios reales, dotándolo además de numeroso personal e ingentes recursos. Con respecto a Tamputoco, esta era la pacarina misma de los Incas, la gruta, el lugar sagrado de donde estos creían que in illo tempore habían emergido sus ancestros y en cuya proximidad erigieron «un grandioso y real palacio con un templo suntuosísimo» (Cobo, 1964, II: 64, lib. XII, cap. III), posiblemente dedicado al culto oracular de Manco Capac, como parece indicar la configuración de las estructuras principales de sus ruinas, de fina cantería inca, con unas cámaras de acceso restringido y de carácter claramente esotérico asociadas a una plaza ceremonial (Bauer, 1991: 20, 1996: 162-163). Y Huanacauri era la huaca más antigua de los señores del Cuzco, que las veneraban
«…ellos [los profetas del Taki Onqoy] heran mensajeros de las guacas Titicaca y Tiaguanaco, Chimborazo, Pachacamac, Tambotoco, Caruauilca, Caruaraco y otras más de sesenta o setenta guacas» (Millones, 1990: 93) 19 Sobre el rol de Tiwanaku en la ideología inca véase en particular Pärsinnen, 2003: 250-252.
y homenajeaban con sacrificios humanos en todas sus fiestas más importantes, sobre todo en aquellas celebradas en ocasión de los solsticios, al vincularla de modo indisoluble con Inti —el Sol— y los orígenes y la perpetuación de la realeza inca (Ziółkowski, 1997: 69-71). Finalmente, Coricancha era el gran santuario del dios Sol del Cuzco y pantheon de todas las deidades del Tahuantinsuyu, que los Incas consideraban el centro mismo del universo. Dentro de sus muros se guardaban y adoraban en particular diferentes representaciones de Inti —como la sagrada estatua en oro de Punchau, el Sol joven (naciente), en cuyo interior había una masa hecha con las cenizas de las entrañas de los soberanos fallecidos (cf. Duviols, 1976)— y un pequeño menhir en el cual, según la tradición, se había transformado al momento de su muerte Manco Capac, el mítico fundador del Cuzco[11]. No cabe duda, pues, que las principales huacas del Taki Onqoy estaban estrechamente relacionadas a los Incas, a sus orígenes, a la dinastía imperial y al culto estatal del Sol.
Hasta Pachacamac, el gran dios-oráculo de la costa, era una huaca inca, o mejor dicho incaicizada, por lo demás muy cercana al dios Sol. Guaman Poma —que con toda probabilidad fue uno de los asistentes o intérpretes de Cristóbal de Albornoz en la campaña de represión del Taki Onqoy— en el capítulo de la Nueva Corónica dedicado a las «divinidades del Inca» (1980, I: 239: n. 265) menciona a Huanacauri, Tamputoco, Titicaca y Pachacamac, como las huacas a las cuales los Incas solían rendir culto en el Cuzco con grandes ceremonias, ricas ofrendas y sacrificios humanos, durante el Capac Inti Raymi, la gran «fiesta del Señor Sol» del mes de diciembre, dedicada a celebrar al astro rey en su apogeo (solsticio de verano) y la figura sagrada del Inca, su hijo, así como el paso de los jóvenes cuzqueños a la edad adulta. La evocación de Pachacamac en dicho contexto no debe extrañar ya que los Incas llegaron a considerar a esta deidad nada menos que como hermana del Sol. El cronista Hernando de Santillán relata una tradición cuzqueña según la cual Tupa Yupanqui, cuando todavía estaba en el vientre materno, recibió la revelación de la existencia en el lejano valle costeño de Ichsma de una divinidad todopoderosa. Así, cuando devino adulto y se convirtió en Sapa Inca, quiso ir en devota peregrinación a dicho valle donde esperó pacientemente, orando y ayunando, a que Pachacamac se le manifestara. Finalmente, a los cuarenta días, el dios le habló desde una piedra y le reveló que mientras que el Sol, que era su hermano, «daba ser (vida) a lo de arriba», esto es, al mundo de la sierra y del altiplano, él «daba ser a todas las cosas de acá abajo», o sea, al mundo de la costa. Además, viendo la profunda devoción que el Inca le manifestaba con copiosas ofertas y sacrificios, lo instó a que erigiera en ese mismo lugar un gran santuario en su honor y tres otros templos para otros tantos «hijos» suyos en el valle de Mala, en Chincha y en Andahuaylas. Por su parte, en signo de benevolencia, Pachacamac entregó a Tupa Yupanqui una imagen portátil de un cuarto «hijo» suyo, para que la llevara siempre consigo y la pudiera consultar todas las veces que fuera necesario. El Inca construyó los templos y desde ese momento devino un ferviente difusor del culto de Pachacamac (Santillán, 1968: 111, n. 28). Esta narración mítica, en la cual se llega a desconocer la existencia de un centro ceremonial en el valle de Ichsma anterior a la incorporación de este al Tahuantinsuyu, es una clara expresión de la ideología imperialista y de la visión cuzcocéntrica de la historia que tenían los Incas, pero, precisamente en cuanto tal, patentiza la extraordinaria importancia que estos últimos atribuían a Pachacamac, puesto sin más al mismo nivel que el dios Sol, «su hermano», en la que pudo quizás configurarse como una verdadera diarquía cosmogónica y cosmológica (cf. Julien, 2002: 73-78). Y al parecer los Incas difundieron el culto a Pachacamac hasta entre las poblaciones del altiplano, si es cierto —como cuenta el cronista Pedro Gutiérrez de Santa Clara (1963, III: 232, lib. III, cap. LVI)— que los señores del Collao ofrecían anualmente a éste y al Sol seres humanos, en solemne rito expiatorio instituido por Viracocha, el octavo soberano de la dinastía inca. Por su parte Garcilaso de la Vega, que era hijo de una princesa cuzqueña, Isabel Chimpu Ocllo, nieta de Tupa Yupanqui —el Inca que en la década de 1470 anexó la costa central peruana al Imperio y concedió particulares privilegios al gran oráculo del valle de Ichsma (cf. Brundage, 1974: 204)— bien expresa cuánto el culto al dios Pachacamac hubiese cundido entre los Incas al afirmar que estos lo habían estado adorando «interiormente por sumo dios» todavía mucho antes de conocer el valle donde moraba: «No le hacían templosniofrecían sacrificios —escribe el cronista— por no haberle visto ni conocerle ni saber qué cosa fuese, pero que interiormente en su corazón le acataban y tenían en suma veneración, tanto que no osaban tomar su nombre en la boca sino con grandísima adoración y humildad» (Garcilaso, 1991, I: 393, lib. VI, cap. XXX). Las evidencias arqueológicas confirman plenamente la importancia que el oráculo de Pachacamac tuvo para los señores del Cuzco. En efecto, estos llevaron a cabo en su santuario —exactamente como habían hecho unos pocos años antes con el de Titicaca— un ambicioso plan de construcciones, volcado a incaicizarlo: edificaron un suntuoso templo del Sol, llamado Punchau Cancha; un acllahuasi o «casa de las mujeres elegidas»; una enorme plaza con ushnu (plataforma ceremonial), modernamente denominada Plaza de los Peregrinos, donde la masa de los devotos se congregaba y asistía a las ceremonias; el complejo residencialadministrativo de Tauri Chumpi, en el cual debió instalarse el gobernador inca y su séquito; una gran muralla y varias otras estructuras monumentales. De este modo los Incas transformaron un antiguo centro ceremonial andino, que ahondaba sus lejanos orígenes en el I milenio antes de Cristo y había alcanzado prestigio interregional entre los siglos VII y X de nuestra era, en un grandioso santuario de nivel panandino bajo su estricto control (Shimada, 2004). Y desde ese momento Pachacamac fue para los Incas —por lo demás según una concepción dualista típicamente andina— como una especie de alter-ego de Titicaca en las tierras bajas (yungas). Unos setenta años después de la invasión europea, los habitantes de Huarochirí, en las cabeceras del río Lurín, recordaban todavía con mucha claridad cómo Titicaca y Pachacamac hubiesen representado un binomio fundamental del pantheon religioso tahauntinsuyano; un dúo de huacas, básicamente de la misma esencia y con el mismo poder supremo, que presidían en forma complementaria las dos partes del mundo (las tierras altas y las tierras bajas) y todo el universo religioso de los Incas:
«Se dice que cuando los ingas estaban en las tierras altas, celebraban el culto al sol al que adoraban en [su santuario de] Titicaca diciendo: ‹Es éste quien nos ha animado a nosotros los ingas›. Cuando estaban en las tierras bajas, adoraban a Pachacamac diciendo: ‹Es éste quien nos ha animado a nosotros los ingas›. Sólo a estos dos huacas adoraban por encima de todos las demás enriqueciéndolos y embelleciéndolos [con sus ofrendas] de plata y oro; disponían a varios centenares de hombres [para servirles] como yanas y colocaban las llamas [dedicadas a su culto] en la tierras de todas las comunidades… He aquí lo que pensamos: los ingas creían que los límites de la tierra se encontraban en Titicaca y, por la parte del mar, en [las tierras de] los pachacamac; más allá no había otras tierras; ya no había nada. Era quizá a causa de esta creencia que adoraban a estos dos huacas más que a todos los demás y levantaron [una imagen del] sol en las proximidades de Pachacamac de abajo» (Taylor, 1987: 329-331, cap. 22).
Como se ve, todas las principales huacas, cuyo regreso era anunciado por los profetas del Taki Onqoy —Pachacamac incluida—, resultan haber estado de un modo u otro directamente relacionadas al culto estatal inca del dios Sol y a la dinastía de los Incas21. No debe sorprender entonces que en la década de 1560, cuando aún existía un pequeño Estado inca autónomo en Vilcabamba —región por lo demás en línea de área bastante cercana a los territorios de los Soras y los Lucanas y geográficamente en parte perteneciente a la misma macro-cuenca fluvial, la del Pampas-Apurímac— se propagara la voz del resurgimiento precisamente de Titicaca y Pachacamac liderando a las demás grandes huacas del Tahuantinsuyu. Las principales fuentes documentales sobre el Taqui Onqoy son además muy claras al respecto e insisten en la existencia de una conexión entre el movimiento y los Incas de Vilcabamba: Albornoz es
Esta conclusión contrasta con la posición de importantes estudiosos del Taki Onqoy como Luis Millones (1984: 14) y Rafael Varón (1990: 353-354), los cuales han puesto en tela de juicio la posible vinculación del movimiento con los Incas de Vilcabamba precisamente sobre la base de la aparente ausencia en su aparato ideológico de referencias al culto al Sol y de toda glorificación de la figura del Inca.
tajante en denunciar a estos últimos como responsables de la difusión del «Mal del Baile»22 y Molina considera al movimiento como una «invención» de los sacerdotes incas refugiados en Vilcabamba23. Además ambos cronistas, así como varios testigos de las «informaciones de servicios» de Albornoz, refieren que los profetas del Taqui Onqoy hacían seguidamente referencia «al tiempo del Inca»24. A estos testimonios hay que añadir el hecho —que no creemos sea una mera coincidencia— que el movimiento, en cuanto tal, prácticamente cesó de existir al mismo tiempo que el así llamado Estado neo-inca de Vilcabamba, aniquilado por los españoles en 1572.
Sin embargo, a pesar de la perfecta correspondencia existente entre los nombres de las más importantes divinidades oraculares veneradas por los Incas al tiempo del Tahuantinsuyu y las principales huacas del Taki Onqoy, en los hechos entre la acción (y la naturaleza) de las unas y la de las otras hubo una diferencia sustancial, que fue puntualmente notada por los mismos testigos oculares del movimiento. Las huacas resurgidas —reparaba Luis de Olivera, el religioso que por primero señaló la difusión del culto entre los nativos— «ya no se incorporaban en piedras, ni en árboles ni en fuentes, como en tiempo del ynga, sino que se metían en los cuerpos de los yndios y los hazían hablar»25. Las grandes huacas, enmudecidas al momento de la conquista, habían retomado a hablar a la gente, pero ya no desde sus antiguos santuarios y por boca de los sacerdotes consagrados a su culto, sino a través de cualquier individuo involucrado en los rituales orgiásticos del Taki Onqoy. La posesión incontrolada y espontánea de los fervorosos seguidores del «Mal del Baile» había sustituido al trance inspirado, al arrebatamiento místico y a las visiones de los experimentados sacerdotes de la Iglesia inca. Y para hablar con las deidades, la gente ya no debía —ni estaba en condiciones— de realizar largas romerías a lejanos y esplendorosos adoratorios, lugares de encuentro y centros de comunicación de nivel interregional, sino más bien ahora eran las huacas las que alcanzaban a los individuos en sus rústicas viviendas. Por lo menos
«Esto yngas [de Vilcabamba] siempre desearon bolver a recuperar estos reinos por los medios posibles, y lo han intentado y, no hallando otro de más comodidad que su religión y resucitas su predicación, procuraron indios ladinos criados entre nosostros y los metieron allá dentro con dádivas y promesas. E a estos los derramaron por todas la provincias el Pirú, con un modo y predicación rogando y exsortando todos los que eran fieles a su señor que creyesen que las guacas bolvían… Y como estos maestros pretendían concluir su hecho, y saviendo la fuerza que entre los naturales tienen los hechiceros camayos de guacas y las suyas naturales, para que no oviese otros que mandasen ni predicasen otra religión que la del ynga, porque muchos en sus provincias avían olvidado las celebraciones de las guacas del ynga…» (Albornoz, 1989: 193-194).
«No se pudo averiguar de quien uviese salido este negocio, más de que se sospechó y trató que fue ynventado de lo hechiceros que en Uiscabamba tenían los Yngas que allí estavan alçados…» (Molina, 1989:130).
Véase Molina, 1989: 130-131; Albornoz 1989: 196; y los testimonios, de 1570, de Baltasar de Hontiveros, Pedro Contreras y Gerónimo Martín (Millones, 1990: 75, 88, 130), entre otros.
Testimonio (1577) de Luis de Olivera, vicario de la provincia de Parinacochas (Millones, 1990: 177). Véase también la declaración de Cristóbal Ximénez, cura de la parroquia de Nuestra Señora de Belén, en el Cuzco (ibid.: 191), y la crónica de Cristóbal de Molina (1989: 130-131).
potencialmente, todos podían ser o volverse «oráculos». El poder carismático había reemplazado al saber sagrado de un grupo selecto de especialistas plenamente orgánico respecto al poder político, cuya tarea principal había sido la consolidación y la reproducción del sistema social vigente. Con los nuevos «oráculos», es decir los «hombres-huaca» del Taki Onqoy, lo que parece imperar es el espíritu de communitas, propio de pequeños grupos locales escasamente jerarquizados y en fase crítica de reacomodo socio-político. Ni podía ser de modo diferente. El antiguo orden socio-político andino que había posibilitado, necesitado y sustentado la existencia de grandiosos santuarios oraculares, como los de Titicaca y de Pachacamac, era irremediablemente venido a menos. No existía más el viejo cuerpo sacerdotal, altamente organizado, jerárquico y especializado, que los cuidara y los mantuviera activos (cf. Gareis, 1987, 1991); ni había más acllas, mamacunas ni yanas dedicados a su servicio. De hecho, el pequeño Estado de Vilcabamba no era ni la sombra del avasallador «Imperio de las cuatro partes del mundo», que solo unos cuantos años atrás había ejercido su dominio sobre la entera región andina, desde el sur de Colombia hasta Chile central. El eficiente sistema administrativo de los Incas ya no existía y toda la inmensa infraestructura estatal por ellos creada —los centros provinciales, la red de caminos, las estaciones de paso (tampu)— se estaba cayendo a pedazos; así como los mayores templos autóctonos, sistemáticamente saqueados y quemados por conquistadores y misioneros, mientras sus antiguos sacerdotes estaban dispersos, perseguidos o muertos. Tampoco existían más los reinos y señoríos étnicos que en los centros oraculares habían tenido importantes puntos de referencia, de orientación y de negociación, ya sea en sus relaciones recíprocas como con el Estado inca. En el nuevo orden colonial, que se estaba inexorablemente afirmando, los otrora poderosos e influyentes santuarios oraculares —instituciones fundamentales del mundo inca— no tenían más modo ni razón de existir. Definitivamente, el tiempo de los grandes oráculos andinos se había acabado.
Consideraciones finales
Los diferentes hechos documentales y los elementos de juicio alegados confirman lo planteado al inicio de este ensayo, esto es, que los oráculos representaron en el mundo Inca un verdadero «hecho social total»: una institución proteiforme y polivalente que regulaba y sustentaba gran parte de la vida sociopolítica andina, desempeñando, entre otras, las funciones que en las antiguas sociedades complejas del Viejo Mundo provistas de escritura alfabética tuvieron los textos sagrados y los códigos legales. En efecto —como se ha visto—, los oráculos constituyeron un poderoso e imprescindible instrumento de habilitación al ejercicio del poder, de legitimación de los mandados de las autoridades y de normatividad. Es a través de los oráculos que se formulaban, emanaban y divulgaban muchas de las normas que sustentaban el ordo rerum. Y, en particular, objetivizando e impersonalizando dichas normas, presentadas como expresión de una voluntad extrahumana y superior, los oráculos aseguraban el respeto y el acato general de las mismas. Además, la palabra de los dioses brindaba la posibilidad de adecuar continua y rápidamente las reglas de conducta tradicionales a las diferentes coyunturas que se iban presentando.
Pero las funciones de los oráculos, por lo menos en la protohistoria andina (Horizonte Tardío), fueron todavía más amplias. Por ser lugares de culto y meta de peregrinaciones, donde se congregaba gente de todas partes, que a través del ritual de la confesión tenía que contar a los sacerdotes lo que había pasado y estaba pasando en su comunidad o en su grupo, los santuarios oraculares representaron formidables centros de acopio y procesamiento de información, hecho que evidentemente debía conllevar un alto grado de acierto en las predicciones, sobre todo en los de índole política, elevando el nivel de confiabilidad en los mismos. Y a su vez esta confiabilidad, condicionando e influenciando los procesos de toma de decisiones de los individuos y de los grupos y por consiguiente sus acciones, acrecentaba en forma exponencial la posibilidad que lo predecido se verificara. Así, cuanto más y a cuanta más gente un oráculo repetía un determinado vaticinio, tanto más era probable que el hecho o la situación anunciada llegara a acontecer.
En esta óptica, todavía antes que un canal a través del cual los grupos étnicos subalternos podían expresar en forma institucionalizada y solapada sus aspiraciones y reivindicaciones a fin que el Sapa Inca pudiera escuchar la «voz del pueblo», como planteado por Gose, es probable que el gran ritual oracular inca de la Capacocha descrito por Cieza —y del cual nos hemos ocupado al inicio de este ensayo—, haya representado fundamentalmente un poderoso instrumento de presión de los gobernantes del Cuzco sobre las elites provinciales, a fin que los sacerdotes de estas últimas formularan coram populo predicciones a ellos favorables: vaticinios que, luego, las mismas elites debían hacer todo lo posible para que resultaran acertados, esto es, que se realizaran, pena el desprestigio frente a los demás jefes étnicos del Tahuantinsuyu, sin contar la pérdida de privilegios y recursos. En este contexto, las predicciones oraculares terminaban representando un verdadero compromiso por parte de las elites locales a operar en forma orgánica y en sintonía con la política imperial inca. Además, es evidente que la orientación y la acción política de cada grupo étnico, así como las predicciones de sus respectivas huacas, no podían dejar de resultar fuertemente condicionadas por las respuestas brindadas por las huacas de los demás pueblos en el transcurso de la misma ceremonia. Y este hecho, es decir, que cada pronóstico fuera de un modo u otro influenciado por el conjunto de las profecías formuladas con anterioridad, debía llevar a un cierto alineamiento de las expectativas, proyecciones, previsiones y posiciones de los señores étnicos, con referencia a los asuntos de carácter estatal y de interés general.
Sin embargo, a pesar del fuerte «condicionamiento ambiental», es evidente que cada predicción debió en última instancia ser producto de una sorda —o a lo mejor ni siquiera tan sorda y solapada— negociación entre la elite cuzqueña, con sus pretensiones hegemónicas y sus necesidades imperiales, y los jefes étnicos, con sus exigencias de autonomía y de una relación lo menos asimétrica posible con el Estado inca. Este proceso negociador bien explica porqué los sacerdotes a menudo tomaban tiempo haciendo repetidos sacrificios a sus dioses, antes de llegar a formular una respuesta. Definitivamente, en un sistema político como el del Tahuantinsuyu, que no consistía en un Estado monolítico poderosamente centralizado, sino más bien en una inmensa y delicada telaraña de relaciones personales tejida por el Inca, cuyos delgados y flexibles hilos debían ser constantemente reforzados o renovados, ceremonias oraculares como la de la Capacocha se configuraban como apoteósicas performances, donde del coro —dirigido por el Inca— de las preguntas y las respuestas expresadas en un contexto altamente dramatizado, terminaba saliendo una especie de plan estratégico anual que comprometía para su realización a todas las partes involucradas.
De todas maneras, sean cuales fueran exactamente las interacciones entre los señores del Cuzco y las elites locales, así como entre los mismos sacerdotes que unos tras otros iban formulando las predicciones, éstas últimas, al desencadenar un proceso de realización y cumplimiento de sí mismas, terminaban ejerciendo una poderosa acción coercitiva sobre la realidad. Así los ritos oraculares Inca, y en particular el de la Capacocha, representaron antes que nada grandiosas performances que prefiguraban y «preformaban» la acción social y política de los grupos, asegurando cohesión y coherencia interna al más grande Estado segmentario y sin códigos escritos de la historia humana, cual fue el Tahuantinsuyu.
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Especialistas de notación y registro mediante cordeles anudados (quipus). ↑
«Hermano divino». Sobre el significado de huauqui, véase Ziólkowski, 1997; en particular a las páginas 126-140. ↑
Sobre la figura del Inca como rey divino véase Cerulli, 1979: 153-162; Graulich, 1991; Duviols, 1997b; Masuda, 2002; Ramírez, 2005: 59-112. ↑
Típicos ejemplos de estas transliteraciones son textos como «La visita de Urcos» de 1572, publicada por María Rostworowski (1990), y la «Memoria de las provincias que conquistó Topa Inga Yupangui» publicado por John Rowe (1985; véase también Pärsinnen y Kiviharju, 2004: 83-99). Para diferentes hipótesis sobre la naturaleza y la función de los quipus véase MacKey et al., 1990; Salomon, 2001; Quilter y Urton, 2002; Urton, 2003; y sobre la antigüedad de los mismos, Conklin, 1982; Shady, Narváez y López, 2000: 13-15. ↑
La hipótesis planteada por Tom Zuidema (1974-1976: 228) y desarrollada por Arthur Demarest (1981), que Viracocha personificara al Sol maduro de diciembre, parece en efecto justificada. En las diferentes versiones recogidas por los cronistas del mito de la visión que Pachacuti tuvo antes de la batalla decisiva contra los Chancas, por ejemplo, se dice en unas que se le apareció el Sol (Sarmiento, 2001: 87, cap. XXVII; Molina, 1989: 60) y en otras el dios Viracocha (Betanzos, 2004: 73, parte I, cap. VIII) en forma indistinta. Así mismo, Sarmiento de Gamboa (2001: 141, cap. LIX) y Martín de Murúa (1987: 110, cap. XXX) mencionan que los Incas veneraban en la isla de Titicaca a la huaca de «Ticci Viracocha» y «el Hacedor», respectivamente, mientras que los demás cronistas concuerdan en relatar que allí se adoraba una roca donde, según la tradición, había salido por primera vez el Sol. La «intercambiabilidad» o equivalencia de las susodichas divinidades en varios relatos míticos fue, por lo demás, notada ya en el siglo XVI por Juan de Betanzos (1551), quien al no entender los conceptos más hondos y complejos del sistema de creencias religiosas inca, acotó perplejo, no sin un cierto menosprecio, que «… aunque ellos tienen que hay uno que es Hacedor, a quien ellos llaman Viracocha Pachayachachic, que dice Hacedor del mundo, y ellos tienen que éste hizo el sol y todo lo que es criado en el cielo e tierra, como ya habéis oído, careciendo de letras e siendo ciegos del entendimiento e en el saber casi mudos, varían en esto en todo y por todo, porque unas veces tienen al sol por Hacedor y otras veces dicen que el Viracocha» (Betanzos, 2004: 87, parte I, cap. XI). ↑
En los documentos de extirpación de idolatrías del siglo XVII se encuentran numerosas descripciones de cómo las huacas se comunicaban con sus sacerdotes. Hernando Acaspoma, un gran «hechicero» de San Pedro de Hacas (en el valle medio del Pativilca), interrogado en 1657 por el visitador Bernardo de Noboa , así describía el modo en que los malquis le «hablaban» mientras estaba en estado de trance: «abiendole echo estos sachrificios delante de dicho malqui … se quedaba este testigo en stasis pribado de sus sentidos y oiya ynteriormente que le ablaba el dicho malqui y le desia si abia de ser buen año de comidas o no y si abia de aber peste o emfermedades y susedia de la manera que alli en aquel stasis abia oido se lo desian y si la repuesta era buena baja al pueblo y lo decía a todo el comun… al qual ydolo abiendole echo los sachrificios lo abrasaba y quedaba en otro stasis y desia que el camaquen del ydolo Guamancama Ratacurca que el alma de dicho malqui bajaba a su corason y le desia lo que se abia de haser en aquel negosio que le consultaban y de la mesma manera que le daba la repuesta bajaba este testigo al pueblo y les desia a todos los yndios prinsipales y demas comun lo que le abia dicho su apo y yayanchi y asi lo executaban como el lo desia» (Duviols, 2003: 332-333; cf. Griffith, ↑
Véase Polo de Ondegardo, 1999: 87-88, cap. V; Agustinos, 1992: 36, f. 13v; Santillán, 1968: 113, n. 31; Molina, 1989: 65-66; Álvarez, 1998: 100-102, nn. 176-180; Anónimo, 1992: 72-77; Acosta, 1954: 168-170, lib. V, cap. XXV; Murúa, 2004: 200-202, cap. 61; Arriaga, 1999: 42 y 57-58, capp. III y V; Ramos Gavilán, 1988: 87. lib. I, cap. XII; Villagómez, 1919: 158-159, cap. XLIV; Cobo, 1964, II: 206-207, lib. XIII, cap. XXIV; cf. Rowe, 1946: 304-305; Karsten, 1979: 220-235; Valcárcel, 1964: 267-270; Gareis, 1987: 70-71 y 319 ss. ↑
El reciente hallazgo de restos humanos en la zona arqueológica de Marcavalle, ubicado en el centro de la ciudad del Cusco, sería el más importante desde el 2013, cuando comenzó el proyecto de excavación que ejecuta la Dirección Desconcentrada de Cultura de Cusco.
La arqueóloga Luz Marina Monrroy Quiñonez, directora de la investigación, manifestó a la agencia Andina que bajo unos 40 centímetros de tierra permanecía enterrado por 3,000 años un personaje importante por las evidencias arqueológicas halladas en Cusco.
En el terreno que ahora es parte del Centro Juvenil de Diagnóstico y Rehabilitación de Cusco, cercana a la vía más transitada y principal de la ciudad, se encontró el contexto funerario de un joven de 19 años aproximadamente en posición arqueada.
La especialista especificó que el cráneo tiene modificaciones y está asociado a una lámina o abalorio de oro en un 90 %, plata 9 % y bronce en 1% y, “sería un personaje importante de una de las culturas preinca”, como lo fue Macavalle en el valle de Cusco.
Muy cerca se encontró el entierro de un camélido sudamericano, que sería la más antigua en esta región, en forma de ofrenda al personaje, al estar en un pozo circular con elementos líticos, parte de una configuración que cada vez se deja descubrir más.
“Es el hallazgo más importante que tenemos ahora, podríamos pensar (que es el Señor de Marcavalle), hasta donde se ha visto tiene en el cráneo una deformación para la época y el estar asociado a esta placa (lámina) de metal, que es un abalorio, serían datos”, explicó.
Otro joven
También se encontró, unos metros más allá, el contexto funerario completo de un joven un poco mayor que el otro, en posición extendida lateral. En esta unidad de excavación o área se hallaron asociados diferentes materiales culturales, hasta piezas de obsidiana o vidrio volcánico (puntas de proyectil).
Monrroy Quiñonez explicó que se descubrieron evidencias de un taller lítico, con artefactos de piedra y molienda, segmentos de arquitectura compuestos por recintos, muros de piedra y restos de una plataforma elevada, propias de la época.
A los valiosos hallazgos se suman fragmentos de cerámica decorada, pintada, con incisiones de rostros humanos, aplicaciones en asas de vasijas, instrumentos de hueso, restos carbonizados de productos agrícolas, morteros de piedra y piezas metálicas de uso doméstico.
El proyecto de investigación arqueológica de Marcavalle fue programado hasta fines de este año como parte del convenio de cooperación entre la Dirección Desconcentrada de Cultura y la Corte Superior de Justicia de Cusco, para recuperar el patrimonio cultural de esa zona.
Esta labor se desarrolla desde el 2013 en un área de 28,000 metros cuadrados y hasta el momento se exploró solo un 3 %, en el primer año se encontraron tres contextos funerarios, pero el reciente hallazgo sería el más importante. Los bienes hallados pasarán al Departamento de Antropología Física para los análisis.
La primera información:
Especialistas de la Dirección Desconcentrada de Cultura de Cusco descubrieron dos entierros humanos de hace tres mil años en la Zona Arqueológica de Marcavalle, durante trabajos de investigación en el lugar.
La arqueóloga Luz Marina Monrroy, jefa de la investigación, aseguró que el primer entierro corresponde a una persona menor de 20 años, quien fue rodeada por una estructura de piedras y cuya osamenta se halló flexionada y con modificaciones cefálicas.
El segundo entierro -detalló la investigadora- muestra la osamenta completa de una persona joven, hallada en posición extendida lateral. El cuerpo estaba ubicado a pocos metros del primer entierro.
“Estos hallazgos corresponden a la Época Formativa, es decir, aproximadamente mil años antes de Cristo, lo cual confirma que Marcavalle contiene los primeros enterramientos humanos registrados en el valle del Cusco, siendo su primer asentamiento” refirió Monrroy Quiñones.
En la zona, los investigadores también hallaron el entierro de un camélido sudamericano, que se trataría de una ofrenda en pozo circular, la más antigua hallada en el Cusco.
Asimismo, evidencias de lo que sería un taller lítico, caracterizado por artefactos de piedra y molienda en proceso de trabajo, segmentos de arquitectura compuestos por recintos, muros de piedra y restos de una plataforma elevada, que provienen de la misma época.
En las unidades de excavación, también se evidenciaron fragmentos de cerámica decorada, pintada y con incisiones que muestran rostros humanos, aplicaciones en asas de vasijas, instrumentos de hueso, restos carbonizados de productos agrícolas, morteros de piedra y piezas metálicas de uso doméstico.
Chan Chan sorprende al mundo con nuevos descubrimientos. Se trata de una decoración mural excepcional y 20 hornacinas con ídolos de madera de distintas dimensiones fijados en el piso.
Las figuras de madera representan a un ser antropomorfo con diferentes rostros y constituye la evidencia más antigua de ídolos encontradas en la ciudadela prehispánica, según la Dirección Desconcentrada de Cultura de La Libertad (DDCLL).
Estos hallazgos en Chan Chan se han logrado como consecuencia de un arduo trabajo de excavación y conservación que serán detallados por la titular del sector.
«Una inversión sostenida del erario nacional hace posible que tengamos hallazgos que nos permiten tener una lectura en conjunto (sobre la cultura Chimú)», manifestó en su alocución la ministra Patricia Balbuena.
Veinte ídolos tallados en madera –uno de ellos en muy mal estado– y cinco murales con el mismo discurso iconográfico fueron hallados en el conjunto amurallado Utzh An, antes Gran Chimú, en el Complejo Arqueológico Chan Chan, capital de la cultura Chimú, en Trujillo, región La Libertad.
Las esculturas, cada una de 70 centímetros de altura, aproximadamente, y unos 800 años de antigüedad, habrían cumplido la función de guardianes y fueron encontradas en 20 nichos alargados ubicados en el ingreso del mencionado conjunto amurallado, al norte de Chan Chan.
“Suponemos que son guardianes”, indicó a El Comercio el responsable del proyecto ‘Restauración de los muros perimetrales del conjunto amurallado Utzh An’, Henry Gayoso Rullier.
El arqueólogo precisó que cada escultura presenta una máscara posiblemente hecha de arcilla y huesos o conchas trituradas color beige, están en pie y portan un cetro en una mano y un objeto circular que podría ser un escudo. “Podrían pertenecer a la etapa media de Chan Chan, entre los años 1.100 y 1.300 d.c., y estaríamos hablando de las esculturas más antiguas que se conocen en este sitio”, añadió.
Por su parte, la arqueóloga Alejandra Rengifo Chunga sostuvo también que “son figuras antropomorfas”. “El cetro, que llevan en una mano, les da rango, estatus; mientras que el posible escudo que portan en la otra mano significaría defensa, protección”, dijo.
Tanto las estatuillas como los murales fueron hallados en julio, tapados con tierra y pedazos de adobe; pero recién fueron presentados por el Ministerio de Cultura este lunes. La ministra del sector, Patricia Balbuena, dijo que se trata de un hallazgo excepcional “que permite mostrar lo magnífico que era el trabajo de los chimú”.
Con respecto a los murales, la directora de la Dirección Desconcentrada de Cultura de La Libertad (DDC-LL) y del Proyecto Especial Complejo Arqueológico Chan Chan, María Elena Córdova Burga, destacó que “es la primera vez que se registra en Chan Chan un corredor de ingreso a un patio ceremonial completamente decorado con relieves en barro”.
“El área decorada tiene 33,13 metros y se trata de un hallazgo extraordinario, tanto por su antigüedad como por la calidad estética de la decoración mural”, manifestó.
Gayoso agregó que los murales presentan escaques [redes para pesca], volutas [olas], rastros de lo que podría ser una chacana y representaciones del animal lunar. “Hallazgos como estos nos amplían el conocimiento de la arquitectura Chimú y en particular de su arquitectura monumental”, refirió a este Diario.
Tanto las estatuillas como los murales fueron hallados en julio, tapados con tierra y pedazos de adobe; pero recién fueron presentados por el Ministerio de Cultura este lunes. La ministra del sector, Patricia Balbuena, dijo que se trata de un hallazgo excepcional “que permite mostrar lo magnífico que era el trabajo de los chimú”.
Con respecto a los murales, la directora de la Dirección Desconcentrada de Cultura de La Libertad (DDC-LL) y del Proyecto Especial Complejo Arqueológico Chan Chan, María Elena Córdova Burga, destacó que “es la primera vez que se registra en Chan Chan un corredor de ingreso a un patio ceremonial completamente decorado con relieves en barro”.
“El área decorada tiene 33,13 metros y se trata de un hallazgo extraordinario, tanto por su antigüedad como por la calidad estética de la decoración mural”, manifestó.
Gayoso agregó que los murales presentan escaques [redes para pesca], volutas [olas], rastros de lo que podría ser una chacana y representaciones del animal lunar. “Hallazgos como estos nos amplían el conocimiento de la arquitectura Chimú y en particular de su arquitectura monumental”.
Tanto las estatuillas como los murales fueron hallados en julio, tapados con tierra y pedazos de adobe; pero recién fueron presentados por el Ministerio de Cultura este lunes. La ministra del sector, Patricia Balbuena, dijo que se trata de un hallazgo excepcional “que permite mostrar lo magnífico que era el trabajo de los chimú”.
Con respecto a los murales, la directora de la Dirección Desconcentrada de Cultura de La Libertad (DDC-LL) y del Proyecto Especial Complejo Arqueológico Chan Chan, María Elena Córdova Burga, destacó que “es la primera vez que se registra en Chan Chan un corredor de ingreso a un patio ceremonial completamente decorado con relieves en barro”.
“El área decorada tiene 33,13 metros y se trata de un hallazgo extraordinario, tanto por su antigüedad como por la calidad estética de la decoración mural”, manifestó.
Gayoso agregó que los murales presentan escaques [redes para pesca], volutas [olas], rastros de lo que podría ser una chacana y representaciones del animal lunar. “Hallazgos como estos nos amplían el conocimiento de la arquitectura Chimú y en particular de su arquitectura monumental”, refirió a este Diario.
Tanto las estatuillas como los murales fueron hallados en julio, tapados con tierra y pedazos de adobe; pero recién fueron presentados por el Ministerio de Cultura este lunes. La ministra del sector, Patricia Balbuena, dijo que se trata de un hallazgo excepcional “que permite mostrar lo magnífico que era el trabajo de los chimú”.
Con respecto a los murales, la directora de la Dirección Desconcentrada de Cultura de La Libertad (DDC-LL) y del Proyecto Especial Complejo Arqueológico Chan Chan, María Elena Córdova Burga, destacó que “es la primera vez que se registra en Chan Chan un corredor de ingreso a un patio ceremonial completamente decorado con relieves en barro”.
“El área decorada tiene 33,13 metros y se trata de un hallazgo extraordinario, tanto por su antigüedad como por la calidad estética de la decoración mural”, manifestó.
Gayoso agregó que los murales presentan escaques [redes para pesca], volutas [olas], rastros de lo que podría ser una chacana y representaciones del animal lunar. “Hallazgos como estos nos amplían el conocimiento de la arquitectura Chimú y en particular de su arquitectura monumental”, refirió a este Diario.
El descubrimiento del corredor con murales de unos 700 años de antigüedad
Un corredor con murales en alto relieve fue descubierto en el Complejo Arqueológico Chan Chan, capital de la cultura Chimú, en el distrito trujillano de Huanchaco, región La Libertad.
El corredor está en Utzh An –antes Gran Chimú–, uno de los diez conjuntos amurallados que posee Chan Chan en sus más de 14 kilómetros cuadrados de extensión, a unos cinco kilómetros del Centro Histórico de Trujillo. Tiene una antigüedad de unos 700 años y los murales presentan decoraciones con motivos marinos.
Además, predominan escaques (cuadrados como de un tablero de ajedrez) y olas; y en la zona de acceso al corredor se registran representaciones del “animal lunar”, un símbolo mítico de las diferentes culturas prehispánicas de la costa y sierra norte del Perú, indicó Henry Gayoso Rullier, arqueólogo responsable del proyecto de restauración de los muros perimetrales del conjunto amurallado Utzh An.
“Los escaques podrían estar representando redes de pesca”, añadió Gayoso. El arqueólogo dijo que el corredor fue hallado hace dos semanas aproximadamente. “Tiene más o menos seis metros de ancho y una extensión de 50 metros. Aún hemos excavado la mitad del corredor (25 metros) y nos faltan bajar 1.5 metros para llegar al piso”, añadió.
Este corredor, precisó Gayoso, permite al acceso desde la calle hacia un espacio conocido como ‘Patio de las olas’. “Lo que estamos haciendo en este momento es restaurar los muros perimetrales del conjunto amurallado”, sostuvo.
Utzh An corresponde al momento medio del desarrollo de Chan Chan, aproximadamente entre los años 1.200 y 1.350, informó el Ministerio de Cultura. Además, abarca un área total de 218.000 metros cuadrados y, según Henry Gayoso, es el conjunto amurallado más grande de Chan Chan. “Pertenece al área urbana de todo el complejo arqueológico”, dijo el investigador.
Este proyecto de investigación se inició el 11 de abril y concluirá el 20 de diciembre de este año. Tiene un plazo de ejecución de ochos meses y el Estado invertirá S/ 1’874.704.00.
“Los proyectos de inversión como los que se impulsan en Chan Chan requieren de más recursos, por lo que necesitamos establecer alianzas estratégicas con el sector privado, los cuales han demostrado, como en el Museo de Cao, ser muy exitosos”, dijo la ministra de Cultura, Patricia Balbuena, en Trujillo.
El conjunto amurallado Utzh An no está abierto al público. Aún se desconoce si se trató de un templo, una ciudadela o un palacio. No obstante, el arqueólogo Henry Gayoso presume que estuvo “regentado” por un personaje importante de la sociedad Chimú, su familia y una serie de oficiales, administrativos y personal de servicio.
“Se cree esto a partir de las investigaciones hechas en otros conjuntos arquitectónicos como Nik An –antes Tschudi y actualmente el único conjunto amurallado abierto al público–”, sostuvo Gayoso.
Por su parte, Alejandra Rengifo Chunga, conservadora responsable del conjunto amurallado Utzh An, detalló que más de 100 personas trabajan en la zona. “Todos los trabajos de conservación se iniciaron con las labores de investigación y arqueología”, informó.
El significado de las estatuillas encontradas en Utzh An
Veinte esculturas de madera estuvieron sepultadas bajo la arena que cubría todo el conjunto amurallado Utzh An, desde los años 1200 – 1350. Es la tercera vez que se descubren figuras de este tipo; sin embargo, su antigüedad es mayor y la representación que se le atribuye es distinta.
“En términos de ideología para el pueblo Chimú, parece que son vigilantes o guardianes de la entrada. Quienes entran a este sitio, reciben un impacto visual de un muro que supera los seis metros además de un golpe psicológico para el que entre se dé cuenta que el espacio pertenece a un ser muy poderoso, por lo que debe mostrar humildad y respeto”, refiere el responsable del proyecto Utzh An, Henry Gayoso.
Cada una de las 20 figuras tienen rostros distintos, aunque todas sujetan con la mano izquierda una especie de bastón de mando y en la otra lo que podría representar una cabeza degollada (cabeza trofeo). Las termitas han carcomido su superficie, pero solo una no ha podido ser recuperada en su integridad.
Las excavaciones que iniciaron en junio del 2017, no solo encontraron estas figuras que se miraban entre sí, dentro de un callejón con 20 nichos, también se puso al descubierto un corredor de 33 metros con representaciones de olas, redes y el felino lunar, elemento en común de las culturas Chimú, Moche, Gallinazo, Cajamarca y Recuay.
Utzh An, es el conjunto amurallado más grande del complejo arqueológico Chan Chan y equivale a un promedio de 30 canchas de fútbol. El jefe de la Unidad de Conservación y Puesta en Valor del Proyecto Especial Chan Chan, Arturo Paredes considera que todavía falta mucho por descubrir.
“El proyecto tiene 8 millones, y está pactado en 30 meses. Nos falta 16 meses que significará 2 a 3 temporada más. Podríamos encontrar relieves murales, pero el tiempo no nos dará para entender la trama interna, solo el cascarón externo”, manifestó.
Ubicación de Utzh An
Utzh An se ubica a la altura de Chan Chan, a la mano derecha, en dirección a Huanchaco. Los descubrimientos todavía no serán presentados al público, debido a que deben realizar otro tipo de trabajos de conservación, se calcula que podría demandar más de dos años.
Fuente: El Comercio, Ministerio de Cultura, Diario La Industria
En todos los espacios geomórficos y en diversos tiempos la técnica es básicamente un producto cultural, pues es el resultado del trabajo social, la organización humana, descubrimiento de recursos naturales, experimentación con recursos materiales al impulso de las necesidades sociales, resueltas mediante el incremento técnico multirregional, así como despliegue de mentalidad creativa en los diferentes campos de las técnicas orientadas a producir alimentos, procurar abrigo, fundar aldeas, confeccionar cestería,inventar y producir textiles pre-telar tempranos, construir edificios,pirámides y centros ceremoniales. La creación de arquitectura e imágenes pictóricas asociadas permiten acceder a inferir ceremonias, rituales, envoltorios de paquetes funerarios, escenas de deposición mortuoria con selección de ajuar fúnebre, etc.; en todo caso la técnica en arqueología es modificante de los medios y estados naturales. En la cultura humana las técnicas prosiguen a partir de las precedentes y se acumulan en las formaciones sociales sucesivas. Hay una relación inextricable entre el temprano espacio de ocupación de un territorio y la aparición del espacio cercado sencillo originante de los habitáculos precerámicos experimentales iniciales, para luego pasar a practicar hábitos gregarios aldeanos donde las técnicas maduran, se diversifican e inventan las herramientas destinadas a alcanzar complejidad tecno social. En el caso de la Bahía de Paracas, las Pampas de Santo Domingo,descubiertas y trabajadas por el Dr. Frèdérick Engel (1966)al este del malecón del Balneario de Paracas, es el más antiguo sitio publicado para el territorio del Sur Medio (5,200 a.C.). Hay que evaluar y volver a investigar el sitio, por si las migraciones oriente-occidente empezaron u ocurrieron más temprano al Sur Medio; el componente cultural de este sitio en la margen este dela bahía sugiere intercambios a larga distancia.
A continuación ensayaremos considerar a la cultura en arqueología como el proceso de registro y documentación de datos expresados en el conjunto de materiales complejos, es decir lo que se vive en acción y comportamientos concretos.En el caso de la cultura Paracas, la mayor concentración de sus sitios arqueológicos los encontramos en el valle de Chincha; donde lo más destacable son los monumentales edificios rectangulares alargados e interiores abiertos; por supuesto, no son pirámides:
Sitio Arqueológico de Cultura Paracas “La Cumbe”.
Sitio Arqueológico de Cultura Paracas “San Pablo”.
Sitio Arqueológico de Cultura Paracas “Huaca Partida”.
Sitio Arqueológico de Cultura Paracas “Huaca Soto”.
Sitio Arqueológico de Cultura Paracas “Alvarado”.
Sitio Arqueológico de Cultura Paracas “Santa Rosa”.
Sitio Arqueológico de Cultura Paracas “Limay”.
Sitio Arqueológico de Cultura Paracas “Tambo de Mora”.
Sitio Arqueológico “Chococota”.
Esta arquitectura monumental nombrada está caracterizada por el componente de adobitos tipo cuña como material constructivo diagnóstico, lo cual identifica a la cultura Paracas instalada en el valle de Chincha, etc.
A la fecha estos monumentos arqueológicos de cultura Paracas emplazados en el valle de Chincha y sus márgenes laterales, no han sido excavados técnico-científicamente; esta es una tarea futura;tampoco hay datos publicados que señalen procedencia de grandes fardos funerarios de tales monumentos. Al parecer elárea desértica de la Península de Paracas (Pisco) fue convertida en el territorio funerario por excelencia: mayor tiempo Paracas(1,000 a.C. – 300 d.C.), Paracas-Nasca Transicional (200 a.C.-100a.C.) y Nasca (200 a.C.-900 d.C.), probablemente motivados por la sequedad ambiental y la vasta soledad de umbral fúnebre de ese “fin de la tierra” e inicios de la inmensidad marina. Las excavaciones arqueológicas del Dr. Julio C. Tello y su equipo en la península y arenales adyacentes fueron ejecutados entre 1,925 a1,930, según el Cuaderno de Investigación de Archivo Tello Nº7,2009. Los trabajos se iniciaron en los cementerios de Cabeza Larga y Arena Blanca, continuaron con las primeras exploraciones por el Cerro Colorado y el Cerro Waricayan; estos trabajos se hicieron durante ocho fases laborales de campo entre el 20de agosto de 1925 y noviembre de 1927. El texto informa acerca del traslado a Lima (Museo de Arqueología Peruana) en tres viajes con un camión prestado, las difusiones periodísticas delos descubrimientos y se dan a conocer las cantidades de fardos exhumados (429) y un total general de 1,509 especímenes recuperados.En el Cuaderno de Investigación del Archivo Tello, Nº9,continúan las informaciones de las excavaciones arqueológicas en Waricayan (donde ya se está usando el etnotipo “Grandes Necropolis”, 17-12-1927, p. 113); relatan los trabajos de campodes de el 27-12-1927 al 02-05-1928, luego pasan a informar sobre aperturas de fardos funerarios, uno de los cuales fue abierto y estudiado por Wendell C. Bennett en EE.UU. (informe en inglés)publicado en el Cuaderno citado con la traducción correspondiente.Tales aperturas han continuado después de muchos años hasta 2006, año de pie de imprenta de la Editorial UNMSM. El material textil Paracas provisto por aquellos esforzados trabajos arqueológicos promovieron el conocimiento mundial y llamaron la atención acerca de su monumentalidad. Hoy los estudios y análisis arqueológicos nos permiten explicar que las materias primas textil provienen de las especies vegetales y dela lana y pelos compuestos por proteína animal (camélidos).
1. Fibras vegetales andinas: maguey, achupalla, totora, junco, algodón: (colorado, marrón, blanco y fifito); enredaderas, sauce, molle, bejucos, etc.
2. Fibras animales andinas: pieles (de camélidos, zorros, felinos, lobos de mar, etc.). Lana de camélidos (llama, alpaca, vicuña, guanaco, paco- vicuña, llama-paco); pelo de cérvidos, pelo de murciélagos, cabello humano, etc.
Descubrir que las fibras vegetales y las de animales pueden ser transformadas en hilos fue el verdadero genial descubrimiento.Convirtiendo a hombres, mujeres y niños en manufactureros y tejedores. Del cruce de datos arqueológicos, revisandomuchos autores, encontramos que los fechados relacionadoscon los textiles precerámicos están en Chilca (Engel, 1966),Ancón (Lanning, 1967), Huaca Prieta (Bird, Hyslop y Skinner,1985) y La Galgada (Grieder y Bueno, 1988). En sus trabajosen la Bahía de Paracas (1963) el doctor Frèdérick Engel definióla fase Cabezas Largas I como pueblo precerámico y asoció el hallazgo de petates, esteras, pieles de mamíferos terrestres y marinos a la arquitectura precerámica del sitio, señalando adicionalmente uso de caña brava, mucha basura vegetal y marina, etc. Es evidente que gente precerámica había descubierto la abundancia de la biomasa del mar de Paracas, siendo los que habrían recepcionado a la gente migratoria proveniente del sureste portando las técnicas textiles ya frecuentes en la selva, como hemos argumentado. Los textiles a estos desiertos es posible que hayan llegado por convergencia previa del descubrimiento del algodón y su manipulación para obtener las diminutas semillas para comerlas, ensayando escarmenar el algodón. Lo cierto es que las técnicas de cestería se inventaron antes del uso práctico del algodón en los valles cálidos.Descubiertas las propiedades del algodón, planteados los factores de convergencia temprana, así como la manipulación de fibras, las técnicas cesteras transitaron con cierta rapidez a la textilería pre-telar “inicial” (1,500 a.C.) de la selva a los Andes. El entorzalado, entretrabado, entrelazado, encordado,anillado, anudado, etc., son técnicas de la cestería de longeva duración hasta los tiempos actuales en la selva y su difusión transtemporal panandina.
Los textiles con hilos de algodón tuvieron rápida difusión así como aceleradas transformaciones verdaderamente revolucionarias,para territorios sin materia prima como los desiertos del Sur Medio. Conocidas la materia prima, las técnicas cesteras y el invento del hilo que vienen de muy antiguos tiempos y espacios, el desarrollo de las técnicas textiles evolucionaron paralelas a otras técnicas como la arquitectura funeraria y los rituales asociados.
Los textiles en general son:
1) telas llanas o tejidos sencillos, cuya fórmula es: una urdimbre se entrelaza con una trama.
2) textiles complejos: los hilos de urdimbre y trama más otros hilos supernumerarios.
Hilos supernumerarios de color natural.
Hilos supernumerarios de color por teñidos; el teñido de los hilos supernumerarios es para obtener diversos hilos de colores para confeccionar tejidos polícromos con técnicas combinadas complejas.
En los textiles exhumados de Cerro Colorado, Cabezas Largas, Waricayan y Arena Blanca tenemos:
1. Telas llanas: usadas en diversos tamaños como forro, accesorios, envolventes, etc.
2. Telas de doble urdimbre.
3. Telas bordadas.
4. Telas doble cara.
5. Telas Sarga.
6. Telas listadas.
7. Telas bícromas.
8. Telas tapiz.
9. Telas polícromas flecadas.
10. Telas cosidas en cuadros tridimensionales.
11. Telas tridimensionales por el bordado.
12. Esclavinas.
13. Mantos rectangulares.
14. Gasas, etc.
15. Paños bordados, etc.
Se le asocian abanicos de plumas, piel de mamíferos, prendas de vestir, canastas, mate, alimentos (yuca, maní, maíz, pallar, camotes, etc.), varas de madera pulidas, penachos de plumas,hondas, piedras canto rodado pequeñas, mazorcas pequeñas de maíz, figurinas en oro laminado, láminas de oro, discos de oro,nariguera de oro, cueros, caña brava fragmentada, chucos, chuspas, unkuñas, trozos de madera bituminizada, ceniza, detritus de pescado, restos de grama, fragmentos de moluscos, restos de excremento humano, cerámica de 2 picos cortos y asa-puente cintada, bastones ceremoniales muy pulidos y endurecidos a fuego y tejidos en forma de red, entre otros.
En el Museo de Arqueología de San Marcos contamos con el más bello manto que hayamos visto; se trata de un textil con fondo blanco sobre la que destacan diseños bordados aplicando hilos rojos, negros y otros, que le dan un carácter único.
Acerca del Manto Blanco hay dos magníficos estudios: el de Lourdes Chocano Mena (2012) y la tesis para optar la Licenciatura en Historia del Arte, UNMSM (Sotelo 2015) a los cuales remito al lector.
Nosotros aportaremos aquí algunas precisiones analíticas:
1. El Manto Blanco es desde su aparición un ejemplar textil sin contexto; sólo se sabe que fue donado al Museo de San Marcos sin mayores referencias. Lo que es seguro señalares que no procede de los sitios de la Península de Paracas y tampoco es Paracas facie Cavernas.
2. Las materias naturales constitutivas y la belleza artística conforman unidad indisoluble del Manto.
3. La cronología relativa del Manto Blanco es de cultura Paracas Tardío Transicional (200 a.C. – 100 a.C.) porque el textil y sus figuras ya no son Paracas “estilo lineal”, sino que estátransitando a las figuras vestidas de estilo Nasca (figura 6).
4. El Manto Blanco exhibe personajes en movimiento de ritmo cuya proporción implica relaciones espaciales numéricas en función de equilibrio por alternancia continuada y compensación de la distribución armónica. Acusa continuidad de planos simultáneos en secuencia escénica de significandos y animación vital (ver figura 6).
5. La composición cambiante misma del conjunto de personajes móviles configura una escena de sentido impresionista.
6. Si atendemos a la belleza del ejemplar textil, connotamos el contenido sensorial de las figuras todas enmascaradas, lo cual les confiere sentido significativo impresionante; muestran un colectivo o conjunto en danza muy disciplinada y ordenada, donde sin embargo, los intérpretes son de necesidad individual (figura 7).
7. Los espacios ocupados por los personajes son el mismo ritmo en movimientos múltiples que no pierden compás visto como conjunto de comportamientos convergente/divergente hacia posibilidades simbólicas. Cada personaje es una realidad simbólica cuya percepción estimula analogías quizá mágico-religiosas (figura 8).
8. Cada figura ocupa su propio espacio oblicuo en la composición,permitiendo equilibrio dado por el conjunto, donde la figura humana enmascarada presenta rasgos, gestos y aditamentos corporales, permitiendo la observación de sus movimientos.
9. Cada personaje así, compone un sistema de grafemas metafóricoscuya sucesión de imágenes y símbolos son visiones próximas al mito y creencias religiosas (figura 9).
10. El hombre enmascarado es un personaje transformado,cuya metamorfosis incrementa su fuerza, autoridad y prestigio a nivel indestructible en su sociedad (figura 10).
La deposición de los cadáveres fueron precedidas por ceremonias que habríanse trasladado desde los grandes sitios de cultura Paracas del valle de Chincha hasta la península, llegados ala cual cumplirían el ritual de deposición del bulto funerario si ya llegaba armado; si no llegaba armado había que proceder a amortajarlo, envolverlo y deponerlo en las tumbas abotelladas(Cavernas) de Cerro Colorado. En cambio Waricayan tiene enterratorios en el Cerro Waricayan y en el arenal norte adyacente,donde los cadáveres han sido encontrados dentro de -al parecer-casas de planta ortogonal, techo de durmientes de maderay piso empedrado, según dibujos que presenta el Cuaderno Nº9,pp. 198-202, a los cuales el Dr. Tello consideró “Necrópolis”.
Necesitamos más tiempo y mayores estudios acerca de los legados por el Dr. Tello y su equipo. De hecho necesitamos excavar en nuestros días, con técnicas actuales los sitios de la Península de Paracas, como los casos de Disco Verdey Puerto Nuevo, los que están siendo reexcavados por arqueólogos contemporáneos (Dulanto 2013, Dulanto et al. 2013).Los mantos de la Cultura Paracas obtenidos a partir de las informadas son textiles confeccionados en algodón/fibra de camélidos y viceversa indistintamente, rectangular y han sido encontrados componiendo grandes envoltorios cónicos mortuorios, cubriendo a cadáveres depuestos en tumbas abotelladas (Cerro Colorado y Waricayan)y arenales de la Península Paracas (Arena Blanca y Cabezas Largas).Son telas, en este caso, destinadas a ser prendas funerarias cuya función habría sido proteger y “abrigar” la frialdad dela muerte. Quizá los cadáveres Paracas (de hombres, mujeres y niños) serían trasladados en tales mantos hasta el sitio de la deposición.¿Los mantos habrían servido para cubrir la superficie de literas de palos o caña brava en que se cargaba a los difuntos,desde el sitio de la muerte y ceremonias públicas, hasta su yacimiento final?.
Muchas ideas y funciones podrían ser planteadas,pero según el contexto de los hallazgos publicados, fueron confeccionados para el arropamiento funerario.El textil arqueológico Paracas es un tejido conformado por hilos a base de dos fibras naturales entorzaladas por movimientos de rotación torzal, lo que es indicador para saber que habían inventado el aparato hilador más tarde conocido como “pushka”en los Andes. Los hilos constitutivos de las manufacturas elaboradas, al mismo tiempo es posible señalar haberse buscado la técnica necesaria para teñir los hilos blancos de lana y algodón, pues el algodón marrón, colorado y fifito se usan ensus colores naturales.
El gusto por la policromía alentaría teñirlos hilos blancos para disponer hilos teñidos rojos, amarillos,negros, verde, azul añil, azul claro, negro, gris, etc. También es importante acotar que siendo Chincha un valle productivo de algodón, pallares morusa, poroto negro, zapallos, ajíes, yuca, camote, etc., podemos considerarlo autoproductivo. Además, la arquitectura monumental solucionada con adobitos tipo cuña afirma la residencia de jerarquías sociopolíticas de cultura Paracas con economía autosuficiente en los valles del Sur Medio.
En cuanto a la evidencia concreta de algún tipo de religión de la cultura Paracas está en torno al culto “ser oculado”, representado en petroglifos, cerámica y sobre todo en los textiles grandes y pequeños.
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Autor: Alberto Bueno Mendoza
Profesor Principal a Dedicación Exclusiva, Departamento Académico de Arqueología.
Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Fuente: Extracto del articulo PARACAS: CULTURA FORMATIVA DEL SUR MEDIO DEL PERÚ
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Legado arquitectónico de la civilización inca es patrimonio cultural del Perú y el proyecto de su conservacion y restauración ha sido ganador de este importante premio que permitirá su ejecución.
El proyecto ganador del Fondo del Embajador para la Preservación del Patrimonio Cultural 2018 es la conservación y restauración del templo inca en el sitio arqueológico de Huánuco Pampa, ubicado en la región Huánuco. A continuación, detalles de este importante legado de la civilización inca.
El proyecto ganador del Fondo del Embajador para la Preservación del Patrimonio Cultural 2018 es la conservación y restauración del templo inca en el sitio arqueológico de Huánuco Pampa, ubicado en la región Huánuco. A continuación, detalles de este importante legado de la civilización inca.
El sitio arqueológico de Huánuco Pampa se encuentra ubicado en el distrito de La Unión, provincia de Dos de Mayo, a una altitud de 1,697 metros sobre el nivel del mar. Llegar a este complejo construido enteramente en piedra demanda cerca de cuatro horas por vía terrestre desde la ciudad de Huánuco.
El lugar es conocido también con los nombres de Huánuco Marka y Huánuco Viejo. Es un legado arquitectónico de la fase incaica tardía, considerada la más importante de la región, cuya construcción según los estudios se inició alrededor de 1,460 d.C. pero fue interrumpida en 1,536 por la conquista española.
Las investigaciones indican que este complejo fue concebido como un centro administrativo, así como un centro productor de textiles de fina calidad.
En el complejo de Huánuco Pampa destaca la presencia de una Kancha o plaza frente a un Ushno o muro ceremonial. Según las investigaciones arqueológicas, la presencia de estos dos espacios tenía la finalidad de reconocer el poderío inca en las provincias dominadas.
Esta dualidad también hacía de estos lugares puntos clave donde se realizaban distintas ceremonias y festividades mediante las cuales los incas aseguraban la lealtad y apoyo tributario de los pueblos dominados.
El Ushno que se encuentra en este sitio presenta base rectangular y su altura supera los tres metros. Aquí se puede observar la presencia de escalinatas que se encuentran direccionadas hacia la parte superior del muro. Como nexos entre esta construcción y la plaza se observan algunas portadas de forma trapezoidal, en la que pueden apreciarse algunas imágenes de felinos.
También resalta en Huánuco Pampa la presencia de kallancas o recintosdestinados a labores administrativas; así como la presencia de colcas o depósitos en los que se almacenaban alimentos como maíz y tubérculos diversos, así como algunos bienes. Las colcas encontradas en este sitio arqueológico tienen forma circular y rectangular.
En julio de 2016, Huánuco Pampa fue escenario de la celebración del segundo aniversario del Qhapaq Ñan como patrimonio mundial, acto que revaloró el trabajo que realiza la población en la preservación y conservación de las expresiones culturales y tradiciones ancestrales asociadas al Camino Inca. También es escenario, desde hace 20 años, de la celebración del emblemático Inti Raymi o Fiesta del Sol en la región Huánuco.
Huánuco Pampa se encuentra abierto al público de abril a octubre, en el horario de 08:00 a 16:00 horas, de lunes a domingo.
Fondo del Embajador
La ministra de Cultura, Patricia Balbuena, y el Embajador de los Estados Unidos, Krishna R. Urs, anunciaron, el martes 25 de setiembre, al proyecto ganador del Fondo del Embajador para la Preservación del Patrimonio Cultural 2018: la conservación y restauración del templo inca en el sitio arqueológico de Huánuco Pampa.
Indicaron que este proyecto fue presentado por el Ministerio de Cultura en el marco del programa Qhapaq Ñan, el sistema vial inca reconocido como patrimonio de la humanidad por la Unesco.
Ambas autoridades subrayaron que se espera que el premio de 100,000 dólares que otorga el Fondo del Embajador contribuya también al desarrollo de la comunidad a través de la promoción del turismo local y la identificación con el sitio arqueológico de Huánuco Pampa.
“El proyecto en Huánuco Pampa nos permitirá apoyar la conservación del patrimonio cultural en la región Huánuco, donde también hemos financiado la construcción del Centro de Operaciones de Emergencia Regional (COER) y la construcción de la Academia de Policía para la formación de jóvenes cadetes, futuros oficiales de la Policía Nacional del Perú”, manifestó el embajador Krishna Urs en la ceremonia de anuncio del ganador del premio, realizada en la Huaca Mangomarca, en Lima.
Por su parte, la ministra de Cultura anunció que a finales del 2019 se podrán ver los resultados de la intervención en Huánuco Pampa.
Asimismo, destacó la importancia de la cooperación de organismos gubernamentales de países amigos del Perú para la recuperación del patrimonio arqueológico de la Nación en beneficio de las ciudadanas y ciudadanos.
Desde la creación del Fondo del Embajador, en el año 2001, el Perú ha recibido cerca de 2 millones de dólares que han permitido financiar 24 propuestas para salvaguardar, poner en valor y difundir el patrimonio arqueológico e histórico nacional en diez departamentos del país.
Se trata de la conservación del Museo de Leymebamba (2004); la conservación de 47 pinturas coloniales del Monasterio de Santa Catalina(2005); la conservación de la ciudad sagrada de Caral (2009); el registro, protección y preservación de las Líneas de Nasca (2015).
Asimismo, la conservación de las Trece Torres de Chankillo (2016); la recuperación y puesta en valor de la Pirámide del Sector B de la Zona Arqueológica Mangomarca, en San Juan de Lurigancho (2017), resaltan entre las propuestas beneficiadas con los recursos del Fondo del Embajador de los Estados Unidos.
Ingeniería y tradición en las comunidades de Quehue
INDICE
PRESENTACIÓN EL QHAPAQ ÑAN Y LOS PUENTES COLGANTES EL QHAPAQ ÑAN EN LA TIERRA DE LAS CUATRO PARTES TECNOLOGÍA DE PUENTES PUENTES COLGANTES EL QHAPAQ ÑAN BAJO EL RÉGIMEN COLONIAL EL QHAPAQ ÑAN Y LOS PLANES DE DESARROLLO VIAL ECONOMÍA, ORGANIZACIÓN POLÍTICA E HISTORIA DE CANAS PANORAMA ACTUAL DE CANAS Y QUEHUE Espacio Economía Servicios Organización política Comunidades campesinas Justicia Una demografía estable EL PUEBLO KANA Y SUS DESCENDIENTES Los kana bajo la administración colonial a. Tributos y estrategias de sobrevivencia b. De la etnia al común de indios c. Crisis y rebelión Canas en el período republicano: mistis y campesinos CALENDARIO FESTIVO DE CANAS 1 CALENDARIO RELIGIOSO-CATÓLICO La Virgen Asunta de Langui CALENDARIO RITUAL: FIESTAS DEL GANADO Y BATALLAS RITUALES EN EL DISTRITO DE QUEHUE Tinku: las batallas rituales Canciones EL PUENTE Q’ESWACHAKA: UNA TRADICIÓN RENOVADA Apu Q’eswachaka Desde la otra orilla Q’eswachaka, cuerpo y memoria de Quehue Q’ESWACHAKA. INGENIERÍA Y TRADICIÓN ANDINA La construcción de un nuevo puente Primer día. Encuentro de comuneros y la elaboración de las grandes sogas Segundo día. Instalación de la estructura básica del nuevo puente Tercer día. Los chakaruwaq tejen el puente REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
PRESENTACIÓN
La renovación anual del puente Q’eswachaka es una práctica que se celebra desde hace más de cinco siglos. Es un proceso que involucra mucho más que la construcción de una vía de comunicación. Ciertamente, el puente ha cedido su uso funcional de senda de tránsito para convertirse en un vehículo de identidad local que recrea una parte de la historia de los habitantes de las comunidades de Canas, en Cusco, que están involucradas en su reconstrucción y reafirma los valores culturales que les han sido legados a estos pobladores por generaciones. Es una celebración que renueva una cultura y sus saberes.
En este sentido, el Q’eswachaka es probablemente el último vestigio de la tecnología constructiva de puentes practicada por las culturas prehispánicas, documentada ya con asombro por las crónicas de los primeros españoles que llegaron a esta parte del continente. En efecto, el levantamiento de los grandes puentes colgantes sobre los caudalosos ríos o profundas quebradas de los Andes ha sido motivo de admiración durante siglos —al igual que lo es hoy en día—, tal y como lo demuestran los relatos de los viajeros norteamericanos y europeos que visitaron el Perú durante los primeros años de la República.
Ubicado en la provincia de Canas, región con uno de los mayores porcentajes de población indígena del Perú, el puente Q’eswachaka une dos laderas sobre el río Apurímac en el distrito de Quehue. La renovación de este puente responde a un inconmensurable despliegue de trabajo colectivo de los pobladores de las comunidades de Huinchiri, Chaupibanda, Choccayhua y Ccollana Quehue, todas estas situadas en el mencionado distrito.
En respuesta a uno de sus objetivos centrales —la conservación, investigación y difusión del patrimonio cultural inmaterial—, en 2009, el entonces Instituto Nacional de Cultura, hoy Ministerio de Cultura, le confirió al proceso de renovación del puente Q’eswachaka el reconocimiento de Patrimonio Cultural de la Nación, resaltando así su importancia, e inició un trabajo consensuado para llevar adelante las medidas necesarias para su salvaguardia. Cuatro años después, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura- UNESCO, inscribió los conocimientos, técnicas y rituales vinculados a la renovación anual del puente Q’eswachaka en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, en virtud al expediente elaborado y presentado por el Ministerio de Cultura y las comunidades de Quehue. A partir de este reconocimiento todas las partes involucradas fortalecieron su compromiso para realizar acciones que permitan garantizar la continuidad de esta notable expresión cultural.
En esta misma línea, en el año 2010, el Ministerio de Cultura distinguió como Personalidad Meritoria de la Cultura a Victoriano Arizapana Huayhua y Eleuterio Callo Tapia, ambos chakaruwaq o maestros constructores encargados de la renovación del puente Q’eswachaka; posteriormente, en el año 2012, se reconoció con esta misma distinción a Cayetano Ccanahuire, comunero de Huinchiri y único paqo autorizado para realizar el ritual durante el levantamiento del puente. Estos reconocimientos, así como la publicación de esta investigación, forman parte de las medidas concretas que desarrolla el Ministerio de Cultura por la salvaguardia de los saberes que constituyen el patrimonio cultural inmaterial de nuestro país.
Es importante señalar también que el puente Q’eswachaka forma parte del Camino Inca o Qhapaq Ñan, una de las obras maestras de la arquitectura del Perú prehispánico. El puente, así como 250 kilómetros de caminos y más de 80 sitios arqueológicos situados en distintos tramos en nuestro territorio, forman parte de la declaratoria del Sistema Vial Andino como Patrimonio Mundial de la UNESCO.
El Q’eswachaka de Canas. Ingeniería y tradición en las comunidades de Quehue documenta las raíces y los rasgos de un proceso que, como hemos indicado, se ha logrado sostener por cientos de años, a pesar de los múltiples cambios propios del tiempo, no solo en la región cusqueña, sino a nivel nacional y global; y hace un recorrido por los procesos históricos que vivió la provincia de Canas, en general, y el distrito de Quehue, en particular, para buscar las causas materiales y los contextos sociales, económicos y culturales que han permitido la continuidad, desde tiempos prehispánicos, de una técnica constructiva ancestral y su celebración asociada. Así también, como marco explicativo de esta costumbre, el libro documenta el proceso de otras dos importantes festividades tradicionales de la región: la celebración de la fiesta de la Virgen Asunta de Langui y el Tupay Toqto, cuya presencia y persistencia en Canas permite ayudarnos a comprender las particularidades culturales de los habitantes de las alturas de Cusco.
Finalmente, deseamos resaltar que esta publicación es el resultado del trabajo conjunto de un grupo de profesionales de la Dirección de Patrimonio Inmaterial, del Qhapaq Ñan y de la Dirección Desconcentrada de Cultura de Cusco. Con esta investigación, el Ministerio de Cultura da a conocer el proceso histórico y la fuerza cultural de una sociedad que transmite su devenir a través de sus fiestas, costumbres y tradiciones.
Diana Alvarez-Calderón Gallo
Ministra de Cultura
Investigadores:
Pedro Roel Mendizábal
Miguel Ángel Hernández Macedo
Ingrid Huamaní Rodríguez
CAPÍTULO 1
EL QHAPAQ ÑAN Y LOS PUENTES COLGANTES
Entre los grandes logros de la civilización andina, pocos se han ganado una admiración similar al de la red vial conocida hoy con el nombre de Qhapaq Ñan, “el gran camino”, una de las creaciones más asombrosas de la ingeniería y de la organización nativa. Red compuesta por numerosos caminos construidos tras milenios de ocupación humana y de estrategias de aprovechamiento de los recursos entre la costa marítima, los valles, la puna y la ceja de selva, el Camino Inca fue el medio que facilitó la ocupación de espacios difícilmente accesibles y la difusión de especies muy lejos de sus lugares de origen. El punto más alto de este desarrollo autóctono fue alcanzado por la organización política y social conocida como Tawantinsuyu, la “tierra de las cuatro partes juntas”, que integró a todas las sociedades prehispánicas de la región andina, lo que fue posible gracias a un complejo ordenamiento que permitió la administración de tan vasto territorio.
La implementación de estos caminos fue el resultado de una organización que supo canalizar una copiosa fuerza de trabajo, cuyos fundamentos eran los vínculos originales de cooperación y el contrato con el organismo estatal que controlaba y regulaba el acceso a los recursos. La célula base de tal organización era el ayllu: comunidad compuesta por familias unidas por una ascendencia común que trabajaban colectivamente un territorio y sus recursos. De este modo, el Tawantinsuyu garantizaba la disponibilidad y reproductibilidad de la mano de obra de los diversos pueblos que los incas lograron mantener bajo su control.
Dado que la importancia de la presencia inca en la historiografía colonial fue producto de la percepción europea, que solo conoció este período tardío de la civilización andina, mucho se ha discutido sobre su importancia real en el desarrollo de la cultura andina. Por lo pronto, se puede decir que los incas tuvieron una influencia relevante en el aspecto administrativo y en la distribución étnica de diversas regiones. Se ha definido usualmente a la administración inca como centralista, carácter que debe atribuirse a su rápida expansión sobre un territorio tan amplio y variado. El área geográfica abarcada por la administración cusqueña estaba ordenada teniendo como eje la ciudad del Cusco; en concreto, una de las esquinas de la plaza Hauk’aypata, en lo que es actualmente la Plaza de Armas.[1] Desde este punto partían, distribuidos en sentido cardinal, cuatro caminos que conformaban las vías principales de acceso a cada suyu o región. Hacia el noreste estaba el Chinchaysuyu, nombre que provenía del señorío costeño de Chincha, principal aliado de los incas en esta región y cuyo límite se encontraba en el río Angasmayo, en el extremo sur de la actual Colombia. En dirección al sudeste partía un camino hacia el Collasuyu, el área más extensa del dominio inca, denominado así por el señorío Colla, que llegaba en la sierra hasta la actual provincia de Tucumán (Argentina) y, con una desviación, hasta el río Maule en la mitad del Chile actual, a más de 250 kilómetros al sur de Santiago, capital de este país. Un tercer camino, que partía hacia el noreste, se dirigía al Antisuyu, llamado así por su posición respecto del Cusco[2] y que incluía la región amazónica que fuera ocupada por los incas.[3] Hacia el sudoeste, el camino partía hacia los valles interandinos del sur, en los actuales departamentos de Arequipa, Moquegua y Tacna, que conformaban el Contisuyu o región del poniente. Dada la orientación geográfica de la administración, el área de los suyu era desigual, pues mientras que el Chinchaysuyu y el Collasuyu abarcaban en su gran extensión a sociedades de una gran variedad étnica y cultural, el Contisuyu era una región mucho menor que agrupó a sociedades históricamente vinculadas a los desarrollos altiplánicos.
El camino que surcaba el Chinchaysuyu y el Collasuyu en dirección NO/SE a lo largo de la región montañosa, conformaba lo que ha sido llamado Camino Longitudinal de la Sierra,[4] verdadera columna vertebral a través de la cual se establecieron los principales puntos de administración del Tawantinsuyu. Paralelo a este camino se trazó una ruta de una misma longitud a lo largo de la costa marítima, el Camino Longitudinal de la Costa, que unía a una serie de prósperos desarrollos de diversa extensión. Ambos caminos estaban conectados por ramales transversales que servían como conexión entre uno y otro.
Los cuatro suyu constaban de jurisdicciones, generalmente establecidas a partir de las sociedades originarias, aunque también de territorios habitados por mitmakuna, poblaciones trasladadas de regiones muy lejanas. Las jurisdicciones mayores eran llamadas wamani, palabra que los españoles tradujeron como “provincia”. La administración inca organizaba a toda esta población tributaria en múltiplos progresivos de diez
(chunka), cien (pachaka), mil (waranga), diez mil (chunka waranga), cien mil (pachaka waranga) y un millón (hunu), estando cada grupo coordinado por dos administradores que se encargaban de la mitad de cada conjunto de tributarios (pichka chunka, pichka pachaka, y así sucesivamente). La unidad de tributarios, conocida como waranga, abarcaba en muchos casos la extensión poblacional de un grupo étnico o una sección del mismo. Tal distribución hacía viable el sistema de tributación por trabajo conocido como mita, cuyo fin era la construcción y mantenimiento de las obras públicas.
Uno de los fines de esta organización era la administración de los recursos disponibles, con los cuales se mantenían las campañas militares, las obras públicas y, en especial, las relaciones de reciprocidad y redistribución entre el Estado y las poblaciones sometidas. El Estado proveía el sustento para mantener la mano de obra a partir de los recursos recaudados y redistribuidos a lo largo de diversas instancias de gobierno y de los pueblos tributarios, en tanto que la población, organizada en ayllus o unidades mayores derivadas de aquellos, era monitoreada para el desarrollo de obras específicas como caminos, puentes y otras edificaciones a cargo de maestros y conocedores en tecnología nativa. A cambio,
se les retribuía con comida y bebida que era consumida en las actividades festivas que acompañaban al trabajo propiamente dicho. Este conjunto de actividades, establecido formalmente como un contrato recíproco entre los incas y las poblaciones tributarias, incluía a la vez el trabajo y la actividad ritual y festiva.[5]
1. EL QHAPAQ ÑAN EN LA TIERRA DE LAS CUATRO PARTES
La red vial que recorría este amplio espacio era indispensable para el control directo de los territorios integrados al Tawantinsuyu, así como para el acceso a los recursos. De las numerosas obras públicas realizadas por la administración cusqueña, esta red de caminos es sin duda la más notoria por su extensión, pues cubre en parte los actuales territorios de Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador y Perú. Obra de increíbles proporciones, se estima que su recorrido alcanzó una longitud de 60 mil kilómetros solo en el Perú —de los cuales se han identificado más de 25 mil—. Si se toma en cuenta que la civilización andina conoció con la Conquista una brusca interrupción de su desarrollo autónomo, puede considerarse al Qhapaq Ñan como la expresión más acabada del conocimiento sobre el territorio, el clima, los materiales disponibles y la tecnología de construcción, así como sobre la organización del trabajo que durante este breve período de la historia prehispánica produjo un impresionante conjunto de obras. Fue a la vez una puesta a punto y un resumen de los logros de una civilización.
Se suele hablar del carácter práctico de la administración cusqueña en aras de la eficacia en el logro de sus objetivos. En un medio en el que no existían animales de tiro ni vehículos con ruedas, es notable cómo una red de caminos bajo una administración eficiente permitió el control de los recursos y la circulación constante de personas y bienes. El Qhapaq Ñan hizo posible la integración de las poblaciones conquistadas, permitiendo la recolección, almacenamiento y distribución de diversos recursos primarios o manufacturados por medio de depósitos ubicados a lo largo de los centros poblados de cierta importancia y de los tambos ubicados en puntos estratégicos del camino. De la misma manera, grandes contingentes humanos eran destinados a diferentes labores. Los mitayos eran enviados para el levantamiento y reparación de diversas obras como parte de las obligaciones del sistema de mita, que era la fuente principal de las rentas del Estado inca (Murra 1978); entre estas obras se encontraban todos los elementos —caminos, puentes, edificaciones— que conformaban el Qhapaq Ñan. Los kamayoc eran especialistas enviados a talleres dispuestos por el Estado para elaborar vestimentas y piezas de cerámica y orfebrería, mientras que los mitmakuna eran las poblaciones desplazadas de su lugar de origen para la habilitación de áreas no ocupadas o para la ocupación de territorios con poblaciones rebeldes. Los vastos ejércitos, formados por diversos pueblos tributarios y el mismo funcionariado cusqueño, pudieron movilizarse con rapidez por el Qhapaq Ñan, permitiendo la continua expansión del dominio inca. Para el gobierno cusqueño, el sistema de chasquis —que trasladaba mensajes a través de relevos— era el medio más rápido para la llegada al Cusco de las noticias sobre lo que ocurría en diversas partes de su jurisdicción, incluso de zonas lejanas, como el territorio del actual Ecuador o del noreste argentino, que estaban a más de 2,500 kilómetros de distancia. La administración inca requirió de una nube de funcionarios repartidos por todo el territorio. Una parte de esta burocracia, especializada en el Qhapaq Ñan, se ocupaba no solo del control y el cuidado de caminos y puentes sino de preservar el conocimiento necesario para su elaboración y mantenimiento. Según la Nueva Corónica y Buen Gobierno, de Guamán Poma de Ayala, los administradores, llamados suyuyuq, eran elegidos entre los miembros de la aristocracia cusqueña (kapak apu),[6] de las jurisdicciones que rodeaban a la ciudad del Cusco[7] y de las aristocracias leales de otros reinos (apus y curacas), que conformaban una élite con diversos grados de poder según su cercanía estratégica con la capital del Tawantinsuyu. Debajo de ellos se encontraba un sector conformado por personas escogidas entre los hatunruna (allikaq, kamachikuq)[8] a los que se encargaba una serie de labores administrativas menores. Entre los cargos administrativos que describe Guamán Poma se encuentran el qhapaq ñan t’uqrikuq o gobernador de los caminos reales; el una caucho o amojonador, que pone fronteras con mojones y zanjas; el cona raqui, que mide la distancia entre los mojones; el chaka suyuyuq o administrador de puentes; el incap khipuqnin y khipuq kuraka, contadores; y los hatun chaski y churu mullu chaski, mensajeros principales. Guamán Poma también afirma que el chaka suyuyuq provenía de Acos y que el qhapaq ñan t’uqrikuq provenía de Anta, actualmente dos provincias cercanas a la ciudad del Cusco. Siguiendo esta información, estos cargos podrían haber sido hereditarios, siendo sus detentadores los depositarios del conocimiento sobre la tecnología de sus respectivos rubros (Gade 1972: 97).
El Qhapaq Ñan disponía de un conjunto de establecimientos localizados en puntos estratégicos que tenían como función la administración de sus respectivas jurisdicciones —lo que implicaba la planificación de obras y la organización y el monitoreo de la mano de obra para labores diversas—, así como la tarea de recibir, albergar y abastecer a los ejércitos y al funcionariado. La infraestructura de estos sitios incluía, por tanto, espacios para el hospedaje y el almacenamiento de alimentos en los depósitos, llamados qollqa, que siempre debían estar bien provistos con diferentes productos. La administración de estos recursos también observaba casos como las fiestas y los períodos de escasez debidos al clima o a los desastres naturales.
La arqueología y la etnohistoria han confirmado la información de Guamán Poma sobre la importancia del Camino Longitudinal de la Sierra, en el que se ubicaban los centros administrativos más importantes del Tawantinsuyu. Hacia el sureste de Cusco se encontraban, entre otros, Hatuncolla y Chucuito (Puno), y hacia el noroeste, unidos por el Camino Longitudinal de la Sierra, Vilcashuamán (Ayacucho), Hatun Xauxa (Junín), Pumpu (Pasco), Huánuco Pampa (Huánuco), Huamachuco (La Libertad), Cajamarca (Cajamarca), Caxas, Aypate (Piura) y Quito (Ecuador). Por el Camino Longitudinal de la Costa se encontraban los sitios de La Centinela (Chincha), Pachacamac (Lima), Chiquitoy Viejo (La Libertad) y Cabeza de Vaca (Tumbes), entre otros.
A modo de “cabezas de provincia”, estos centros estaban conectados a los pueblos de su jurisdicción por una serie de caminos transversales, facilitando por este medio el acceso del gobierno inca a las poblaciones conquistadas. Para su elección como puntos de conexión se contemplaban factores como la facilidad de acceso a los pueblos de la región y las características del terreno, requiriendo la existencia de una amplia área plana para el establecimiento del sitio y la cercanía a fuentes de agua. La distancia entre estas cabezas de provincia era de 100 a 150 kilómetros, que según las crónicas coloniales cubrían entre cinco y ocho días de caminata. Estos centros, que fueron definidos por Guamán Poma como émulos de la ciudad del Cusco,[9] partían de un mismo diseño, el de la ciudad capital, adaptado a las circunstancias del terreno. Todos se caracterizaban por una infraestructura compuesta por edificios cuyo diseño obedecía a sus funciones específicas. Además de las qollqa, se encontraban estructuras conocidas con el término cancha, una “manzana amurallada rectangular que reúne en su interior grupos de edificaciones uniespaciales destinadas a viviendas u otros usos” (Gasparini y Margolies 1977: 186), que funcionaban como hospedaje para funcionarios y comitivas oficiales o como talleres de producción. Otras construcciones infaltables eran las kallanka o recintos techados de gran tamaño que servían para el hospedaje de contingentes de gran número; los baños de uso ritual; las estructuras para ceremonias públicas como plataformas y plazas, templos y el ushnu;[10] y los acllawasi, especie de claustros habitados por un grupo de mujeres jóvenes escogidas que vivían dedicadas al culto, a la elaboración de vestimentas de la más fina calidad y a la preparación de chicha. Las acllas, que solo podían ser vistas durante los rituales públicos, se encontraban
“Gobernador de los puentes”, en Nueva Corónica y Buen Gobierno, Felipe Guamán Poma de Ayala, 1615.
siempre bajo la supervisión de las mamakuna, quienes ejercían funciones sacerdotales.
Los centros menores eran los tambos, compuestos por un pequeño número de casas construidas por las poblaciones cercanas bajo la supervisión del curaca local. A modo de postines, en estos se encontraban estructuras para recibir visitas de diverso número y algunos espacios rituales ubicados a la vera del camino con una dimensión mucho menor a la de los centros administrativos. Generalmente lejos de los centros urbanos importantes, los tambos se ubicaban cerca de recursos estratégicos como el agua, las áreas de producción y los centros poblados de mediana proporción que brindaran mano de obra.
De manera similar a los grandes centros administrativos, los tambos se encontraban a una distancia promedio de entre 15 y 20 kilómetros, equivalente a un día de viaje a pie. Se calcula que había más de mil de ellos, como queda patentizado en las toponimias ubicadas a lo largo del área de ocupación inca en las que permanece la palabra “tambo”, como Huarautambo (Pasco), Tambo Colorado (Ica), Lahuaytambo y Cajatambo (Lima).
Las dimensiones de estos puestos variaban, sobre todo en el número de almacenes, ya que mientras en algunos se podían contar algunas decenas, en otros había más de dos mil estructuras para depósitos. Llama la atención que esta planificación mantuviera el mismo diseño en un territorio tan extenso y a lo largo de los casi cien años que duró la expansión cusqueña.
La infraestructura del Qhapaq Ñan no se limitaba a las cabezas de provincia y los tambos. En diversos puntos a la vera del camino, ubicados en pares uno frente a otro, se encontraban las chaskiwasi (casas de chasquis), donde los mensajeros pernoctaban para esperar los encargos y luego correr hasta el siguiente chaskiwasi, donde otro mensajero tomaba su posta en un recorrido que pasaba por diferentes tambos y centros administrativos hasta llegar a la ciudad del Cusco. Para facilitar esta labor, estas casas se ubicaban a una distancia de 3 a 6 kilómetros, que a trote podían recorrerse en algo más de quince minutos. De este modo, los mensajes sobre lo ocurrido en la costa central llegaban al Cusco en tres días, mientras que los mensajes salidos de los extremos norte y sur del Tawantinsuyu podían conocerse en la capital a los diez o doce días. La necesidad de una administración constante de recursos de consumo y de la organización de gentes, la gama de incidentes de importancia pública en un territorio tan amplio y la misma expansión del Tawantinsuyu —que no se detuvo realmente sino a la llegada de los españoles— hacen suponer que el flujo de mensajes era continuo para la toma de decisiones por el gobierno central y que, además, se requirió de un grupo de personas muy disciplinado y físicamente entrenado para recorrer grandes distancias a la brevedad posible.
Un tema sobre el cual la información es escasa es el componente religioso asociado a este sistema vial. Debido a los ataques y persecuciones que recibió la religión andina por parte de la política cultural colonial, la información sobre las creencias prehispánicas es incompleta y, en cierto grado, discutible por el matiz cristiano de los cronistas que trataron este tópico. A ello se suman factores como la tradición iconográfica andina de este periodo, que solo pertenece a determinadas épocas y monumentos históricos; y que era comparativamente más hermética que la prolífica producción mesoamericana. Los mismos conceptos de religión y ritual que suelen aplicarse al mundo andino solo en parte corresponden a los conceptos originarios. La religión andina tuvo durante el período prehispánico un cuerpo sacerdotal, encargado del culto hacia los seres espirituales, a quienes se consideraba responsables de la existencia de los pueblos y protectores de sus fuentes de vida. Estos seres eran identificados con sitios geográficos como cerros, nevados, lagunas o huancas,[11] cerca de los cuales se levantaba arquitectura religiosa, y algunos eran considerados oráculos. El culto a estos dioses era central en la vida de los pueblos y los administradores del Tawantinsuyu se interesaron mucho en integrarlos a su sistema religioso. Los sitios sagrados más importantes fueron pasos obligatorios en la red del Qhapaq Ñan, para que los peregrinos puedan visitar las huacas[12] de importancia regional como Pachacamac y Pariacaca (Lima), Wariwillka
(Junín), Guanacaure (Cusco), Catequil (Huamachuco, La Libertad) y Aypate (Piura), por solo mencionar algunas. Como parte de ello, el camino pasaba también cerca de apus importantes como los nevados Sarasara, Carhuarazo, Coropuna, Ampato y Putina, en los departamentos de Ayacucho y Arequipa, sin que haya necesariamente una estructura ritual para todos ellos.
Por otro lado, ayer como hoy, existen a la vera de los caminos las apachetas, lugares donde los viajeros acumulan pequeñas piedras como ofrenda a los cerros para pedir que la marcha pase sin contratiempos o como agradecimiento por no haber encontrado problemas en el camino andado. Con el tiempo, muchas de estas terminaron convirtiéndose en sitios de adoración, y aún hoy se pueden encontrar en lugares estratégicos como abras o pasos entre los cerros en los que se sigue tributando a los apus.
El Qhapaq Ñan respondió a los objetivos prácticos de un Estado que se extendió sin casi resistencia efectiva y que pudo suplir sus crecientes necesidades valiéndose de los diversos sistemas de organización que fueron fundamento para el crecimiento de la civilización andina. El objetivo fundamental de los caminos, en un sentido geopolítico, era facilitar la comunicación y el acceso a todo lugar que tuviera una población regida por algún sistema de gobierno local, a los recursos que la sostenían y a los sitios de importancia simbólica, incluyendo localizaciones importantes para el culto religioso, tanto si se trataba de ciudades o centros poblados como de cerros considerados apus. En la región andina, esto suponía superar los obstáculos impuestos por la geografía para lograr “la imposición de la línea recta” (Regal 1972: 7), es decir, el trazado del camino más directo, sobreponiéndose a las condiciones del medio pero sin alterarlo en lo fundamental y evitando el desgaste de recursos y de la mano de obra, los accidentes o la pérdida de vidas. A tenor de lo descubierto en el material arqueológico disponible, antes del trazado de cada camino se estudiaba el tipo de suelo, el relieve, la morfología del terreno y las condiciones climáticas de una compleja, accidentada y extensa geografía que incluía cuestas escarpadas, amplios abismos o pantanos, para que en vez de seguir los meandros de un terreno irregular —lo que es común en muchos caminos modernos, tanto de carretera como trochas— se pudiera pasar por encima de ellos. Para el logro de este objetivo, recursos fundamentales fueron la construcción de escaleras para escalar las montañas, túneles para atravesarlas, canales de drenaje para proteger el camino del efecto destructor del agua y, por último, puentes que unieran los flancos y los abismos de la difícil geografía andina.
El Camino Inca era en esencia una calzada horizontal en la medida de lo posible, bordeada de paredes bajas que la protegían de los elementos naturales. En la costa, en cuya geografía de desiertos y valles escaseaba la piedra, la calzada era de tierra y arena apisonada, bordeada por muros laterales de tapial, de adobes o de piedras alineadas, mientras que sus tramos se delimitaban con postes de madera clavados a la vera del camino. Al entrar a la sierra, el camino de subida por los lados de las montañas se sostenía sobre muros de contención cuyo relleno estaba hecho con la roca de la misma ladera.
En la cordillera, el Qhapaq Ñan se trazó sobre terrenos delimitados con bordes de piedra cuya altura estándar era de 50 a 60 centímetros. Los caminos pasaban por esta región a través de terrenos deleznables, tierras de uso agrícola, punas, arroyos, lagunas y lagos, como también sobre pantanos o zonas húmedas que se tuvieron que secar; también fueron labrados en la roca viva, sobre todo en laderas y a la vera de peñones (usualmente considerados huanca y, por tanto, piedras sagradas). Es por estas condiciones que el Qhapaq Ñan presenta todo un rango de soluciones: junto a las calzadas empedradas de rigor, colocadas luego de haber nivelado el terreno, estaban las escalinatas y rampas para las pendientes elevadas, así como canales de drenaje para evitar que el agua deteriore los caminos y los puentes. También había plataformas para los desniveles ligeros y, cuando no se podía escoger otra ruta que desviara el tramo, se construían túneles o, caso contrario, pasos subterráneos cuya longitud podía requerir que se incluyeran canales de ventilación. Un ejemplo de esto último se encuentra junto al antiguo puente Maucachaka (Abancay), el más célebre de los que cruzaban el río Apurímac y punto importante en el camino del Chinchaysuyu.
Las calzadas empedradas eran altas, hechas sobre relleno y con canales de drenaje cuando cruzaban territorios húmedos como bofedales. En las zonas de altura, la calzada podía ser de tierra afirmada, como en la costa, mientras que en el llano podía ser ancha, como se puede observar al sur de Huánuco Pampa (Huánuco), donde llega a tener 16 metros de ancho, o estrecha, como cuando el camino subía o bordeaba una ladera, alcanzando un máximo de tres metros (Hyslop 1992: 105).
Aunque siempre dominó el diseño dispuesto por los incas, es clara la influencia de las modalidades de construcción y técnicas de acabado de los pueblos sometidos. Por poner un ejemplo, la calzada que conduce al complejo de Huamanmarca[13] está hecha con lajas de piedra oscura de la región, las mismas que se utilizan en la mampostería del citado complejo arqueológico. En algunos casos, puede suponerse que el levantamiento se hacía con la participación de un personal especializado, en las vías más importantes y en las labores que revistieran mayor dificultad. Otra motivación para ello era de carácter simbólico. Según se relata en diversas crónicas, los tres últimos incas (Pachacutec, Tupac Inca y Huayna Capac) tenían gran interés en la construcción de caminos que destacaran por su calidad y por el tipo de obstáculo a superar, como una demostración del poder del soberano cusqueño. Como refiere Hyslop (1992: 31), el camino tenía diversos significados para quienes estaban relacionados con este sistema. Para los incas era, en cuanto Qhapaq Ñan, un vehículo indispensable de su sistema administrativo, mientras que para las poblaciones sometidas, una muestra patente del poder y la autoridad cusqueñas.
Debido a los objetivos del Estado inca y considerando las complejas características del terreno, el relieve, los materiales de construcción y la mano de obra, el alzamiento del camino implicaba el establecimiento de un cuidadoso proceso. Este procedimiento se conoce a partir de lo descubierto en la sierra y en la entrada a la selva, pues son las regiones que, comparativamente, han sufrido menos los efectos de la ocupación posterior.
La construcción del camino se iniciaba con el trazado del recorrido en el terreno. Como se ha dicho antes, la “línea recta” de la que habla Regal ha sido la dominante en el diseño, pero esto ha de entenderse en un sentido general o panorámico, pues el Qhapaq Ñan no se impuso arbitrariamente al territorio sino que supo adaptarse a sus características. Mientras que el trazo podía ser recto en la medida en que el territorio lo permitiera, la diversidad de accidentes geográficos obligaba a seguir el relieve, rodeando escollos, zigzagueando por las laderas o subiendo por ellas con escalinatas si era indispensable. Una vez dispuesta la orientación del camino, se pasaba a la cimentación, removiendo la superficie del suelo para nivelar y levantar los muros de contención en los bordes, y, posteriormente, la calzada era cubierta con piedras para mejorar su firmeza y para comodidad de los viajeros. Colocadas con la cara lisa hacia afuera y con la menor cantidad posible de resquicios, estas piedras facilitaban mucho las condiciones de tránsito, pues ofrecían una superficie regular y segura, manteniendo el mismo disciplinado criterio del clásico muro inca.
Los muros colindantes a la calzada eran de dos tipos: los muros propiamente dichos, que se levantaban en ambos bordes del camino, eran hechos de piedra para garantizar su protección; y los muros de contención, que eran levantados en la ladera de los cerros para sostener las plataformas sobre las cuales pasaba el camino en terrenos de descenso. El ancho del camino y su trayectoria eran señalados con hileras de piedras (a veces canteadas) que eran distribuidas por uno o por los dos lados del camino. Los canales de drenaje, que iban a lo largo de la calzada y en ocasiones cruzándola, protegían el camino del exceso de agua en zonas lluviosas y húmedas. A veces, estos estaban cubiertos por lajas de piedra; en otros casos, el canal solo estaba protegido en el tramo que cruzaba el camino bajo el cual pasaba. También los había abiertos y elevados para recoger la humedad del terreno y proteger las calzadas.
Las escalinatas facilitaban el tránsito por las pendientes de difícil acceso. Los peldaños eran elaborados con lajas de piedras o labrados en la misma roca; también había descansos o pequeñas plataformas en puntos determinados. Algunas de las escaleras se adaptaban al relieve de las montañas, rodeando los precipicios, mientras que otras seguían una línea recta a lo largo de una pendiente, como el conjunto llamado Escalerayoq, ubicado en el límite de Yauyos y Jauja, cerca del nevado Pariacaca.
El mantenimiento de las calzadas suponía otro problema. Ante las fuertes precipitaciones pluviales de la sierra y de la selva, se planificó un sistema de drenaje especialmente hecho para estas zonas. El tráfico constante de personas y animales de carga, producto del funcionamiento del sistema inca, hizo necesaria la limpieza y la reparación periódica de los caminos, labor que fue encargada a las poblaciones cercanas a cada tramo mediante el sistema de la mita. Dado que la tecnología de caminos apareció en tiempos anteriores a la presencia inca, esta puede haber sido una faena tradicional, como sigue siendo en tiempos contemporáneos la reparación de obras públicas por parte de las comunidades rurales.
Camino Inca que conduce al complejo de Huamanmarca, en Yauyos, Lima. Nótese las lajas de piedra oscura, características de la región, usadas en sus construcción (imagen superior) y el muro de contención (imagen inferior)
2. TECNOLOGÍA DE PUENTES
Herencia de las sucesivas civilizaciones que se desarrollaron en un territorio tan variado, la tecnología andina de puentes incluía un rango de posibilidades tan amplio como los retos que planteaba la geografía. En la región altoandina, estos retos eran ciertamente difíciles de superar: cuestas empinadas y cañones cortados por ríos caudalosos y helados que aumentaban su caudal entre los meses de noviembre y abril, tiempo en que eran imposibles de cruzar a nado. En muchos casos, la distancia entre las montañas vecinas imposibilitaba el uso de materiales sólidos como la piedra, que hubiera requerido de un trabajo considerable de ingeniería. El carácter sísmico del territorio y las condiciones climáticas aceleraban el deterioro de cualquier material usado para la construcción, obligando a su renovación periódica. La civilización andina tuvo como uno de sus logros fundamentales el acceso y utilización de los recursos disponibles en un medio tan diverso, siendo indispensable una comunicación fluida entre los habitantes de los diversos niveles ecológicos, lo que implica que desde sus inicios encontró formas de superar tales obstáculos naturales. La respuesta a todo ello requirió de un conocimiento de ingeniería, del uso de los materiales disponibles en cada región y de una organización sin fallas.
Aunque la tecnología constructiva de puentes se desarrolló antes de la aparición del Tawantinsuyu, todos los puentes de los que se ha dado información desde la época de las crónicas hasta el siglo XX son de origen incaico (Hyslop 1992: 215). Ello se debe no solamente a la fragilidad de estas estructuras sino a que el sistema vial inca integró todos los medios de comunicación existentes de las sociedades que fueron conquistadas. La misma sociedad cusqueña se desarrolló en una región de relieve escarpado, grandes alturas y valles marcados por ríos temporalmente caudalosos, lo que explicaría las soluciones que estos dieron ante los retos de la geografía andina.
Como se ha dicho, el tipo de puente levantado dependía directamente del tipo de obstáculo a salvar. Existían los puentes simples, compuestos de lajas de piedras que cubrían acequias y cuya anchura de hasta un metro permite definirlos como puentes antes que como alcantarillas (Hyslop 1992: 218). Los puentes de tablero rígido (Regal 1972: 9), que eran sin duda numerosos pero que apenas fueron mencionados en las crónicas por su poca espectacularidad, eran sencillos puentes de piedra de uno o dos metros de extensión que cruzaban arroyos y ríos estrechos; también pertenecen a este tipo los hechos con un conjunto de maderas que podían cubrir distancias de hasta catorce metros. En ambos casos, los puentes estaban sostenidos por estribos de mampostería, tosca o labrada. Cuando había que cubrir una distancia mayor a la que podía alcanzarse con un puente simple, se optaba por plantar sobre el lecho del río una serie de hileras de piedra cubiertas con lajas, solución que solo se encuentra en la sierra central, como en el puente ubicado a orillas del lago Lauricocha, en el distrito homónimo (Hyslop 1992: 219), o el ya desaparecido puente de Izcuchaca, (Huancavelica) que cubría con este medio unos 32 metros de longitud (Hyslop 1992: 220). Otra variante de los puentes de madera se sostenía en bancos de piedra y tierra o en voladizos que sobresalían en ambos estribos del puente, estructura que requería de soportes voluminosos de madera. Algunos ejemplos fueron registrados en los sitios de Huánuco Viejo y Chuquibamba, en la actual Huánuco, y posiblemente se trató de una solución de la región que los incas integraron al Qhapaq Ñan. Un tipo peculiar de puente, era el de balsas, para el que se disponía una hilera de embarcaciones de totora colocadas lateralmente y amarradas una junto a otra, formando una base que era cubierta con un tablero hecho también con totora y tierra apisonada a modo de calzada. Finalmente, otra alternativa comúnmente usada para cruzar los ríos o barrancos era la oroya o huaro, sistema que consistía una cuerda atada a ambos extremos que llevaba colgada una especie de cajón o cesta impulsada manualmente por el pasajero. Todas estas soluciones, sin embargo, no podían cubrir la distancia abierta por los grandes ríos de los Andes.
3. PUENTES COLGANTES
Los puentes colgantes, técnicamente definidos como puentes de tablero suspendido, están compuestos por una serie de sogas que sostienen un tablero y otras que forman dos pasamanos atados en ambos extremos sobre bases construidas con piedra y barro, ubicadas usualmente en sendos flancos de un cañón y a una misma altitud. Este tipo de puentes fue común en los Andes centrales, mientras que en el altiplano, en la sierra norte —de pendiente más suave— y en el extremo sur andino se utilizaban otras soluciones. Según Gade (1972: 96), el número de puentes colgantes existentes durante la época incaica se elevaría a setenta y cinco, de los cuales son muestra los estribos que han permanecido en diversos puntos de la serranía.
Solución indispensable para salvar precipicios sobre ríos de gran caudal, los puentes colgantes han sido citados con frecuencia como una muestra del alto nivel de la tecnología andina prehispánica. Las necesidades impuestas por el dominio inca dieron a este tipo de puentes una importancia extraordinaria, otorgándole un espacio en la administración estatal. No es casual que la tecnología de los puentes colgantes llegara en este período a un notable grado de perfección.
El material de los puentes colgantes era casi exclusivamente la fibra vegetal: en estos se utilizaba paja, pasto, ramas, tallos y enredaderas de diversas especies como el arbusto lloque (Kageneckia lanceolata), el chachacomo (Escallonia resinosa), la tasta (Escallonia patens), el sauce (Salix humboltiana), un arbusto de las quebradas llamado chilca (Baccharis polyantha) y el chuchau (Fourcoroya andina); también se usaba el maguey o cabuya (Agave americana), cuyas variedades han sido llamadas pita, aloe o penca, y el ichu (Stipa ichu), una gramínea de altura muy extendida en el área andina y utilizada para fabricación de sogas y diversos enseres.[14] Estos materiales, mucho más abundantes que la madera, pasaban por un proceso de elaboración que incluye el secado, prensado y desmenuzado del material hasta ser reducido a fibras que luego se convertían en soguillas y estas, a su vez, en sogas más gruesas, hasta crear un cable cuyo grosor pudiera igualar el de una persona promedio y tuviera una longitud que cubriera la distancia entre los dos soportes.
Los puentes colgantes se componían de un conjunto de cables para el piso del puente y otros dos que hacían las veces de pasamanos. Los cables que formaban el piso eran, por lo general, tres o cuatro, pero su número puede haber sido mayor, dado que se registran puentes que tenían un ancho de dos metros. La madera puesta a modo de piso del puente solía ser de ramas delgadas, aunque también se ha hecho mención al uso de tablas de madera; en todo caso, el peso de la estructura era ya considerable, sin tener en cuenta el agregado del contingente humano y las recuas de ganado que la estructura debía sostener.
La naturaleza del material y las condiciones climáticas hacían del puente una estructura perecible, lo que obligaba a su mantenimiento y renovación constantes; este trabajo debía ser planificado, dada la cantidad de mano de obra y de material requerido para esta labor. Aunque hay numerosos datos que indican que esta renovación se hacía anualmente, algunas crónicas aseguran que en el caso de los puentes grandes con piso de madera se esperaba hasta un lapso de cuatro a ocho años. Tampoco se podían obviar circunstancias ambientales como movimientos telúricos y, en especial, los conflictos internos que pudieran causar la destrucción del puente para evitar el paso de los enemigos. La conservación de los puentes estaba a cargo de guardianes, de maestros constructores y de los pueblos vecinos, que hicieron de esta labor algo suyo. Una responsabilidad que, como atestiguan las crónicas, aún perduró cuando el Tawantinsuyu ya había desaparecido:
En tiempo de los incas se renovaban aquellas puentes cada año, acudían a las hacer las provincias comarcanas, entre las cuales estaba repartida la cantidad de los materiales conforme a la vecindad y posibilidad de los indios de cada provincia. Hoy se usa lo mismo (Garcilaso de la Vega [1609] 1985, vol. 1: 136).
Cuando estos puentes se deshacen y envejecen, que a las veces durante cuatro años y más, los indios que están e ellos comarcanos tienen encargo de los aderezar y a renovar, mudándolas haciendo otras de nuevo con otros materiales, que durante por otros muchos días y años, por ser los varales y mimbres verdes y recios (Gutiérrez de Santa Clara 1603, citado en Regal 1972: 25).
Regal clasifica tres tipos de puentes colgantes de tablero suspendido: el simple, el doble y el de tipo hamaca. El primero, ya descrito, es el puente clásico de sogas vegetales, mientras que el segundo, del que hay escasas menciones, es una variante del primero. Se trata de dos puentes paralelos que se sostienen sobre sendas bases, como los que han sido encontrados en los actuales distritos de Yungay y Huaylas, ambos en el Callejón de Huaylas, departamento de Áncash (Regal 1972: 36). Pedro Sancho de la Hoz (1968 [1534]: 11) refiere que estos puentes eran para el tránsito diferenciado entre la nobleza y la población común, aunque esta es una idea no comprobada. El tercer tipo es el puente de hamaca, una simplificación del puente colgante que es esencialmente un tablero de ramas paralelas cuyos extremos iban atados a sendos cables gruesos. Estas estructuras, muy poco utilizadas, se sostenían amarradas a soportes como en un puente colgante clásico o sobre grandes estacas clavadas en las orillas del río y a poca altura de este (Regal 1972: 38).
Los incas tendieron varios puentes colgantes a lo largo del tramo más difícil del río Apurímac, un profundo cañón vertical que abarca los actuales departamentos de Cusco, Arequipa y Apurímac. Algunos puentes que lo cruzaban, como el Q’eswachaka, pertenecieron al camino del Contisuyu, pero la mayoría perteneció al camino que llevaba al Chinchaysuyu. El Inca Garcilaso (1609) y Anello Oliva (1630) relatan que el primer puente colgante de esta región fue el puente Accha (Cusco), cuya construcción atribuyen al inca Mayta Cápac, en la segunda mitad del siglo XIII. Sin embargo, el puente colgante más famoso que haya cruzado este río fue sin duda el Maucachaka (que también ha recibido los nombres de Huacachaka, Presidentiyuq, de Curahuasi o De la Banca), que fue calificado por Garcilaso como una “obra maravillosa e increíble”. En su relato sobre la conquista del Contisuyu, en el capítulo VIII del libro III de sus Comentarios Reales, el cronista —que en este fragmento llama al puente con el nombre de “Apurímac”— hace una de las descripciones más completas que se hayan hecho en la literatura colonial sobre esta tecnología.
Para hacer una puente de aquellas, juntan grandísima cantidad de mimbre, aunque no es de la misma de España, es otra especie, de rama delgada y correosa. Hacen de tres mimbres sencillos unas criznejas muy largas, a medida del largo que ha de tener el puente. De tres criznejas de tres mimbres hacen otra de a nueve mimbres, de tres de aquellas hacen otras criznejas que vienen a tener en grueso veintisiete mimbres, y de tres de éstas hacen otras más gruesas, y de esta manera van multiplicando y engruesando las criznejas hasta hacerlas tan gruesas y más que el cuerpo de un hombre. De estas muy gruesas hacen cinco criznejas.
Para pasarlas de la otra parte del río pasan los indios nadando o en balsas, llevan atado un cordel delgado, al cual atan una maroma, como el brazo, de un cáñamo que los indios llaman cháhuar; a esta maroma atan una de las criznejas, y tiran de ella gran multitud de indios hasta pasarla de la otra parte. Y habiéndolas pasado todas cinco, las ponen sobre dos estribos que tienen hechas de peñas vivas, donde las hallan en comodidad, y, no los hallando, hacen dos estribos de cantería tan fuerte como la peña.
La puente de Apurímac, que está en el camino real del Cuzco a los reyes [Lima] tiene el estribo de peña viva y el otro de cantería. Los estribos hacia la parte de tierra son huecos, con fuertes paredes de los lados. En aquellos huecos de una pared a otra, tiene cada estribo atravesadas cinco o seis vigas, tan gruesas como bueyes, puestas por su orden y compás como una escalera de mano; por cada viga de éstas hacen dar una vuelta a cada una de las criznejas gruesas de mimbre de por sí, para que la puente esté tirante y no se afloje con su mismo peso, que es grandísimo; pero, por mucho que la tiren, siempre hace vaga y queda hecho arco, que entran descendiendo hasta el medio y salen subiendo hasta el cabo, y con cualquier aire que sea algo recio se está meciendo.
Tres criznejas de las gruesas ponen por suelo de la puente, y las otras dos por pretiles a un lado y a otro, Sobre las que sirven de suelo echan madera delgada como el brazo, atravesada y puesta por su orden en forma de zarzo, quedando todo el ancho de la puente, la cual será de dos varas[15] de ancho. Echan aquella madera para que guarde las criznejas, porque no se rompan tan pronto, y átanla fuertemente con las mismas criznejas. Sobre la madera echan gran cantidad de rama atada y puesto por su orden; échanla porque los pies de las bestias tengan en qué asirse no deslicen y caigan. De las criznejas bajas que sirven de suelo, a las altas que sirven de pretiles, que hace pared por todo el largo del puente, y así queda fuerte para que pasen por ella hombres y bestias (Garcilaso de la Vega 1985 [1609], vol. 1: 135-136).
El puente de Maucachaka fue considerado por Regal (1972: 80) como “el Rey de los puentes incaicos” y, en opinión de George E. Squier, su fama era “coextensiva a la del Perú” (Squier 1974: 296). De hecho, el explorador Hiram Bingham refiere que fue la descripción de este puente hecha por Squier lo que le animó a recorrer la región andina (Hyslop 1992: 226).[16]
4. EL QHAPAQ ÑAN BAJO EL RÉGIMEN COLONIAL
Una de las cosas de que yo más admiré contemplando y notando las cosas de este reino fue pensar cómo y de qué manera se pudieron hacer caminos tan grandes y soberbios como por él vemos y qué fuerzas de hombres bastaron a lo poder hacer y con qué herramientas y estrumento pudieron allanar los montes y quebrantar las peñas para hacerlos tan anchos y buenos como están (Cieza 2005: 329).
“Puente del Apurímac”, ilustrado por L. Gibbon, en Un viaje por tierras incaicas. Crónica de una expedición arqueológica (1863- 1865), de George Squier. “A la izquierda de las chozas, meciéndose a gran altura en una graciosa curva, entre los precipicios de ambos lados, con aspecto maravillosamente frágil y sutil, estaba el famoso puente del Apurímac”, comenta el explorador norteamericano.
El Qhapaq Ñan fue motivo de admiración por parte de los primeros españoles que utilizaron este sistema de comunicación. Pedro Pizarro, el hermano de Francisco Pizarro, y Miguel de Estete, fueron los primeros cronistas en registrar las calzadas, los puentes y la organización de los tambos y centros administrativos. Sin embargo, quien mejor los describió fue Pedro Cieza de León (1555), quien con su curiosidad y observación precisa detalla la tecnología de los puentes algunas décadas antes que Garcilaso de la Vega. También existen testimonios de Vaca de Castro (1543), Agustín de Zárate (1555), el toledano Pedro Sarmiento de Gamboa (1572) y Martín de Murúa (1590), mientras que en el siglo XVII el indígena Felipe Guamán Poma de Ayala (1615) y el jesuita Bernabé Cobo (1653) describieron el camino como un sistema con centros administrativos principales y tambos, información que ha sido esencial para su posterior reconstrucción histórica.
A partir de Cieza, todos los cronistas que describen los caminos y puentes hablan con frecuencia de su desgaste. Tal como lo expresaron los cronistas más de una vez, los españoles eran reticentes a cruzar los puentes colgantes por su gran altura y su frágil aspecto, pero luego descubrieron que no era usual caer de ellos por la solidez de su trama, incluso si los puentes necesitaban reparación (Sancho de la Hoz (1968 [1534]: 11-13). Estos puentes estaban hechos para condiciones distintas a las traídas por los españoles, como el transporte a lomo de animales cuyo peso ligero y finas patas no causaban gran daño en el piso. Este riesgo sí era claro con los animales de origen europeo como los caballos y el ganado con pezuñas córneas como vacunos, ovejas y cabras. Lo mismo se puede decir de los vehículos que podían transportar cargas o personas, por lo general demasiado voluminosos para el diseño original de estos puentes. La calzada del Qhapaq Ñan fue usada desde el inicio de la presencia española como camino de herradura para viajeros a caballo o acémila, siendo este uno de los factores que más ha contribuido a su deterioro.
Pero el principal enemigo del Qhapaq Ñan fue la desaparición del sistema político que había impulsado su construcción y aseguraba su mantenimiento. Descabezada y deslegitimada la administración inca, las sociedades nativas se alinearon en pro o en contra de los españoles. Los recién llegados intentaron reponer el orden colocando un gobierno títere en el Cusco, que pronto se rebeló y protagonizó un levantamiento contra la Corona española. Los puentes fueron los que más sufrieron por esta serie de guerras internas, siendo muchos de ellos derribados para impedir el paso de enemigos de uno u otro bando. Pedro de la Gasca, enviado por la Corona en calidad de Pacificador del Perú para acabar con la Rebelión de los Encomenderos, recorrió el territorio andino desde el norte hacia la región cusqueña, centro del levantamiento. Luego de constatar la importancia de los puentes para el logro de su empresa y previendo que los rebeldes podrían destruirlos para detener su avance, ordenó la recolección de materiales para el reemplazo de los puentes que estuvieran en peligro de ser destruidos (Regal 1972: 81). Con ello se inició la recuperación y el uso parcial del antiguo sistema de comunicación por un nuevo sistema y bajo una nueva lógica.
Tras el costoso proceso de pacificación, con una población nativa diezmada y arrinconada por el nuevo orden político, se instaló rápidamente una administración de signo muy distinto a la del Tawantinsuyu. Dado que el objetivo de la Corona era la recaudación masiva de recursos y su canalización a centros de acopio para ser enviados a España, el flujo económico adquirió un carácter marcadamente “transversal”, esto es, de conexión entre la sierra y la costa, a diferencia de la administración inca, cuya columna vertebral estaba longitudinalmente establecida a lo largo del Tawantinsuyu (Bar Esquivel 2013: 34). Largos tramos del camino se convirtieron en vías de un flujo económico que favoreció el transporte de contingentes humanos, ganado y recursos primarios, abandonando la mayor parte de los antiguos tambos y algunos de los centros administrativos más importantes.
La administración colonial reconoció la importancia de los puentes, razón por la que mantuvo y alentó su reconstrucción en los puntos más estratégicos. Sin embargo, el mismo sistema de explotación por ella impuesto impedía a la población disponer de un tiempo para la reparación de estas estructuras, provocando que se produzca un rápido deterioro de los materiales y causando con ello numerosos accidentes y pérdida de vidas. La lógica del nuevo sistema creó así una situación contradictoria, pues la exigencia de enriquecimiento constante pugnó siempre con las necesidades del mantenimiento de los puentes (Camala 2005). Vaca de Castro describe de modo muy directo las penalidades de la población indígena bajo el régimen colonial temprano, a la cual se le exigía una carga continua de tributación:
Los indios y naturales de esta provincia reciben gran trabajo y daño en andar mucha parte del año ocupados en hacer las puentes del camino real, los cuales como son de criznejas y los que pasan por ellas son muchos y las mercaderías, ganados y bastimentos que vienen a esta ciudad y pasan para adelante pacan todas las dichas puentes y las rompen y desbaratan cada día y como los indios comarcanos han de acudir por fuerza a hacerles, reciben gran agravio y pierden de hacer sus sementeras por ser tan continuo el trabajo y dado caso que antiguamente los dichos indios hacían las dichas puentes y lo han tenido de costumbre hasta ahora, no padecían antes tanto trabajo como al presente porque no pasaban recuas ni ganados ni en tanta cantidad gentes y mercaderías como ahora (Vaca de Castro, citado en Camala 2005).
Aun cuando la renovación periódica de los puentes era la norma y todavía existían los herederos del antiguo conocimiento, los procedimientos para el mantenimiento de los puentes no generaron el interés de la administración colonial. Los saberes nativos (por ejemplo, la elaboración y la lectura de quipus), eran detentados por miembros de una población que en esos momentos vivía sometida a una economía basada en la extracción de recursos y la elaboración de manufacturas a gran escala, lo que hizo difícil la transmisión de los conocimientos originarios. Los principios de esta herencia cultural eran, además, muy distintos de los occidentales y las concepciones sobre el mundo de las cuales derivaba este conocimiento fueron, con la difusión de la doctrina cristiana, motivo de prohibición y persecución. La experiencia de miles de años, entonces, se habría refugiado en los especialistas locales, detentadores de los saberes, prácticas y tradiciones rituales que tuvieron que mantener en la clandestinidad. Esta situación no cambió en lo fundamental en los años que sucedieron a la Colonia.
5. EL QHAPAQ ÑAN Y LOS PLANES DE DESARROLLO VIAL
Parte fundamental para la reconsideración del valor del Qhapaq Ñan fue el interés de los viajeros europeos y norteamericanos del siglo XIX, quienes también conocieron los puentes que aún se encontraban en uso —y, por tanto, en continua renovación— y elaboraron los primeros mapas de las rutas seguidas. Esto es lo que se encuentra en la obra de Alexander von Humboldt (1802), a finales del periodo colonial, y en los posteriores relatos del suizo Jakob von Tshudi (1838-1842), el alemán Ernst Middendorf (1876-1 888), el norteamericano George E. Squier (1863-1865), el francés Charles Wiener (1875-1877), el inglés Clements Markham (1852-1861) y el italiano Antonio Raimondi (1851-1869), quien fue el primero en esbozar un mapa del Qhapaq Ñan. Admiradores de las obras de ingeniería incaica y del sistema político que las hizo posibles, todos estos autores realizaron detalladas descripciones de los puentes, con especial énfasis en los puentes colgantes, cuyo uso era un testimonio sobre cómo la tecnología y la organización comunal que renovaba los puentes habían sobrevivido al régimen colonial. La siguiente cita, perteneciente a George Squier, describe la elaboración y mantenimiento periódico de los puentes a cargo del gobierno local y las poblaciones rurales bajo su jurisdicción:
El mantenimiento de cada puente está por lo general a cargo de la municipalidad de la aldea más próxima y como requieren renovación cada dos o tres años, los indios están obligados a traer al lugar en períodos determinados cierta cantidad de mimbres de tipos peculiares de madera resistente, generalmente de la variedad llamada ioke, que son trenzados por expertos y luego tendidos a través del arroyo o río mediante los esfuerzos unidos de los habitantes. Algunas de las estructuras más grandes y más importantes de este tipo son mantenidas por el gobierno y todos los pasajeros y mercaderías pagan un pontazgo fijo (Squier 1974: 294-295).
En tanto que esta tecnología era redescubierta por los viajeros y estudiosos, el auge comercial del guano y de la minería en el siglo XIX engendraba áreas de desarrollo capitalista que planteaban la necesidad de crear nuevas alternativas viales para la expansión del mercado interno y para el mejoramiento del tránsito de productos y de la fuerza de trabajo. Este fue el motivo para la exploración y apertura de los antiguos caminos de herradura de acceso hacia la selva entre 1851 y 1868 y, en la segunda mitad de este siglo, la construcción de las primeras vías de ferrocarril que se superpusieron a las antiguas rutas del Qhapaq Ñan. Las obras para el paso de ferrocarriles traerían consigo la novedad de los puentes de metal, lo que alteró definitivamente el flujo poblacional ante la demanda de recursos y mano de obra.
El siglo XX, siglo del Indigenismo y de los grandes estudios sistemáticos sobre la cultura andina, fue también el de los grandes proyectos de desarrollo vial, de la crisis y caída del sistema de haciendas, de la emigración masiva a las ciudades y de la urbanización del campo. Coincidiendo con un período de auge de la arqueología peruana, diversos estudiosos elaboraron los primeros tratados sobre el Qhapaq Ñan como sistema, echando mano de las crónicas, los relatos de viajeros y realizando nuevos recorridos a lo largo de los tramos identificados en todo el territorio andino. El ingeniero peruano Alberto Regal hizo los primeros estudios completos, aún válidos, sobre el Qhapaq Ñan (1936) y sus puentes (1972), estableciendo la primera tipología de estas obras de ingeniería prehispánica, mientras que el periodista Víctor von Hagen realizó su propio recorrido en la década de 1950, acompañado de una gran publicidad que ayudó al reconocimiento del Camino Inca a nivel internacional. De modo más sistemático, el sacerdote León Strube Erdmann (1963) hizo su propio estudio, completando varios de los datos faltantes en los trabajos anteriores. Pero para acceder a una visión más completa del Qhapaq Ñan habrá que esperar a John Hyslop (1984), quien tras un recorrido sistemático por todas las rutas identificadas y un registro de todos los establecimientos arqueológicos, supera el nivel ensayístico de los primeros autores y establece la hasta hoy tipología más completa sobre el Qhapaq Ñan.
Mientras tanto, numerosos factores han afectado de modo determinante la fisonomía de la sociedad rural, alterando su sistema económico y el paisaje en el que se desenvolvía. El crecimiento económico que acompañó a la larga recuperación tras la Guerra con Chile instó a ingenieros —con ayuda de políticos y periodistas— a proponer una nueva red vial para vehículos motorizados que superara el estado existente de las vías de comunicación, que aún se valían de los antiguos tramos del Qhapaq Ñan. Por otro lado, también se reconoció la importancia de esta obra de ingeniería prehispánica, identificada entonces únicamente con lo inca. Esta imagen del Tawantinsuyu y su red de caminos sería usada a partir de entonces como bandera de promoción para los futuros proyectos de desarrollo, aunque su resultado concreto fuera, contradictoriamente, la destrucción de la tecnología nativa. Por regla general, estos proyectos instalaron carreteras asfaltadas sobre los antiguos caminos, en gran parte compuestos por los tramos empedrados del Camino Inca. Las normas de envergadura que alteraron definitivamente el panorama del Qhapaq Ñan fueron: la Ley 2323 de 1917, que da instrucciones sobre la construcción y conservación de caminos y crea un cuerpo de Ingenieros de Caminos; la Ley 4113, del gobierno de Augusto B. Leguía en la década de 1920; y los planes bienales del gobierno de Oscar R. Benavides, en la década de 1930.
De estas normas, la más significativa fue la Ley 4113, también conocida como la Ley de Conscripción Vial o del Servicio Obligatorio de Caminos, aprobada en mayo de 1920 y puesta en práctica durante todo el «oncenio» que duró el gobierno de Leguía. En primer lugar, porque este plan integró por primera vez en tiempos republicanos lo que había sido todo el antiguo sistema de caminos, en aras de la interconexión de todas las regiones del país y de la penetración en territorios de frontera, incluyendo en ellos a la Amazonía —en lo que fue, quizás inconscientemente, una reproducción de las intenciones de la administración incaica—. De este modo, las antiguas vías longitudinales de la costa y de la sierra fueron convertidas en parte de la nueva red de carreteras asfaltadas. Para 1929, la carretera de la costa (que luego daría lugar a la Carretera Panamericana) ya unía muchas ciudades a lo largo de la costa, de manera similar a la red del Qhapaq Ñan. Estos nuevos planes incluyeron el levantamiento de puentes de metal idóneos para la movilidad motorizada que lentamente penetraba en los caminos del interior, sustituyendo progresivamente a los antiguos puentes, a cuyo lado se construían. En segundo lugar, porque el mismo Leguía —en tiempos en que el Indigenismo era un movimiento cultural en las ciudades más importantes del país— quiso recuperar para sí los símbolos (estereotipados) del Tawantinsuyu, considerándose en el discurso un heredero de la tradición inca e inaugurando eventualmente monumentos que seguían la estética indigenista.
La frágil economía de las poblaciones rurales, en su mayor parte sometidas al sistema de haciendas, fue llevada al límite con el trabajo obligatorio que los varones de 18 a 60 años debían cumplir en la construcción de las carreteras asfaltadas, a cargo de compañías extranjeras (Kapsoli 1977: 46). El trabajo constante, bajo la dura vigilancia y maltrato continuo de gendarmes contratados, llevaba a los campesinos indígenas a la extenuación, sin la compensación de alguna asistencia médica ni alimentación ni garantías para el pago del jornal una vez terminada la labor, negándoles las condiciones para su reproducción básica. Esta política produjo un cuadro de miseria generalizada en las zonas comprometidas y la muerte de un número no calculado de trabajadores, situación que consternaba a sectores de la opinión pública, en especial a voces comprometidas como las de José Carlos Mariátegui y el Patronato de la Raza Indígena. La conscripción vial se convirtió en el catalizador de una serie de levantamientos en zonas rurales de la sierra sur, en especial en Cusco y Puno. Aunque la finalidad de estos movimientos era frenar esta serie de iniquidades, pronto adoptaron un carácter antigamonal y, al menos en sus manifiestos, se empezó a proclamar el retorno del Tawantinsuyu, con un sentido que ha sido calificado de mesiánico, muy distinto de la cosmética reivindicación hecha por el gobierno de Leguía. El golpe de Estado del General Sánchez Cerro trajo consigo la abolición de la Ley 4113, lo que le granjeó inmediata popularidad en el área rural.
Ya se tratara de planes de envergadura o de proyectos sobre tramos concretos de camino, este avance de la carretera asfaltada y del puente metálico fue una constante a lo largo del siglo XX, y este rubro de obras sigue siendo hoy parte de los numerosos planes de desarrollo local o regional. En contraposición, otro fenómeno que se alzó en este tiempo fue el notable desarrollo de la arqueología y la etnohistoria, que determinaron cuáles eran las dimensiones y usos del Qhapaq Ñan y generaron un nuevo interés hacia la tecnología nativa de caminos y puentes, así como hacia los lugares donde su uso está vigente. En el año 2001, el entonces Presidente de la República, Valentín Paniagua Corazao, impulsó y firmó el Decreto Supremo N.° 031-2001-ED, con el que se declara de interés nacional la investigación, identificación, registro, conservación y puesta en valor del Camino Inca, Qhapaq Ñan, y se encarga al Poder Ejecutivo la creación de una comisión nacional para lograr los objetivos de este mismo decreto. Esta iniciativa, en buena parte, derivaba del interés de su correligionario y también Presidente de la República, el arquitecto Fernando Belaunde Terry, quien muchas veces manifestó la importancia de la red vial prehispánica y la tomó como un antecedente de los proyectos viales contemporáneos. Posteriormente, en el año 2004, se aprueba la Ley 28260, con lo que se le dio fuerza al decreto del año 2001 y se le encarga al Instituto Nacional de Cultura, actualmente Ministerio de Cultura del Perú, el cumplimiento del proyecto Qhapaq Ñan. Actualmente, está claro que la recuperación y preservación del Camino Inca no solo contribuye a un mejor conocimiento del mismo sino al desarrollo de los pueblos vinculados a él, pues impulsa la participación de los ciudadanos en los programas relacionados con su puesta en valor.
Existen todavía muchos e importantes tramos del Qhapaq Ñan que, al no haber sido integrados al sistema vial construido desde la década de 1920, quedan aún reconocibles y vigentes como caminos a pie o de herradura para una gran cantidad de pueblos del área rural. No obstante, casi la totalidad de puentes antiguos puede considerarse desaparecida. Esto es aún más cierto en lo que respecta a los puentes colgantes, en tanto que los grandes puentes metálicos para el tránsito de vehículos han hecho innecesarios estos puentes de uso puramente peatonal, cuyo levantamiento requiere de una sólida organización comunal, en tiempos en que la economía y sociedad rurales se han orientado a una mayor individualización y urbanización. Por ello tiene especial valor la continuidad de la costumbre del levantamiento de un puente colgante sobre el cañón del río Apurímac, por un conjunto de comunidades en el distrito de Quehue, provincia de Canas, en el departamento del Cusco; puente que, según Regal (1972: 32), se llamaba Simpachaka y que actualmente conocemos como Q’eswachaka.
Este puente es excepcional, ya que es testimonio vivo de una tecnología que ha persistido por siglos, con pocas variaciones respecto a la tecnología descrita por Garcilaso hace cerca de cuatro siglos. A poca distancia del Q’eswachaka existe un moderno puente de hierro, pero los pueblos de Quehue, lejos de considerar obsoleta la construcción del puente, han mantenido esta actividad como parte de su ciclo festivo. De hecho, consideran esta costumbre importante para la sobrevivencia de las cuatro comunidades rurales involucradas en su renovación. También es la principal fuente de información sobre el significado ritual de esta actividad, aspecto poco tratado por cronistas y viajeros, que le ha investido de especial importancia como símbolo de identidad de los pueblos del distrito. Desentrañar las posibles razones de la subsistencia de esta tradición en el distrito de Quehue y entender los motivos actuales de esta antigua práctica cultural vigente son los temas de los que se tratará en los capítulos siguientes.
CAPÍTULO 2
ECONOMÍA, ORGANIZACIÓN POLÍTICA E HISTORIA DE CANAS
La persistencia de una costumbre como la renovación anual del puente Q’eswachaka es un fenómeno que necesita explicarse a partir del contexto espacial, la situación socioeconómica y la organización política de la provincia de Canas. También debe tenerse en cuenta la relación que esta actividad ha tenido con procesos históricos significativos, como el establecimiento del Tawantinsuyu y del sistema colonial, la rebelión de Túpac Amaru, la resistencia contra la clase gamonal republicana y la Reforma Agraria, que han quedado en la memoria de esta población.
Además de la descripción del espacio geográfico de Canas, en esta parte se realizará un diagnóstico de la situación actual del distrito de Quehue, área poco conocida en comparación con la ciudad del Cusco y el Valle Sagrado, pero no por ello menos importante.
1. PANORAMA ACTUAL DE CANAS Y QUEHUE
Espacio
La provincia de Canas se ubica en el sudeste del departamento de Cusco. Por el norte limita con las provincias de Acomayo, al este con la provincia de Canchis y el departamento de Puno, al sur con la provincia de Espinar y al oeste con la provincia de Chumbivilcas. Los distritos que la conforman son, al norte, Túpac Amaru, Pampamarca y Yanaoca; al oeste, Quehue y Checca; al sur, Kunturkanki, y al este, Langui y Layo. Su capital,
Yanaoca, se encuentra en el distrito del mismo nombre, y a ella le siguen, en orden de importancia, las ciudades de Checca, El Descanso (distrito de Kunturkanki) y Tungasuca (distrito de Túpac Amaru). Se estima que la población de la provincia sobrepasa los 38 mil habitantes, lo que conforma un poco más del 3% de la población del departamento del Cusco (Gobierno Regional del Cusco-GRC 2013: 11).
Canas se encuentra en una amplia región geográfica que recibe el nombre de los Altos del Cusco. Toda esta zona, que también incluye a las provincias cusqueñas de Canchis, Chumbivilcas, Espinar y parte de la provincia de Acomayo, se encuentra al sudeste del departamento del Cusco, entre las cuencas de los ríos Apurímac y Vilcanota, a una altitud entre los 3,600 y los 3,900 m.s.n.m.[17] En Canas dominan, por tanto, las bajas temperaturas, con un promedio de 7o C, llegando hasta los 4o C en el mes de enero, pero con un aumento estacional en los meses de setiembre a noviembre, en los cuales puede alcanzar los 16o C. En la zona pueden darse severas heladas que crean capas de nieve y hielo de hasta un metro de espesor. Las precipitaciones, en forma de lluvia y granizo, fluctúan entre medias y altas —700 a 800 mm—, con mayor incidencia entre los meses de diciembre y marzo.
En este escenario, el paisaje de Canas se distingue por estar compuesto por grandes llanuras y colinas de pendiente suave que colindan con el altiplano puneño. Alrededor, se pueden encontrar riachuelos y quebradas de pendiente pronunciada y que se caracterizan por tener un microclima templado que varía entre los 18° C y 22° C. No es un lugar apto para la agricultura intensiva, pero existen espacios —sobre todo en las quebradas— en los que se puede cultivar el maíz y algunos frutos. La vegetación dominante es el pajonal de puna, término que involucra a diversos tipos de pasto como el ichu (Stipa ichu), los géneros Calamagrostis, Poa, Bromus,
Agrostis y Aciachne, y las hierbas Baccharis, Senecio yEphedrapolylepis. En esta área proliferan también otras hierbas como las llamadas Urtica sp.
(ortiga), Opuntia, Astragalus y Gentiana (GRC 2012: 11) y es terreno apto para la producción de forrajes y de cultivos de altura como tubérculos (papa, olluco, izaño y oca) y quenopodiáceas (quinua y cañihua).
El río Apurímac define en buena medida la geografía de la provincia. Nacido en la laguna Vilabro en Caylloma (Arequipa), colecta las aguas de los ríos Santo Tomás, Velille y Huacrahuacho, entre muchos otros, pero su cauce cerrado impide el aprovechamiento directo de sus aguas. Entre sus tributarios, el más importante es el Huacrahuacho, cuya microcuenca abarca los distritos de Checca y Kunturkanki y alimenta, a su margen derecha, a las comunidades de Hanansaya Ccollana y Kjana Janansaya, y, a su margen izquierda, a la comunidad de Chuquira (PACC 2013:30). El río Vilcanota, por su parte, tiene como afluente al río Langui, el más importante de Canas, que nace en la laguna de Langui-Layo y a cuya orilla se encuentran los distritos del mismo nombre. De esta misma laguna parten los ríos Jeruma y Payachuma, afluentes del Vilcanota.
Otros riachuelos y quebradas importantes de Canas son Surimana, Machaccoyo y Ccochapata, en el distrito de Túpac Amaru; las quebradas Churanami, Q’atunorcco, Patactira e Irumocco, en el distrito de Checca; las quebradas Pampachulla, Puyahuaytapiza, Escuelahuasi y Limachaca y los riachuelos Collamayo y Laramani, en Kunturkanki; Chaupihuaycco, Llamería y Cotahuasi, en Layo; Hercca, Paclla, Qancayo, Ccayaccmayo, en Langui; Vaquería, Ayahuarcuna y Churicani, entre Yanaoca y Pampamarca; y Tolqueruma, Tuctupillis y Vilayaque, en el distrito de Quehue. El río Hercca ha sido desde hace décadas la fuente de una hidroeléctrica. Además de la laguna de Langui–Layo, también se encuentran la laguna de Pampamarca, en el distrito del mismo nombre, y de Cochapata, en Túpac Amaru, ambas convertidas en represas para proyectos de riego.
Economía
La principal actividad económica en la provincia de Canas es la ganadería, ocupación que se encuentra favorecida por el gran número de pastizales, reservas naturales de agua y tabladas ganaderas que dominan la región. Dado que se trata de un espacio que consta de varios pisos altitudinales, con pastos estacionales como recurso fundamental, los pastores se desplazan por los diversos pisos ecológicos a lo largo del ciclo productivo anual. En las alturas medias, el ganado que se cría suele ser ovino y vacuno, mientras que en las zonas de mayor altura son camélidos (alpacas y llamas). Una vez que finaliza el periodo de lluvias, los pastos naturales disponibles están en los bofedales de mayor altura, con la ventaja de un clima más benigno en la temporada seca.
La unidad productiva principal de la actividad ganadera es la estancia, que se ha hecho progresivamente importante conforme la economía pastoril ha empezado a entrar en el circuito mercantil. Su administración está a cargo de la familia que, a modo de propiedad corporativa, aprovecha sus recursos de manera estacional.
La producción ganadera caneña se encuentra dedicada principalmente a la crianza de ovinos, que en esta provincia suman cerca de 250 mil cabezas y cuyo manejo está extendido por todos los distritos pero se concentra en Yanaoca y Checca (entre los dos hacen el 40.89 % de la producción de ovinos en la provincia). En segundo lugar están los vacunos, especialmente en los distritos de Kunturkanki (28.02% de la producción de vacunos) y de Checca (17.12%). En tercer lugar se encuentran los camélidos, las alpacas y las llamas en los distritos de Layo (40.12%), Yanaoca (18%) y Kunturkanki (16.62%). Se puede observar que la producción ganadera es más extensa y próspera en Yanaoca, Checca, Kunturkanki y Layo, y muy baja en Pampamarca.
En todo ello, Quehue mantiene un lugar intermedio pero más cercano a la escasez que a la abundancia. En relación con los otros distritos, se encuentra en quinto lugar en la producción pecuaria de ovinos (26,161 cabezas, un 10.79% de la población de ovinos de la provincia), sexto en la de vacunos (3,500 cabezas, un 8% del total) y cuarto en la de llamas (3,700 cabezas entre alpacas y llamas, un 10% del total).
Los drásticos cambios del clima en la sierra sur, que producen fenómenos estacionales como el friaje, son causa de muertes y enfermedades en los animales. La asesoría de la Agencia Agraria, el Senasa (Servicio Nacional de Sanidad Agraria), el Pronamachcs (Programa Nacional de Manejo de Cuencas Hidrográficas y Conservación de Suelos) y el Plan Meriss de mejora de riego del Ministerio de Agricultura, vehiculada por las organizaciones no gubernamentales que trabajan en la zona, ha incidido en el cuidado de los animales, lo que incluye la extensión de los cultivos de forraje como la alfalfa, la avena forrajera y el rye grass, además de la implementación de corrales y cobertizos para protegerlos de las bajas temperaturas. Hay que acotar que estos planes son puestos en práctica en los distritos con mayor proyección, como Yanaoca, Checca y Layo, antes que en distritos como Quehue. En este último, las cuatro comunidades se han organizado por cuenta propia para crear una empresa comunal para el manejo y comercialización de ganado ovino, vacuno y de alpacas (CAJ 2009: 76).
En el rubro agrícola, las condiciones de altura imponen en Canas la siembra de tubérculos, cereales y forraje para el consumo animal. De este modo, la provincia de Canas se ha especializado en la producción de papa (353,376 t por año), alfalfa (111,222 t) y avena forrajera (107,895 t), así como en el cultivo de cebada, habas, maíz amiláceo, rye grass, olluco, trigo y quinua (GRC 2012: 48). La gran producción de papa viene acompañada, además, por la riqueza de variedades cultivadas, como los tipos llamados q’omis, qusi, siqa, mashua, chak’awayro y maqtillo, entre otros (Callañaupa et al 2011). Tecnológicamente, la producción agrícola recurre al uso de herramientas y formas tradicionales de barbecho —chakitaqlla, qorana, lampa, pico y arado con buey— y a la agricultura de secano, entre otras técnicas que necesitan la colaboración de la familia. Otros factores que definen la producción agrícola son la escarpada geografía, que restringe el uso de maquinaria pesada, y los poco ventajosos términos de intercambio que esta provincia tiene con el mercado, lo que impide un crecimiento económico sostenido del rubro. De hecho, toda innovación e intento de mejora proviene de los proyectos implementados por el gobierno regional, las municipalidades y diversas organizaciones no gubernamentales con presencia en la región.
En el caso de Quehue, los cultivos de mayor importancia son la avena forrajera (4,950 t), la papa (1,120 t) y la alfalfa (989 t), seguida muy por detrás por el grano de cebada (185 t), el trigo (55 t), las habas de grano seco (39 t), el olluco (27 t) y la quinua (5 t). El monto de la producción agrícola de Quehue va de regular a bajo en el marco de la región. Las tareas agrícolas son compartidas entre todos los miembros de la familia como unidad productiva, encargándose cada uno de un rol particular.
La industria, entendida como una actividad de transformación de recursos y productos primarios, está limitada en Canas a la elaboración de derivados lácteos (queso, yogurt, mantequilla) y, sobre todo, a la artesanía. En los distritos de Kunturkanki y Pampamarca predomina la confección de prendas e instrumentos musicales; en Layo, labores de cordelería; en Túpac Amaru, el labrado en piedra; y, en Quehue, la producción textil y la elaboración de sombreros de fieltro y de cuero. El volumen de esta producción suele ser muy limitado, pues se trata de actividades realizadas por particulares y por familias que no pertenecen a ninguna asociación de artesanos que facilite la salida de los productos a un mercado más amplio. El destino tradicional de estas piezas son las ferias regionales y distritales —también llamadas “plazas”, pues se realizan en la plaza central del pueblo— de Yanaoca, la capital de la provincia, y en las capitales de Kunturkanki, Layo, Langui, Checca y Quehue. Los tres primeros pueblos comercian los días sábados, domingos y lunes de la semana programada y sus productos constituyen un importante eje de desarrollo regional. Las ferias también proveen a los comerciantes que tienen contacto con los mercados de Canchis, Espinar, Acomayo y Chumbivilcas, así como con las capitales de los departamentos de Cusco, Puno y Arequipa. Estas plazas, tanto como los mercados de abastos o los campos feriales, suelen incluir productos agrícolas, pecuarios, bienes fabricados y servicios diversos.
En Quehue, la feria también se realiza los domingos y en ella se ofrecen productos de la zona como papa, cebada, cañihua, carne de alpaca, fibra de lana de alpaca, abarrotes, comidas preparadas, derivados lácteos, tejidos y sombreros de fieltro, de cuero y otros materiales. A esta también asiste la población de las comunidades cercanas del distrito y de los distritos vecinos como Combapata, Sicuani y El Descanso, pero, aún con todo este movimiento, es considerada una feria pequeña (el ingreso bruto es uno de los más bajos del área). El intercambio monetario es generalizado, pero es igualmente común el trueque de mercancías.
El sistema vial, que ha ayudado a la constitución de este eje económico mercantil, es aún insuficiente y poco desarrollado, impidiendo una adecuada integración de todos los distritos. A 113 kilómetros de la ciudad del Cusco, la vía de acceso principal pasa por Combapata y Pampamarca, entrando a la provincia de Canas por Yanaoca. Una segunda vía es la llamada Carretera de Integración Q’ana, que permite la entrada a los distritos de Quehue, Checca y Kunturkanki. De la vía troncal SicuaniYauri-Arequipa parte un ramal que atraviesa Kunturkanki, y de ella salen ramales que conducen a Checca y Quehue.
Quehue tiene una vía de conexión con la pista que une la capital provincial Yanaoca con el distrito de Livitaca (Chumbivilcas), ruta que parte de un camino original del Qhapaq Ñan que ha sido convertido en vía carrozable. A partir de esta carretera parten otras vías menores, muchas de las cuales son solo trochas carrozables de terreno afirmado que conectan a las comunidades con las capitales de distrito y de la provincia. Las distancias que cubren estos recorridos oscilan entre los 2 y los 38 km (CAJ 2009: 72). Algunos de los caminos en uso son rutas reconocidas de origen prehispánico o tramos menores del Qhapaq Ñan reutilizados. Los más completos son los caminos que unen a Quehue, Chaupibanda y Huinchiri, parte del complejo arqueológico asociado al puente Q’eswachaka, y el tramo —parcialmente abandonado— que conecta Chaupibanda con la localidad vecina de Tisca.
A pesar de su gran potencial en este rubro, el turismo es una industria aún incipiente en la provincia, ya que se encuentra lejos de los circuitos turísticos de mayor afluencia y carece de una infraestructura adecuada. Los grandes atractivos de esta zona, que residen en su flora y en su fauna, en su belleza paisajística, en sus restos arqueológicos e iglesias coloniales y, especialmente, en el calendario festivo de la región, son escasamente conocidos fuera del marco local. En una situación parecida se encuentran costumbres como los tinku o batallas rituales e incluso la reconstrucción anual del puente Q’eswachaka, hasta hace poco escasamente difundida por los medios nacionales.
Servicios
Un indicador que coloca a Canas como una de las provincias más pobres del país es la carencia de servicios básicos. En los últimos años, los distritos de Checca, Túpac Amaru, Kunturkanki y Quehue han sido considerados por el Gobierno Regional del Cusco como “bolsones de pobreza”, ya que han sobrepasado ampliamente el nivel crítico.
La pobreza de la provincia es más evidente en los centros poblados cuyo patrón de asentamiento es disperso. Es decir, aquellas poblaciones que se caracterizan por tener una pequeña concentración de casas alrededor de una plaza principal, pero la mayoría muy distanciadas entre sí (en las estancias para el manejo del ganado o junto a las chacras). Esto no solo hace más difícil la comunicación con el gobierno local y la capital de provincia sino que supone un difícil reto para la implementación de servicios básicos interconectados como el agua y la electricidad. Con relación al abastecimiento de agua potable, el 54.85% de los hogares de Canas carece de servicio de agua, frente al 31.30% del total del departamento del Cusco; la mayor parte del agua para el consumo humano se obtiene de fuentes naturales. El 56.91% de unidades domésticas carece de sistema de desagüe y un 57.58% no tiene electricidad. El porcentaje de analfabetismo en la población femenina es de 33.42%, frente al 20.99% del total del Cusco, mientras que la tasa de desnutrición de la población infantil entre 6 y 9 años es del 39.67% (GRC 2012: 23).
En el rubro educación, el número de centros educativos estatales en Canas ha crecido significativamente en las últimas tres décadas, pero se distribuye de modo desigual. Hacia 1979, en la provincia había 17 centros de educación inicial, 74 escuelas primarias y 6 colegios secundarios que atendían a 7,141 alumnos (68% de la población en edad escolar), lo que indica que un 32% no ingresaba en la educación formal (PRODERM 1981: 32); y el índice de deserción escolar era muy elevado. Solo una tercera parte de los educandos terminaba la primaria, y de estos solo un 5% concluía la secundaria (PRODERM 1981: 34). Para el 2007, el número de centros educativos se había elevado a 184: 53 de educación inicial, 89 de nivel primario, 31 de nivel secundario y el resto de educación básica alternativa, técnico-productiva, de bellas artes y básica especial; la mayoría concentradas en el distrito de Yanaoca.
Por la forma de asentamiento disperso que predomina en la provincia, los educandos necesitan atravesar grandes distancias de territorio para llegar a los centros de enseñanza; por otro lado, la necesidad de mano de obra para las actividades económicas hace que la deserción estudiantil sea alta a partir del nivel secundario. Según un informe del Gobierno Regional del Cusco (2012), un sector de padres de familia considera que el aumento del nivel educativo no redunda en una mejora de las oportunidades laborales ni de las condiciones económicas, por lo que la educación más allá del nivel básico pierde su interés, y la población joven pasa a desarrollar actividades económicas de tipo informal. Siguiendo la tendencia de la “pirámide educativa”, la mayor parte de la población estudiantil pertenece a los sectores inicial y primario, descendiendo drásticamente en los niveles secundario y técnico. Los estudios en carreras técnicas, apenas cubren un 1.79% de la población estudiantil (GRC 2012: 25-26).
Los distritos que cuentan con más infraestructura educativa son Yanaoca, Layo y Checca, pues concentran una mayor población estudiantil y docente en los niveles de inicial, primaria y secundaria. Yanaoca contaba en el 2007 con 3,602 estudiantes matriculados en diversos niveles y atendidos por 241 docentes; Langui tenía una población estudiantil de 1,984 alumnos y 105 docentes, y Checca contaba con 1,809 alumnos atendidos por 101 docentes. Al otro lado de este espectro se encontraban Langui, con 759 alumnos para 54 docentes, y Pampamarca, con 375 alumnos atendidos por 34 docentes. En ambos casos los docentes tenían a su cargo varias aulas y grados (GRC 2012: 27).
La situación de la salud, atendida por los servicios estatales del Ministerio de Salud y EsSalud, es similar, ya que la poca accesibilidad a la región dificulta el establecimiento de una red de salud pública adecuada. Existen para toda la provincia cuatro centros de salud distribuidos en los distritos de Yanaoca, Kunturkanki, Layo y Pampamarca; y diez puestos de salud: tres en Túpac Amaru, dos en Checca, Langui, y Quehue y uno en Yanaoca. El personal médico en toda la provincia es de solo 21 médicos, 22 enfermeras y 18 obstetras. En proporción a la población existente en la provincia, hay un médico y una enfermera por cada 1,887 pacientes.
La situación de Quehue es parte de esta problemática. Según el censo del año 2007, el agua potable solo llega a ocho hogares, el 51.14% de la población obtiene agua de ríos, quebradas o manantiales y un 25.68% de un pozo cercano. No existe sistema de desagüe al interior de las viviendas y solo algunas de estas tienen servicios exteriores (el 40.11% accede a un pozo ciego y el 38.98% utiliza el río o la acequia) (GRC 2012: 38-41). El alumbrado eléctrico solo llega al 16.83% de los hogares (unos 148). La tasa de desnutrición de los niños entre los 6 y 9 años es de 44% (GRC 2012: 23)[18] y el analfabetismo alcanza el 33% en las mujeres y el 35% de la población infantil de ambos sexos.
En el campo educativo, Quehue cuenta con ocho centros educativos de educación inicial, siete de educación primaria y solo cuatro de secundaria (no hay ninguna otra modalidad de educación), cubriendo con ello el
10.33% del total de la infraestructura educativa de la provincia. La población docente y estudiantil del distrito es mayor que la media a nivel de la provincia pero, como en todos los demás rubros, aún se encuentra por detrás de los distritos de Yanaoca, Layo, Checca y Kunturkanki, manteniendo la misma situación de hace más de tres décadas (PRODERM 1981: 27; GRC 2012: 27).
Con relación a la salud, Quehue registra tres médicos, dos enfermeras y dos obstetras para un total de 3,260 habitantes (INEI 2007: 30), panorama apenas mejor al de 1979, en el que solo se contaba con una posta sanitaria y dos enfermeras en el distrito (GRC 2012: 31). En este contexto, son explicables los altos índices de morbilidad y mortalidad por enfermedades diarreicas e infecciones respiratorias agudas. Luego de un periodo de alza entre los años 2007 y 2008, el índice de morbilidad ha ido bajando en los últimos años, pero aun así la tasa de mortalidad infantil sigue siendo relativamente alta (95.2 x 1000) (GRC 2012: 33). Por último, la tasa de fecundidad mantiene un nivel menor que el provincial, 32.85 frente al 58.48 (x 1000) de la provincia de Canas.
Organización política
La provincia de Canas fue creada a inicios del período republicano y, tras varios gobiernos y reformas administrativas ocurridas a lo largo de este tiempo, alcanzó hacia la década de 1950 la distribución que tiene hoy. En este plano, las municipalidades de provincia y de distrito son las instituciones centrales de esta región, pero estas últimas comparten jurisdicción con otras entidades encargadas de diversos rubros del gobierno y la vida pública. A nivel de provincia, estas instituciones son la Gobernatura Provincial de Canas, la Fiscalía Provincial Civil y de Familia, el Juzgado de Primera Instancia Provincial, el Juzgado de Paz Letrado y la UGEL (Unidad de Gestión Educativa Local), a las que se suman programas y sucursales de instituciones de alcance nacional como la Agencia Agraria Canas (Pronamachcs), el Instituto de Manejo de Agua y Medio Ambiente (IMA Cusco), el Programa Nacional de Asistencia Alimentaria (PRONAA Cusco), la Jefatura Provincial de la PNP de Canas, y el Centro de Salud de Canas. Otras instituciones presentes son la Prelatura de Sicuani y diversas organizaciones no gubernamentales como Cáritas del Perú, Arariwa, World Vision, Kausay, Plan Internacional y Cosude.
En el distrito de Quehue, que limita por el norte con el distrito de Yanaoca, por el sur con el de Checca, por el oeste con la provincia de Espinar y por el este con el distrito de Langui, la municipalidad distrital —conformada por un gobernador, un juez de paz no letrado y un puesto de salud— se encuentra en el pueblo de Quehue. En este mismo lugar también se ubica la Asociación de Municipalidades ProCuenca Túpac Amaru–Micaela, el local para el proyecto Pro Vías Rurales y los templos dedicados a las diversas confesiones cristianas como la católica, la evangélica, la metodista, la adventista, la restauración y la bautista (CAJ 2009: 72-73). Existen algunas organizaciones que prestan ayuda a la población como el PRONAA, que apoya en la compra y donación de alimentos para el programa del Vaso de Leche; Inter Vida, orientada a la mejora de la infraestructura de centros educativos, donación de útiles escolares, implementación de talleres de capacitación a profesores y campañas de salud preventiva; y el corredor Económico Puno-Cusco, que incentiva la calidad de los productos agropecuarios y artesanales y la capacitación para el desarrollo artesanal. También tienen presencia algunas organizaciones no gubernamentales como el Instituto para una Alternativa Agraria (IIA) y World Vision International, dedicadas ambas a promover el desarrollo de las comunidades del distrito.
El Qhapaq Ñan del Ministerio de Cultura ha realizado una serie de campañas para la restauración de patrimonio arqueológico y la valorización del patrimonio material e inmaterial del distrito. Una de ellas fue la denominación de los conocimientos asociados a la construcción del puente Q’eswachaka como Patrimonio Cultural de la Nación y de la Humanidad, como veremos en la cuarta parte de este libro.
Comunidades campesinas
La comunidad campesina es la institución más importante de la región. La historia de la mayor parte de estas organizaciones —53 en total, según la Subdirección de Comunidades Campesinas del Cusco (Valencia A. y Valencia T. 2003: 56)— puede trazarse desde la época prehispánica. Durante la Colonia, las comunidades fueron reorganizadas, lo que permitió la reproducción de la población nativa como un estamento aparte y disgregado en unidades locales. Desde aquella época, la administración de las comunidades campesinas se ha limitado a su propia demarcación, sin que tenga un mayor compromiso con los asuntos de las comunidades vecinas. El límite de las atribuciones del derecho indígena suele ser el territorio de la comunidad, demarcado por los planos y títulos de propiedad comunal, y los casos que se atienden son los que corresponden a los miembros de la comunidad local e intercomunal. Sin embargo, el intenso movimiento de gentes que el área rural ha estado viviendo desde hace algunas generaciones ha obligado a un reordenamiento de los criterios de participación en el sistema comunal.
En el territorio del distrito de Quehue existen cuatro comunidades campesinas: Chaupibanda, Choccayhua, Huinchiri y Ccollana Quehue; esta última está dividida en los sectores Perccaro, Ccomayo, Chirupampa y Pueblo Janansaya. La jurisdicción de estas comunidades están situadas en la cuenca alta de los ríos Vilcanota y Apurímac.
Las comunidades rurales existentes en el Perú pueden clasificarse en dos tipos: las de tipo originario, nacidas de la historia prehispánica y colonial, y las surgidas a partir de la Reforma Agraria, creadas por medio de la adjudicación de tierras en el período 1969-1975. Así, mientras que Ccollana Quehue, Chaupibanda y Huinchiri son comunidades originarias, Choccayhua —que había pasado por una historia de despojo territorial a manos de una de las haciendas que dominaba antes la región— fue creada como comunidad campesina hacia 1975.
Luego de que las divisiones tradicionales de sayas, markas, ayllus o parcialidades, quedaran subsumidas por la legislación de la Reforma Agraria bajo el término común de “comunidad campesina”, los estudios no han hecho la diferenciación entre las comunidades originales y las comunidades creadas por la unión y fusión de poblados durante el plan reformista. No obstante, esta diferencia aún se ha mantenido entre ambos tipos de comunidades. Muchas comunidades de Canas, incluyendo las de Quehue, aún mantienen las antiguas divisiones en anexos, barrios, sectores, calles, bandas, cuadrillas, caseríos o incluso calles.
A comienzos del siglo XX, la organización de las comunidades en Quehue —así como en la mayoría de las comunidades indígenas herederas de la reorganización de los ayllus bajo el sistema colonial— aún se encontraba presidida por un varayoq, que fungía como autoridad y representante de la comunidad al exterior. Otra importante instancia deliberativa era el consejo de ancianos y la asamblea general o ayllay. Sin embargo, la legislación relacionada a las comunidades campesinas instaurada en los gobiernos de Leguía (1920) y de Benavides (1936) y, posteriormente, la dispuesta con la Ley de Reforma Agraria (1968), desestimaron esta organización tradicional, relegándola a un papel ritual y simbólico.
La comunidad Ccollana Quehue, por ejemplo, mantiene aún los varayoq o varayoq alcalde, quienes tienen hoy la labor de coordinar las ofrendas rituales a la tierra, a los apus y a los auquis, y ejercen la autoridad durante las diversas fiestas de corte productivo y religioso. El arariwa,[19] existente en la comunidad de Huinchiri, es quien organiza los despachos para diversas festividades en honor a la Pachamama, los apus y los auquis de esta comunidad.
La organización tradicional heredada del Virreinato fue desplazada por el actual gobierno comunal, pero reconocida luego por la misma población local como su “autoridad política”. Esta se compone de una junta directiva que consta de un presidente, un secretario, un tesorero y un grupo de vocales que se reúnen periódicamente en una asamblea comunal y en la que participan todos los comuneros calificados y diversos comités especializados existentes en la localidad. Esta instancia tiene la máxima potestad y cumple con funciones normativas, resolutivas y fiscalizadoras (CAJ 2009: 80), que son puestas en práctica por la junta directiva. En estos tiempos dominan en este espacio de decisiones el comité de regantes y otros dedicados a la mejora de infraestructura, como el comité de electrificación; mientras que el comité de rondas campesinas y el comité de defensorías comunitarias, también existentes en todas las comunidades, aún están en un proceso de formación y consolidación. La junta directiva representa a su comunidad en diversos actos públicos y en las difíciles negociaciones con las instancias del gobierno central y regional, sobre todo en asuntos legales, como la delimitación de las fronteras comunales.
El individuo comunero “calificado” es aquel que cumple con una serie de requisitos de pertenencia a la comunidad como individuo responsable. Esto es: ser adulto, tener una pareja estable con otro miembro de la misma comunidad, no pertenecer a otra comunidad (de ser así, deberá renunciar a tal membresía, pues no se puede ser miembro de dos comunidades a la vez), estar inscrito en el padrón comunal y tener una residencia no menor de cinco años en la localidad.
Otra autoridad representativa es el teniente gobernador, elegido por votación de todos los miembros de la comunidad para resolver conflictos internos concretos y coordinar la solución de los daños ocurridos en la infraestructura, especialmente en las chacras. También existen organizaciones de base como los comités del vaso de leche existentes en Ccollana Quehue y Huinchiri, las APAFA (asociación de padres de familia) en Chaupibanda y Ccollana Quehue, y los comités de autodefensa (Ccollana Quehue y Huinchiri).
Justicia
En pocos rubros se revela mejor la relación conflictiva que la sociedad nacional mantiene con los pueblos indígenas que en el sistema de justicia, pues, sin ánimo de simplificar, la toma de decisiones en las comunidades casi siempre ha partido de criterios opuestos a los del Estado. Las poblaciones rurales andinas acuden a su propio sistema de justicia en la medida en que con él resuelven los aspectos que atañen exclusivamente a la comunidad. Esta decisión también se debe a que no tienen confianza en el sistema judicial formal. Por otro lado, mientras que en el sistema de justicia interno las decisiones suelen estar socializadas, el sistema estatal es impersonal y muchas veces inadecuado a la realidad local (CAJ 2009: 41), sin contar que también es percibido como corrupto. No obstante, cuando los casos por dirimir exceden las capacidades y atributos de las organizaciones locales lo que se hace es delegarlos a la justicia estatal.
En el sistema de la justicia comunal, la primera instancia en la que se resuelven los conflictos internos es la familia. De no ser posible llegar a un acuerdo en este nivel —por ejemplo, al tratarse de conflictos entre familias o de delitos que involucren a más de una familia—, el caso es llevado a la junta directiva comunal, cuya función es lograr una conciliación de modo equitativo. Ante esta instancia, cada parte presenta sus argumentos y la junta decide las sanciones a ejecutarse. Sin embargo, en el caso en que el asunto deba resolverse públicamente, el presidente comunal es quien dirige el proceso con los miembros de la junta directiva. Solo en casos de gravedad se solicita, siempre en carácter de emergencia, a la asamblea comunal.
Los procedimientos de la comunidad intentan resolver los conflictos sumariamente, ciñéndose a criterios de convivencia que lleven a las partes a un acuerdo común. Así, la tarea de la asamblea es aconsejar sobre los procedimientos sancionados por el derecho consuetudinario y por los estatutos que la comunidad mantiene en documentos escritos; y, también, velar por el cumplimiento de las obligaciones de los comuneros registrados en el padrón para determinar el grado de responsabilidad de las partes en conflicto. Una vez que presentan su testimonio y las pruebas que lo refrenden, los comuneros son sometidos a la opinión de los miembros de la asamblea y el presidente, quien decide, de forma inapelable, la sanción para el que sea encontrado culpable (CAJ 2009: 82). En caso de duda o de falta de pruebas, el resultado se pospondrá hasta que pueda tomarse una decisión. Los casos más graves, sobre todo si involucran a miembros de otras comunidades, son derivados a la autoridad estatal correspondiente.
Los conflictos más frecuentes en las comunidades son los enfrentamientos físicos y verbales, la violencia familiar —usualmente dirigida contra las mujeres—, el incumplimiento de las obligaciones comunales, los problemas por la delimitación y posesión de territorios, el robo de propiedades y el abigeato.[20] Las sanciones por incumplimientos suelen ser compensaciones pecuniarias o en trabajos comunales, pues se considera que los delitos alteran el orden público y comprometen la tranquilidad de la comunidad. Más difíciles son los casos de los conflictos por posesión de tierras, avivados por el proceso de titulación de tierras iniciado por el Estado a fines de la década de 1980 —un acelerado proceso de minifundización para una población que continúa en un crecimiento lento pero sostenido—.
La violencia de género, producto parcial de factores como el alcoholismo y el servicio militar, es un tema atendido por las defensorías comunitarias, organizaciones de base nacidas en el año 1999 a iniciativa del Instituto de Defensa Legal (IDL), una organización no gubernamental peruana que se dedicó a esta tarea a partir del alto índice de violencia familiar no denunciado en las regiones altas del Cusco (CAJ 2009: 78). Estas organizaciones existentes en la provincia de Canas, incluyendo el distrito de Quehue, están formadas por mujeres de la propia comunidad, capacitadas especialmente, quienes dan apoyo a la víctima durante el proceso de denuncia y realizan un seguimiento del caso. La importancia de este tema se debe a que se trata de hacer efectivo el derecho de uno de los sectores más discriminados de la sociedad tanto a nivel nacional como al interior de las comunidades. La capacitación incluye los procedimientos que se recomienda aplicar para sancionar al perpetrador sin hacer uso de la violencia y para que sean asumidos por las instituciones de la comunidad.
De hecho, la mayor parte de las sanciones puede resumirse en el término “reinserción”, esto es, en la normalización de las partes en conflicto con la comunidad o con una parte de ella a través de trabajos comunales o actos públicos de reconciliación. Este es también el sentido de otras penas menos benévolas como la multa en dinero o el encarcelamiento, que se entienden como formas de reparación por incumplimiento o por robo, especialmente en el caso del abigeato.
Otro grado de sanción implica, en cambio, la separación del condenado de la comunidad, empezando por la no inscripción en el padrón comunal por un año. Este procedimiento excluye al inculpado de todo beneficio y se considera como el más duro de todos, pues implica una sanción moral (acompañada de una exhibición a la condena pública, lo que supone la muerte social del condenado). La reincidencia se castiga con su expulsión definitiva de la comunidad.[21]
La relación que la comunidad tiene con los representantes del Estado, incluso en cargos ocupados por campesinos de su misma condición, se limita al aspecto más puntual. La desconfianza que genera el sistema estatal parte de una percepción anclada en la conocida falta de eficiencia en la atención de problemas sociales y combinada con el afán de imponerse sobre el derecho consuetudinario, el cual muchas veces entra en conflicto con las costumbres de la población. Esto es especialmente claro en algunas prácticas como los tinku o batallas rituales, que han sido continuamente condenados por autoridades y medios de comunicación. Las autoridades más cercanas con las que la población tiene contacto más constante han sido en las últimas décadas el teniente gobernador, el juez de paz, la fiscalía provincial y la Policía Nacional.
El teniente gobernador, representante de la población del distrito ante el aparato estatal, se elige por voto popular y es un cargo muy identificado con los problemas de la población. En Quehue, su presencia es importante durante las campañas contra el consumo excesivo de alcohol, ya que puede imponer regulaciones para su venta. En cuanto al juez de paz, no suele ser una autoridad socorrida en casos de conflicto interno, salvo cuando el altercado es grave o no puede ser solucionado por la asamblea comunal ni el sistema de sanciones. En caso el conflicto se presente entre dos comunidades, el juez de paz suele ser el mediador entre ambas, y a veces es invitado a las asambleas para adoptar el papel de asesor de los procedimientos legales que deben seguir las comunidades de Quehue ante el Estado. En los últimos años, la fiscalía provincial ha conseguido ganarse la confianza de la población rural, ya que ha mostrado flexibilidad al atender los problemas internos y ha organizado charlas sobre los alcances de la justicia comunal, el sistema formal de justicia y la relación colaborativa que puede lograrse entre ambas.
Mientras en la capital provincial de Yanaoca se ubica el juzgado mixto, el juzgado de paz y el puesto policial de la provincia de Canas, en Quehue se encuentran las brigadas de seguridad ciudadana, que reúnen a una docena de comuneros por cada comunidad. Estas brigadas, creadas por iniciativa de la municipalidad en colaboración con las autoridades comunales indígenas, forman parte del comité de rondas campesinas y han sido muy efectivas en la reducción del abigeato y del robo en general. De hecho, este equipo no solo es más numeroso que el cuerpo policial que existía antes de que su puesto fuera destruido por las huestes de Sendero Luminoso, sino que tiene un mejor conocimiento del territorio, lo cual es una importante ventaja. De este modo, la seguridad nacional ha dejado de ser un asunto ejercido directa y exclusivamente por el Estado y ha sido delegado a la población comunera de Quehue. Los momentos en que se les requiere suelen ser los más importantes del ciclo festivo del distrito: las fiestas patronales, el cambio de cargos, el aniversario de las comunidades y durante los cabildos abiertos celebrados en la Plaza de Armas del distrito de Quehue. También se han convertido en un apoyo para la administración local de justicia (CAJ 2009: 74).
Una demografía estable
La persistencia de un modo de vida basado en la ganadería y en una economía de subsistencia tiene un efecto directo en el lento crecimiento demográfico de la provincia. A lo largo de la historia del Cusco republicano, la provincia de Canas ha concentrado el 15% de la población del departamento (Glave 1988: 8), en una sorprendente muestra de estabilidad demográfica. Sin embargo, en las casi cinco décadas que van desde el censo de 1961 y el del 2007 —en un período de explosión demográfica y de intensa migración en el campo andino—, el número de habitantes en la provincia de Canas ha tenido en cambio una tasa de crecimiento muy baja y ha mantenido la misma distribución poblacional por distrito. En esta distribución, el distrito de Quehue ha mantenido siempre un porcentaje de 8% de la población total de Canas (cuadro N.° 4).
En comparación, la población del departamento del Cusco ha tenido una tasa de crecimiento mucho mayor, aun siendo considerada baja con relación a otras regiones. Como consecuencia de estos ritmos dispares, el porcentaje de población de Canas se ha hecho progresivamente menor en el marco del departamento, al punto de ser en la actualidad una de las provincias menos pobladas (cuadro N.° 5). Quehue es, a la vez, uno de los distritos con menor densidad poblacional de Canas.
Esta situación demográfica no es el simple resultado de una condición de atraso secular. Siguiendo a Glave (1989: 238), esta es en realidad una constante en la historia de la región. Durante toda la época colonial, desde el establecimiento del sistema de tributos en el último tercio del siglo XVI hasta las primeras décadas del siglo XIX, la población tributaria de la jurisdicción de Canas y Canchis ha mantenido una cifra constante, en contraste con la fluctuación demográfica que sufrió la población andina, en una lenta e irregular recuperación tras la caída que significó la conquista. Si se comparan los datos existentes desde 1575, cuando se establecen las primeras tasas de tributos por medio de las reformas toledanas, hasta finales del siglo XIX, con el auge comercial de la lana, el crecimiento de la población de tributarios (aquellos varones con una edad que se encuentra entre los 18 y 80 años) ha sido sostenido a pesar de las bajas demográficas producto de la mita colonial desde el siglo XVI, la represión de las rebeliones nativas a finales del siglo XVIII y la peste que diezmó a la población en la región sur andina en 1720. Por el contrario, también ha habido momentos de crecimiento poblacional, en especial durante las décadas que siguieron al levantamiento de Túpac Amaru en las postrimerías de la Colonia y en los primeros años de la República, en lo que ha sido definido como una verdadera “revolución demográfica” (Glave 1988: 14). Lo que se ha mantenido es un modo de vida fundado en una serie de estrategias de aprovechamiento de recursos, aplicada por generaciones en un medio que no ofrece muchas alternativas de crecimiento. A pesar de tales limitaciones, este sistema funciona como una fuente de recursos, cuyos costos de mantenimiento son bajos y pueden complementarse con ingresos de otras fuentes, como el comercio o el mercado de trabajo.
En todo caso, se trata de un equilibrio que no es posible mantener inalterado. En la historia reciente de la demografía de Canas, el cambio más significativo es un ligero decrecimiento poblacional en términos absolutos, bajando de 39,476 habitantes en 1993 a 38,293 en el 2007 (cuadro N.° 4), una disminución que marca lo que posiblemente sea el inicio de nueva tendencia en los años por venir. Quehue, Checca y Kunturkanki son los únicos distritos cuya población ha aumentado en términos absolutos durante este tiempo.
Otro aspecto que no ha tenido mayor variación es el porcentaje de la población rural y urbana en Canas (Cuadro N.° 6). Mientras que durante la segunda mitad del siglo XX la tendencia ha cambiado violentamente en otras regiones del país, los datos demuestran que la población de Canas sigue siendo mayormente rural. Entre 1960 y 1980 se produjo un importante aumento de la migración a la ciudad; sin embargo los censos posteriores a la Reforma Agraria indicaron que había una proporción más baja de lo que podría esperarse de población urbana, concentrada en su mayor parte en la capital provincial de Yanaoca. En la última década, esta proporción ha superado el nivel que tenía en 1940, si bien no ha habido alteraciones de importancia en los últimos setenta años. Siguiendo a Kubler (1952) y los actuales censos, la provincia de Canas posee la mayor proporción de población indígena en el departamento de Cusco, en no menos de un 90% (Glave 1989). Dentro de este panorama, Quehue es actualmente el distrito con mayor proporción de población rural de la provincia de Canas (92.12 %).
El panorama político y administrativo de la provincia de Canas y sus distritos es un capítulo más en la historia de las poblaciones originarias que, al menos en el primer milenio de nuestra era, se distribuyeron por esta región. En un caso de sorprendente continuidad, este se ha mantenido bajo diferentes formas, sobreviviendo a procesos tan importantes como la expansión del Tawantinsuyu, la organización virreinal, las rebeliones nativas, los ciclos económicos de la minería y de la lana, las haciendas agropecuarias, la Reforma Agraria, la liberalización del mercado de tierras y la parcial urbanización de la población rural. Pasaremos a continuación a hacer un recuento histórico de estas poblaciones y de los procesos que han dejado huellas en su actual configuración.
2. EL PUEBLO KANA Y SUS DESCENDIENTES
La provincia de Canas se encuentra ubicada en la región conocida como los Altos del Cusco. Esta área geográfica demarca un universo particular, que ha mantenido una sorprendente continuidad económica y cultural a lo largo de un milenio de historia. Tal continuidad es el resultado de la forma en que las poblaciones han respondido al medio en que se han desenvuelto, manteniendo una organización económica de gran estabilidad y adaptándose a los grandes procesos que han definido la historia del sur andino.
Hacia fines del primer milenio de nuestra era, que corresponde al final del período de los grandes desarrollos regionales —conocido en arqueología como el Intermedio Temprano—, una serie de oleadas migratorias redefinieron el panorama étnico de los Andes. Los aymara, población de lengua aru proveniente de lo que corresponde actualmente a las provincias de Yauyos y Huarochirí (Lima), se expandieron por buena parte de la sierra sur, incluyendo los territorios del actual departamento del Cusco y las vías de comunicación del altiplano con los valles interandinos. Este recorrido se puede comprobar hoy en las toponimias y en la variante del quechua hablado hoy en esta región, con una fuerte influencia aymara.[22]
Kana[23] es el nombre genérico de una macroetnia o conjunto de grupos étnicos, llamados Kanchi, Kana, Cavina y Ayaviri (Markham 1871: 298), conformado a su vez por varias federaciones de ayllus, que se repartieron por ambas márgenes del río Vilcanota. Los kana, cavina y ayaviri se distribuyeron por la margen izquierda del Vilcanota, mientras los kanchi se emplazarían en la margen derecha. Los ayaviri estaban distribuidos en la zona occidental del Collao, y mantenían una alianza política con los kanchi. Todos estos pueblos formaban una federación de largo aliento, en virtud seguramente de un origen lingüístico común.[24] Estas etnias pactaron alianzas como pueblos independientes, pero a la vez estaban en constante rivalidad por el control territorial, uno de los posibles orígenes de las diversas formas de competencia ritual que han sobrevivido hasta hoy en estas provincias.
Siguiendo la lógica del uso del espacio andino como una serie de ocupaciones discontinuas (Murra 1972), existían emplazamientos kana en sitos más lejanos como Lampa (Puno), Paruro y Acomayo (Cusco), lo que dificulta hacer una delimitación precisa de la extensión de este grupo. El cronista Pedro Cieza de León da una primera visión de los kana:
Los pueblos de ellos [de los kana] se llaman en esta manera, Hatuncana, Chicuana, Horuro, Cacha, y otros que no cuento. Andan todos vestidos y lo mismo sus mujeres, y en la cabeza usan ponerse unos bonetes de lana grandes y muy redondos y altos.
Antes que los incas los señoreasen tuvieron en los collados fuertes sus pueblos, de donde salían a darse guerra. Después los bajaron a lo llano, haciéndolos concertadamente. Y también hacen como los canches sus sepulturas en las heredades, y guardan y tienen unas mismas costumbres. En la comarca de esos canas hubo un templo a quien llamaban Ancocagua, en donde sacrificaban conforme a su ceguedad.
En toda esta comarca de los canas hace frío y lo mismo en los canches y es bien proveída de mantenimientos y ganados. Al poniente tienen la mar del Sur y al oriente la espesura de los Andes. Del pueblo de Chiquana que es de esta provincia de los canas hasta el de Ayavire habrá quince leguas, en el cual término hay algunos pueblos de estos canas y muchos llanos y grandes vegas bien aparejadas para criar ganados, aunque el ser fría esta región demasiadamente lo estorba. Y la muchedumbre de yerba que en ella se cría no da provecho sino es a los guanacos y vicuñas (Cieza 2005: 291).
Los kana no tuvieron algo similar a un centro o poder unificador sino que fueron un grupo con un patrón de asentamiento disperso en pequeños grupos de viviendas repartidas dentro del área de cada conjunto de familias, como son actualmente las estancias ganaderas, al mando cada conjunto emparentado de un curacazgo independiente. Todas estas unidades estaban aliadas por el criterio étnico de un origen común.
Como es usual en las organizaciones andinas, la agrupación básica de la etnia era el ayllu, conjuntos de familias cuyas ramificaciones ordenaban a los pueblos en un patrón de distribución dual, de dos mitades complementarias, y cuyas diferencias eran resueltas por medio de encuentros ritualizados —tinkuy o tinku— en espacios determinados por su propia cosmovisión. Siguiendo la denominación aymara de división dual, estas mitades eran llamadas urco, de la zona alta, y uma, de la baja. Los pueblos se distribuían siguiendo este patrón tanto a nivel de cada poblado como de toda la etnia. El “pueblo mayor”, cabecera del grupo, el centro con población más numerosa y punto de referencia de toda la nación Kana, estaba ubicado, según todos los indicios, en el actual sitio arqueológico de Kanamarca, toponimia de por sí explícita, situado en lo que es hoy Pichigua (Glave 1989: 247, v. Julien 1983). Cerca de este lugar existía, en el actual distrito de Coporaque, la huaca de Ancocagua, lugar en el que los kana habían construido el más importante de sus templos.
El cuarto templo estimado y frecuentado por los Ingas y naturales de la provincia fue la guaca de Ancocagua, donde también había oráculo muy antiguo y tenido en gran veneración. Estaba pegado con la provincia de Hatun Cana y a tiempos iban de muchas partes con gran devoción a este demonio [a] oír sus vanas respuestas; y había en él gran suma de tesoros porque los Ingas y todos los demás los ponían allí. Y dícese también que sin los muchos animales que sacrificaban a este diablo, que ellos tenían por dios, hacían lo mismo de algunos indios e indias, así y como conté que se usaba en el cerro de Guanacaure (Cieza 2005: 364-65)
Este centro era el referente del sector urco del pueblo de los kana, al que pertenecía el conjunto de poblaciones entre Pichigua, Coporaque y Ancocagua, el cual tenía su par complementario uma. El pueblo de Yauri era, por ejemplo, el par complementario uma de los ayllusurco de Pichigua. El conjunto uma de la etnia Kana estaba conformado por los ayllus de Langui y Checa,[25] cada uno dividido a su vez en sectores urco y uma, siendo sus pares los ayllus de Layo y Quiui (Quehue), respectivamente (Glave 1992: 41). Los ayllus básicos de cada centro poblado se ordenaban a su vez en las mitades hanansaya y urinsaya. Por último, existían espacios de encuentro festivo y ritual, y también económico, entre las dos mitades en que se dividían los ayllus kana, y de estos con las etnias vecinas. El pueblo de Yanaoca, por ejemplo, operaba como espacio de encuentro de los kana con la etnia de los kanchi. Los ayllus fundamentales que conformaban la nación Kana estaban de este modo ordenados por esta división segmentaria que marcaría su distribución espacial. Los nombres de tales zonas permanecen en la mayor parte de los distritos de la provincia de Canas.
Tal como se ha dicho en numerosos textos a partir de las investigaciones de John Murra y como lo han confirmado los estudios de la etnohistoria y la arqueología, la distribución de las poblaciones andinas no se ceñía necesariamente (y en muchos casos no se ceñía en absoluto) al criterio de territorios delimitados como espacios discretos. Guiados por la necesidad de controlar un máximo posible de recursos de diversos pisos ecológicos, las ocupaciones territoriales se distribuían con frecuencia como pequeñas colonias desperdigadas sin solución de continuidad, sin perder la relación con los poblados de origen. Esta forma de ocupación —que asemeja a un archipiélago, según la acertada metáfora de Murra— tuvo efectos determinantes en la historia de estas poblaciones, cuando fueron sometidos bajo la lógica impositiva de poderes externos, reproduciendo no solo su existencia sino su distribución étnica, y cuando los antiguos ayllus fueron reorganizados en comunidades de indígenas y reconocidos como comunidades campesinas en el siglo XX.
Según Cieza, correspondió al inca Wiracocha, padre y antecesor de Pachacutec, la conquista de los kana y los kanchi. El territorio que ocupaban estos pueblos era sitio de paso obligado de la ruta de los cusqueños al Collao, donde el curaca Cari del reino Lupaqa de Chucuito, aliado de los incas, estaba en guerra contra Zapana, curaca de Hatun Colla. Tras una victoria relativamente rápida sobre los kanchi, que intentaron frenar el avance de los cusqueños, los kana consideraron más prudente negociar con estos. Cieza describe este hecho como un triunfo de la diplomacia y hace además una leve mención al uso de caminos antes de la presencia Inca:
Determinado por el Inga de ir al Collao, salió de la ciudad del Cuzco con mucha gente de guerra y pasó por Mohina y por los pueblos de Urcos y Quiquixana. Como los canches supieron de la venida del Inga, acordaron de se juntar y salir con sus armas a le defender la pasada por su tierra; y por él entendido, les envió mensajeros que le dijesen que no tuviesen tal propósito porque él no quería hacerles enojo, antes deseaba de los tener por amigos y que si para él se venían los principales y capitanes, que les daría a beber con su propio vaso. Los canches respondieron a los mensajeros que no estaban por pasar por lo que decía por defender su tierra de quien en ella entrase. Vueltos con la respuesta, encontraron con Viracoche Inga en Cangalla, e lleno de ira por lo poco [en] que los canches tuvieron su embajada, caminó con más priesa que hasta allí. Y llegado a un pueblo que ha por nombre Combapata, junto a un río que por él pasa, halló a los canches puestos en orden de guerra y allí se dio entre unos y otros la batalla, donde de ambas partes murieron y fueron los canches vencidos y huyeron los que pudieron y los vencedores tras ellos, prendiendo y matando. Y habiendo pasado gran rato, volvieron con el despojo trayendo muchos cautivos así hombres como mujeres.
Y como esto hubiese pasado, los canches de toda la provincia enviaron mensajeros al Inga para que los perdonase y en su servicio recibiese. Y como él otra cosa no desease, lo otorgó con las condiciones que solía, que eran que recibiesen por soberanos señores a los del Cuzco y se rigiesen por sus leyes y costumbres, tributando lo que en sus pueblos hubiesen conforme como lo hacían los demás. Y habiendo estado algunos días entendiendo en estas cosas y en hacer entender a los canches que los pueblos estuviesen juntos y concertados y que entre ellos no se diesen guerra ni tuviesen pasión, pasó adelante.
Los canas habíanse juntado número grande de ellos en el pueblo que llaman Luracache; y como entendieron el daño que habían recibido los canches y como el Inga no hacía injuria a los que se daban por sus amigos no consentían hacerles agravio, determinaron de tomar amistad con él. A esto, el rey Inga venía caminando acercándose a Lurucache y entendió la voluntad que los canas tenían, de que mostró holgarse mucho; y como estuviese en aquella comarca el templo de Ancocagua, envió grandes presentes a los ídolos y sacerdotes.
Llegados los embajadores de los canas, fueron bien recibidos por Inga Viracocha y les respondió que fuesen los principales y más viejos de los canas a Ayavire, adonde se verían, y que como hubiese estado algunos días en el templo de Vilcanota se daría priesa a verse con ellos. Y dio a los mensajeros algunas joyas y ropa de lana fina y mandó a su gente de guerra que no fuesen osados de entrar en las casas de los canas ni robar nada de lo que tuviesen ni hacerles daño ninguno porque el buen corazón que tenían no se les turbase y tomasen otro pensamiento.
Los canas, oída la respuesta, mandaron poner mucho mantenimiento por los caminos[26] y abajaban de los pueblos a servir al Inga, que con mucha justicia entendió en que no fuesen agraviados en cosa alguna; y eran proveídos de ganado y de azua que es su vino. Y como hubo llegado al vano templo, hicieron sacrificios conforme a su gentilidad, matando muchos corderos para el sacrificio. De allí caminaron para Ayavire, donde los canas estaban con mucho proveimiento de bastimento; y el Inga les habló amorosamente y con ellos asentó su concierto de paz como solía con los demás. Y los canas, teniendo por provechosos para ellos el ser gobernados por tan santas y justas leyes, no rehusaron el pagar tributos ni el ir al Cuzco con reconocimiento (Cieza 2005: 433-434).
Otros historiadores sostienen que no fue el inca Viracocha el vencedor de los kana y kanchi sino su sucesor, el inca Pachacutec, quien estableció la administración y el reordenamiento étnico de los pueblos de la región. La historia de Cieza no habría sido, según esto, una muestra de sometimiento a los cusqueños sino de alianza voluntaria, en tanto los kana y kanchi habrían estado junto a los incas en la guerra contra los chanka, en la que pelearon en calidad de aliados antes que de súbditos.
Esto puede explicar por qué la presencia física del Tawantinsuyu fue más notoria en el territorio de los kanchi, como solía darse en zonas rebeldes, que en el territorio de los kana, a quienes se le permitió mantener intacta su organización confederada y su distribución étnica. La presencia inca sí causó alguna alteración en Yanaoca, donde fueron instalados mitmakuna de diversas procedencias. Luego de dominar militarmente a los canchis, los incas establecieron su centro regional de administración en Tinta, curacazgo cuyos dominios abarcaban los pueblos de Pampamarca, Tungasuca y Surimana, más el futuro pueblo de San Juan de la Cruz en territorio de Quispicanchi (Glave 1992: 40). Los linajes reales del Cusco se emparentaron con los linajes locales de este curacazgo, acaso para asegurarse su fidelidad; este fue el argumento por el cual el cacique canchi José Gabriel Condorcanqui, conocido en la historia como Túpac Amaru II, pudo reclamar su parentesco con los antiguos incas del Cusco, cuando lideró la rebelión indígena que mayor trascendencia tuvo en tiempos virreinales.
Dentro de cada sección o suyu, los pueblos estaban distribuidos en varios wamani, dependencias que tendían a corresponder con una etnia, dividida a su vez en subdivisiones de diez mil habitantes conocidas con el término numérico de hunu. El wamani de los kana constaba de cuatro hunus, lo que hace suponer que este pueblo se componía de unos cuarenta mil tributarios. Cada wamani tendría un centro de administración, reconocido con el apelativo quechua de hatun, que para este pueblo era el sitio de Hatun Kana, en la actual Pichigua, y su centro religioso, el de la huaca Ancocagua en Coporaque.
La localidad de Raqchi, en el actual distrito de Cacha, provincia de Canchis, aparece en crónicas como la de José de Betanzos y de Cieza en el territorio de ocupación kana. Aquí fue emplazado un complejo religioso inca, que incluye el famoso templo de Viraqocha, una muestra única de arquitectura religiosa de este periodo, excepcional por su estructura y proporciones.
Los kana bajo la administración colonial
El estado virreinal, instaurado tras cuarenta años de presencia española en los Andes, era una estructura compleja conformada por una serie de instituciones y leyes impuestas a una realidad que, parcial y forzadamente, se ajustó a sus parámetros. La división básica de esta sociedad demarcaba dos estratos básicos definidos como “repúblicas”: la de los españoles, compuesta por los funcionarios, propietarios de tierras, miembros del clero y de los diversos gremios de oficios; y la de indios, descendientes de las sociedades nativas sometidas, censados y controlados en calidad de tributarios, con un leve margen de autonomía al mantener a sus autoridades originarias, convertidas ahora en intermediarias de sus poblaciones ante la administración colonial y los nuevos propietarios de la tierra, encomenderos y hacendados. Entre indios y españoles se formó un estrato creciente de mestizos, cuyo papel se redefiniría constantemente según el sistema de castas imperante con diversas denominaciones.
El establecimiento de este sistema fue un largo proceso en el que se superpusieron diversos intentos de control de las poblaciones y recursos indígenas. Los inicios de la presencia española en la región kana datan de julio de 1535, cuando después de haber tomado y saqueado la ciudad de Cusco, una hueste de españoles al mando de Diego de Almagro se enca-
Partido de Canas y Canchis, por Pablo José Oricaín (dibujado en 1786), Archivo General de Indias, Sevilla; planos: Perú/Chile N.° 99. Reproducido de Aparicio (1970: 191-192).
minó hacia el Collao, en su búsqueda de riquezas en Chile. A su paso por la zona, la expedición de Almagro se dedicó a su habitual política de saqueo, sobre todo del templo de Ancocagua, cuyos tesoros en metal precioso eran cuantiosos, a decir de Cieza.[27]
A poco de refundar la ciudad del Cusco como ciudad española, Pizarro dividió las antiguas canchas de las panacas incas a modo de solares, y del mismo modo repartió la jurisdicción de los cuatro suyu a todos sus colaboradores, en calidad de encomiendas. La encomienda, institución creada a pocas décadas de la presencia española, era una modalidad de propiedad terrateniente otorgada por la Corona a un particular español, en la que estaban incluidas las poblaciones originarias de tales territorios, en calidad de vasallos. Esta población era “encomendada” a los propietarios, con la misión de protegerlos y adoctrinarlos en el cristianismo católico. A cambio, tenía completa potestad sobre sus vidas y propiedades, lo que en los hechos permitió todo tipo de abusos contra las poblaciones nativas. La corona española, tras numerosas denuncias de crímenes masivos contra la población nativa, abolió esta distribución en 1542, y los territorios fueron expropiados a sus adjudicatarios, generando un levantamiento de los encomenderos contra la Corona. Derrotado este movimiento y ejecutados sus líderes principales, el licenciado Vaca de Castro y el visitador Pedro La Gasca establecieron un nuevo reparto de territorios, que reproducía en términos generales el creado por Pizarro.
Los antiguos wamani de los kana y los kanchi habían sido divididos por Francisco Pizarro en veinticuatro encomiendas. En estas nuevas jurisdicciones fueron repartidos los pueblos de Hatuncana (rebautizado como Santa Lucía de Pichigua de Jatun Cana), Yauri, Coporaque, Checasupe y Corasupe (Checa), Layosupa (Layo) y Languisupe (Langui). Los dos primeros, como caso excepcional, fueron inicialmente concedidos a un curaca cusqueño, Melchor Carlos Inca, a quien estuvo sujeto el curaca kana don Francisco Chuquicanco, y otros caciques a cargo de este (Glave 1989: 248). Pichigua mantuvo esta importancia durante el primer siglo que siguió a la Conquista, mientras que Coporaque fue adscrita al dominio directo de la Corona.
La distribución original de las encomiendas fue la base para la distribución del nuevo sistema de corregimientos, creado en 1563 para “proteger” a los indígenas de los abusos de los encomenderos. Cada corregimiento tenía a su cargo a un corregidor, puesto asalariado encargado siempre a un funcionario de origen español. Bajo su tutela tenía a varios pueblos indígenas, que debían pagar a este funcionario un tributo según una tasa fijada por un registro de población y recursos, permitiéndoseles mantener sus propiedades y gobiernos locales. Tales potestades fueron causal de una serie de abusos que hicieron del corregimiento una de las instituciones más odiadas del sistema colonial. Una de esas jurisdicciones fue la de Canas y Canchis, que tuvo como capital a Tinta. En la mayor parte de documentos posteriores, esta jurisdicción es conocida como Corregimiento de Tinta. El antiguo sitio de Kanamarca, aún ocupado en los inicios de la presencia española, fue abandonado, desplazando el centro de poder de los grandes curacas locales al encomendero (Sillar y Dean 2002: 245).
Confinadas a un espacio subalterno, las poblaciones indias eran la fuente de riqueza del sistema virreinal, pues eran las productoras y proveedoras de recursos. De asentamiento disperso y diezmadas por las guerras y las enfermedades, estas poblaciones fueron reubicadas en nuevos pueblos de indígenas conocidos como reducciones, creados según el patrón europeo de los pueblos siervos, bajo la jurisdicción de corregimientos y encomiendas. Siguiendo la lógica europea, se juntó en cada uno de estos pueblos a varios ayllus dispersos en el área circundante. Aunque se esperaba que esta reunificación respetara la antigua distribución étnica, fueron numerosos los casos en que se reunieron pueblos de distinto origen étnico, incluso poblaciones tradicionalmente antagónicas. El término de “indios”, con el que se les denominaba, sin consideración a su diversidad étnica, fue el primer paso en el retroceso de la identidad originaria en las poblaciones nativas.[28]
La reducción de los poblados Kana y Kanchi respetó en un grado mayor de lo usual la distribución étnica de los pueblos originarios. A pesar de ser un área quechuahablante desde la época colonial (Glave 1988: 8), la jurisdicción de Canas y Canchis mantuvo tanto las fronteras étnicas como sus rasgos aymara originales. Esto puede observarse claramente en la vigencia de la distribución de los ayllus en las reducciones, en las que mantienen incluso los mismos nombres que sus pueblos ancestros. Hacia la década de 1580, estos pueblos eran Nuestra Señora de la Concepción (Checacupe), San Miguel de Quebrada (Pitumarca), San Nicolás de Combapata, San Bartolomé de Tinta, San Pedro de Cacha, San Pablo de Charachape, Santa María de Balbuena (Sicuani), San Martín de Larucachi, Santiago de Yanaoca, Villa de Nuestra Señora de Languisupa (Langui), Villa de la Laguna (Layo), Santa Lucía de Pichigua, Santa Ana de Yauri, Villa San Juan de la Fuente de Coporaque, San Andrés de Checa y como anexo de esta, San Pedro de Quehue. La reducción de Checa estaba compuesta por unos 1,695 habitantes, de los cuales 322 eran indios tributarios reducidos en el pueblo de San Andrés de Checa (Guerra Carreño 1982: 96).
Estos quince pueblos estaban repartidos además entre once curatos o doctrinas —jurisdicciones para la doctrina impartida por el clero católico—, uno de los cuales correspondía a la misma reducción de Checa, que incluía igualmente a Quehue como su anexo. Al interior de estos pueblos, el sistema de autoridades seguía el modelo del “pueblo” español, compuesto por alcaldes, regidores y alguaciles, siendo sus funcionarios de origen indígena, elegidos por la población. Los emblemas de este sistema combinaban las enseñas de origen nativo con los motivos implantados por el sistema español. Esta composición sigue siendo ostentada hoy en las varas y las waraka, insignias de los cargos tradicionales en diversas comunidades del sur andino.
La permanencia de la antigua distribución étnica no solo se mantuvo en el aspecto territorial sino en la distribución espacial de las poblaciones locales, que siguió el patrón de ordenamiento dual de oposiciones y complementariedades y que, además, intentaba mantener el acceso a territorios discontinuos. La lógica de este aprovechamiento del territorio chocaría inevitablemente con la de la administración española. El resultado fue una serie de conflictos legales entre los ayllus al interior de la antigua unidad étnica y con los grupos vecinos. En 1572, la administración del virrey Francisco de Toledo envió a Diego de Porres (juez visitador general de la provincia de Collasuyo, Canas y Canchis) a reunir los datos necesarios para el reparto de tierras a los naturales de Checacupe, Hilave y Pitumarca y para que consulte con los curacas locales de los pueblos kana la nueva delimitación de sus posesiones territoriales y la manera en que iban a formar parte de la jurisdicción de las reducciones. El resultado fue, por el contrario, una serie de contradicciones y de litigios entre las jurisdicciones locales por los territorios que los ayllus consideraban que se habían quedado fuera de su radio de jurisdicción. Diez años después, la administración colonial ordenó por segunda vez a los jefes de las ahora reducciones a que rindieran informes sobre sus posesiones territoriales para un nuevo registro, lo que se hizo con mayor rigor y en diálogo abierto con el juez visitador. El resultado fue similar, puesto que los curacas no se ponían se acuerdo sobre el alcance de sus dominios, y los conflictos no resueltos duraron más de un siglo. En esta región, los conflictos territoriales más importantes se dieron entre las comunidades de Coporaque y Yauri, de Pichigua y Checasupa, de Checasupa y Yanaoca, de Sicuani y San Pablo de Checa, y de Pitumarca con Checacupe. No se trataba solamente de que este acceso a territorios fuera un derecho tradicional, cuando el patrón de asentamiento era relativamente disperso y por tanto las fronteras no podían ser bien delimitadas, sino que significaba el acceso a tierras aptas para el cultivo, ya se tratara de valles o laderas, o de terrenos de puna para el pastoreo de camélidos o la caza de vicuñas. En el territorio de Canas y Canchis, tal carácter del acceso a los recursos generaría numerosos incidentes entre pastores y agricultores (Stavig 1999: 114).
Otro de los sectores de la sociedad nativa que se mantuvo bajo el Virreinato fue el de los curacas —denominados caciques—, como representantes de la población indígena, confinada en reducciones, ante la administración colonial. Adoptado por la nueva sociedad virreinal, este sector aplicó diversas estrategias que lo beneficiarían como una casta dominante al interior de la sociedad indígena, accediendo a una serie de prebendas a cambio de cumplir con las obligaciones inherentes a la producción en las comunidades a su cargo (Glave 1989: 259).
Las jurisdicciones virreinales —repartimientos, corregimientos, curatos— alteraron en diversas ocasiones las fronteras étnicas, integrando o perdiendo territorios tanto por la conveniencia del sistema colonial (que encontraba difícil seguir la lógica de aprovechamiento de recursos y de la ocupación de la población andina) como por los intereses particulares de los administradores. Los sucesivos intentos de reordenamiento que tales jurisdicciones impusieron a la población originaron diversos enfrentamientos entre los grupos Kana y Kanchi, y es posible que en ello se encuentre la raíz de las batallas rituales que aún hoy son parte de la tradición cultural vigente de esta región.[29]
Uno de los primeros enfrentamientos, documentados hacia 1572, se produjo entre los ayllus de Checacupe,[30] por un lado, y los de Combapata y Pitumarca. El origen del conflicto fue el reparto del ayllu Colcatona, de origen kanchi, que fue dividido entre dos reducciones, siendo enviados 100 tributarios a la de Combapata y 60 a Checacupe, quedando sus propiedades en la jurisdicción de la primera. El resto del ayllu Colcatona fue enviado en 1643 a Checacupe para aliviar este conflicto; en respuesta, sus miembros ocuparon su territorio adscrito a Combapata en 1652, con el consiguiente enfrentamiento legal y físico. Ochenta años de la reforma toledana no habían logrado hacer olvidar la distribución étnica original y, en cambio, generaban conflictos al interior de la población rural (Stavig 1999: 113).
Otro caso, documentado hacia 1605, pero cuyas referencias datan de 1560, estuvo protagonizado por los ayllus de la reducción de Checasupa, de raíz kana, y los de Yanaoca, reducción de origen mixto, pues incluía mitmakuna trasladados por los incas y población kanchi (Glave 1989: 242). Es aquí que se menciona por primera vez a Quehue, como anexo de la jurisdicción de Checasupa, que no aparecía inicialmente en los padrones fiscales. Sin embargo, uno de los ayllus originarios de Quehue, el ayllu Hampatura, se encontraba en Yanaoca.
Hacia mediados del siglo XVIII, la jurisdicción de Canas se acercaba más al área que conocemos hoy. Según la descripción dada por Cosme Bueno en el Mercurio Peruano de 1769,[31] la provincia de Canas limitaba por el norte con Paucartambo; por el este con Carabaya, hacia el pueblo de Macusani; por el sudeste con Lampa, en la cordillera de Vilcanota; por el sur con Caylloma; por el sudoeste con parte de la provincia de Condesuyos de Arequipa; al oeste con Chumbivilcas, separadas por el río Apurímac; y al noreste con Quispicanchi.
a. Tributos y estrategias de sobrevivencia
Tema fundamental de la administración virreinal fue el cobro de tributos, causa principal del descontento social en las poblaciones colonizadas. Las tasas para el impuesto habían sido establecidas por órdenes del virrey Francisco de Toledo en la década de 1570, permaneciendo sin variación por cerca de dos siglos, sin tomar en cuenta los cambios demográficos y las fluctuaciones económicas que se sucedieron durante todo este tiempo. La administración toledana había transformado la antigua organización de la mita incaica, una forma de trabajo organizado que mantenía una relación recíproca entre el Estado y la población. En el sistema de trabajo obligatorio colonial, la población debía ofrecer su fuerza de trabajo en labores especialmente difíciles, a cambio de un salario que muchas veces no era pagado. Valiéndose de esta versión particularmente distorsionada de la mita prehispánica, las reformas toledanas sirvieron para la explotación de la minería, la principal fuente de riquezas de la Colonia. Es en este contexto que empezaron a trabajarse las minas de Potosí (Bolivia), Santa Bárbara (Huancavelica) y Caylloma (Arequipa), donde la fuerza de trabajo indígena vivía en condiciones infrahumanas, con un alto costo en vidas. La causa principal de la mortandad era un tipo de asma llamado choqo, producido por el polvo emanado de las minas que teñía las ropas de rojo, penetraba en las vías respiratorias e intoxicaba a las personas.
Las poblaciones de la provincia de Tinta (los pueblos Kana y Kanchi), estuvieron entre los más afectados por esta política. En el período de gran productividad minera, a mediados del siglo XVII, eran enviados de esta región, de acuerdo con el número de tributarios existente, un total de 489 mitayos a la mita de Potosí y 163 a la mita común, en obras diversas. De este contingente, un total de 59 mitayos —45 a las minas y 14 a otros destinos— provenía de la reducción de Checa, que incluía, no lo olvidemos, al anexo de Quehue (Guerra Carreño 1982: 99-100). Siguiendo a Kubler, el resultado de esta política fue desastroso en términos demográficos: de los 34,713 habitantes registrados en el corregimiento de Canas y Canchis en 1628 se descendió a 12,785 en 1754, en tiempos en que la productividad de las minas empezaba a decaer.[32]
En el primer siglo y medio del sistema colonial, las poblaciones indígenas mantuvieron los elementos básicos de sus economías étnicas, lo que implicaba la continuidad de las jefaturas y gobiernos locales heredados de los tiempos prehispánicos. Esta particularidad también se debió a su adaptación a las circunstancias impuestas, al tiempo que resistieron en la medida de lo posible a tales condiciones. Esta estrategia dio como resultado la transformación de la sociedad y economía indígenas, que terminaron incorporándose plenamente en las redes de mercado de bienes y fuerza de trabajo, y les permitió una serie de negociaciones con los grupos económicos y de poder.
Estas estrategias de resistencia produjeron un cambio fundamental en lo que habían sido sociedades étnicamente determinadas que aún se habían mantenido durante el primer siglo de presencia hispana, tendiendo después de ello a disolverse en un común genérico de indios, ya se trate de indios de haciendas, de arrieros, de trajinantes o de mineros (Glave 2005: 56). Este cambio de situación se detecta ya en el período que va de 1680 a 1730. Los criterios para el tributo dejaron la modalidad de la tasa —el monto global que una comunidad debía tributar según el número registrado de sus pobladores, los recursos del área y sus habilidades— sustituyéndola por padrones de tributarios registrados por cada centro poblado y clasificados según el acceso de los indios a la tierra, lo que implicaba una información pormenorizada que no permitía ya la existencia de personas al margen del sistema de tributos. La recaudación había dejado de lado las formas no monetarias, según el nivel de acceso a los recursos comunales (Glave 2005: 60). En tal circunstancia, las jefaturas étnicas tendieron a perder influencia y desapareció cualquier enmienda o prerrogativa especial que los pueblos indígenas pudieran haber adquirido con la Corona o con el gobierno virreinal en tiempos precedentes. La resistencia contra el sistema se hizo de manera menos colectiva y más individual, acrecentando la indefensión de la población indígena.
Con el reparto de mercancías, una de las innovaciones de las reformas borbónicas, establecida en la década de 1770 y destinada a incrementar la recaudación fiscal de la Corona (Lazo et al 2000), los indígenas se vieron inmersos en deudas, obligados a pagar sumas elevadas por productos de origen español, impuestos por la Colonia, cuyo reparto era encargado al corregidor con precios arbitrariamente elevados. Estas nuevas transacciones comerciales también incluían impuestos, afectando con ello a los comerciantes indígenas. El lento crecimiento demográfico bajo el sistema de propiedad colonial empezó a crear una población flotante sin tierras y sin trabajo. Las fluctuaciones de la producción ante un mercado restringido y el nuevo régimen tributario produjeron una hambruna en la región del sur andina hacia 1780, año en que estalló la más importante de las rebeliones nativas contra el orden colonial.
b. De la etnia al común de indios
Durante el siglo XVII, el sistema de encomiendas dio paso al de las haciendas, a partir de la compra de tierras por nuevos propietarios, lo que incluyó la expropiación efectiva de los territorios de los indígenas que residían en los territorios de encomienda. En la sierra sur y en gran parte del territorio colonial, los antiguos habitantes fueron limitados a bolsones donde, no pudiendo mantenerse con los escasos recursos que les quedaban, se vieron obligados a trabajar en las haciendas para obtener el dinero de los tributos y los repartos. Con la hacienda como unidad económica dominante en el siglo XVIII, los indígenas se transformaron paulatinamente en siervos de la hacienda agropecuaria, que fue desde entonces el referente de las relaciones sociales en esta parte del mundo. En este nuevo marco, el común de indios se convertiría en la comunidad de indígenas que, por más de dos siglos, fue la forma de organización dominante entre la población de origen nativo en los Andes.
El resultado de este proceso fue la conformación de una nueva identidad indígena, cuyas jefaturas habían perdido su poder y cuyo referente étnico era por tanto más generalizado (Glave 2005: 61). El referente para esta identidad más abarcadora fue, por supuesto, el Tawantinsuyu, cuya idealización fue consustancial a la crítica de un sistema en el que simplemente no tenían ventaja alguna. En algunos casos, los antiguos curacas —que en el siglo XVI transaban y litigaban, muchas veces beneficiándose y convirtiéndose en agentes de la represión colonial— empezaron a actuar como líderes de rebeliones anticoloniales.
Según refiere la “Descripción Corográfica[33] de la Provincia de Canas y Canches, conocida generalmente por el nombre de Tinta”, publicado en un número de El Mercurio Peruano de Lima, el año 1792 y sin referencia de autor, las dos “tribus” integradas a la provincia habitaban entonces en los pueblos de once curatos, a cargo de los respectivos curas, uno de ellos un Vicario español. Mientras los Canchis pertenecían a los Curatos o doctrinas de Siquani (Sicuani), Tinta, Checacupi (Checacupe), Pampamarca, Yanaoca y Langui, los Canas vivían en las doctrinas de Checa, Pichigua, Yauri y Coporaque. Como se ve, existe cierta confusión, al describir como pueblo kanchi al de Langui, de origen kana. En la doctrina de Checa se sigue mencionado el anexo de Quehue. El mismo texto hace una descripción del presunto carácter de los kana y los kanchi, que en mucho refleja la visión negativa que el estrato ilustrado criollo de Lima tenía de las poblaciones indígenas, junto con algunos datos a los que se puede reconocer algún valor etnográfico:
Mas no obstante el transcurso largo de los años se observa en los naturales de este país el carácter de sus ascendientes: (…). Los Canches son de una estatura mediana, y muy atrevidos, inquietos, inconstantes, desleales, y obedientes en apariencia: pues cuando pueden no observar impunemente los preceptos de sus jueces, lo ejecutan. Son trabajadores y nada perezosos, no usan camisetas ni follages[34] en los calzones, reduciéndose todo su vestuario a solapas y gabanes. Los Canas aunque más trigueños son más corpulentos y mejor formados: poco más o menos tienen las mismas proporciones que aquellos: usan botonadura en sus vestidos, andan a caballo, tienen sus viviendas regularmente adornadas con escafios,[35] mesas y otros muebles. Pero por lo común unos y otros son torpes y pusilánimes, amantes de la soledad y taciturnos; colocan sus chozas en lo más áspero y retirado de los cerros: a la vista de los caminantes huyen amedrentados como fieras: en sus tratos son duros, y secos aún con sus mismas mujeres; y tienen gran tendencia a las supersticiones más ridículas (en Guerra Carreño 1982: 76-77).
El texto hace referencia a un supuesto carácter inherente a estas poblaciones, sin considerar su estilo de vida ni su condición de tributarios, crecientemente arrinconadas por las haciendas que les obligaban a vivir en los territorios menos aptos. Esta situación había empeorado a diez años del develamiento de la rebelión de Túpac Amaru, tras un costo de miles de vidas y de la pérdida de casi todos los derechos que las poblaciones indígenas habían logrado mantener durante los primeros siglos de la Colonia, viviendo bajo la represión hacia cualquier expresión pública de su universo cultural.
c. Crisis y rebelión
Los levantamientos indígenas de la segunda mitad del siglo XVIII fueron consecuencia de una serie de crisis sucesivas que comprometían la viabilidad misma del sistema colonial. A la presión excesiva sobre las economías indígenas se sobreponían graves problemas de corrupción y abusos de diversas autoridades como los corregidores, el clero y los mismos caciques, que se beneficiaban a costa de las propiedades del Estado colonial y de las poblaciones nativas.
Es en este panorama que se produce el levantamiento de Túpac Amaru, curaca de Surimana, Pampamarca y Tungasuca, quien el 8 de noviembre de 1780 apresó en Tinta al corregidor Antonio de Arriaga. Aunque este era un desafío frontal a la autoridad colonial, no era un hecho aislado o excepcional. La antipatía que generaban los corregimientos, altamente impopulares en la misma España, convirtió a sus representantes en objetos de ataques de diverso tipo, incluyendo el linchamiento, del que se dieron numerosos casos en esos tiempos. Pero el acto de Túpac Amaru causó una verdadera conmoción en toda la región andina y, en general, en el Virreinato del Perú y el resto del continente.
La víctima de esta rebelión, Antonio de Arriaga, corregidor de Tinta desde 1778, había escrito a uno de sus colaboradores que “cuando los incendios no se apagan en sus principios, suelen sus llamas consumir lo más distante” (Glave 2000: 63, tomado de Stavig 1985: 456). Poco antes de su apresamiento y ejecución, Arriaga estaba involucrado en un conflicto con el Obispo del Cusco, Juan Manuel Moscoso, por el manejo de los bienes de las parroquias rurales de la provincia y las rentas de la iglesia. El motivo de esta competencia eran las donaciones de los indígenas devotos en las parroquias, la fuente económica más importante de la región,[36] un bien especialmente codiciado en la coyuntura del momento.[37]
Tras una serie de disputas con el clero de su jurisdicción, Antonio de Arriaga había reestablecido el control del corregimiento, cuando José Gabriel Condorcanqui apareció en Tinta, a inicios de noviembre. El virrey Jáuregui había sido informado por Vicente de la Puente, cura de Coporaque (quien actuaba como agente del obispo del Cusco) sobre los abusos del corregidor. En respuesta, el virrey había decidido sancionarlo con orden de arresto a sus lugartenientes por los abusos cometidos en contra de la población india. Pero, para entonces, Arriaga ya había sido prendido en Yanaoca, llevado a Tungasuca, y tras varios intentos, ejecutado en la horca, como primera víctima del levantamiento (Glave 2000: 61).
Túpac Amaru era un descendiente del inca homónimo que fuera ejecutado por el virrey Toledo en 1572, aunque entre sus ascendientes estaba una criolla, Francisca Torres. Educado en la escuela de caciques de San Francisco de Borja en el Cusco, bajo la enseñanza jesuita, se casó con Micaela Bastidas, de Pampamarca (jurisdicción de Yanaoca). Era también comerciante, propietario de unas 70 piaras de mulas —alrededor de 700 cabezas—, por lo que también lo afectaban las reformas borbónicas. Su formación, acorde con su elevada posición social, le instó a buscar una solución por vía legal a las condiciones que se imponían a la población indígena, en particular a la mita minera. De este modo, escribió numerosas cartas al virrey e incluso visitó Lima hacia 1777. Por entonces el visitador José Antonio de Areche había llegado a la capital, investido de una autoridad mayor que la del virrey, al cual sustituyó para imponer el
una misma fiesta ser varios, distribuidos por días de fiesta o por una especialización de sus obligaciones— corrían con los onerosos gastos de tales eventos, incluyendo la “limosna” para la iglesia. Con el crecimiento de la población y por ende del número de cofradías, tal limosna se convirtió en una fuente de ingresos de creciente importancia para la institución eclesiástica.
Además, la iglesia arrendaba terrenos de sus estancias que, acrecentadas por las donaciones hechas por caciques indígenas devotos, alcanzaron extensiones considerables, que incluían en esta región un número correspondiente de cabezas de ganado y de arrendatarios indígenas. En la provincia de Tinta, los arrendatarios de estas estancias eran ayllus locales que hacía siglos se habían manejado como pueblos pastores, y sus linajes dominantes eran una jerarquía local con derechos adquiridos largo tiempo atrás e igualmente propietarios de sus territorios. Aprovechando el sistema de trabajo comunal rotativo indígena, lograron hacer de estas extensiones la fuente de ingresos más importante de la iglesia del siglo XVIII, convirtiendo a las autoridades del clero local en auténticos hacendados, que recibían ingresos como propietarios de estancias y como representantes de la iglesia. Los corregidores, ante ello, intentaron por decreto limitar e incluso prohibir algunas de estas fuentes de ingreso, como el número de alferados o el trabajo en las estancias propiedad de la iglesia, buscando aprovechar en cambio, mediante diversos pretextos y de modo coercitivo, los recursos nativos. Por su lado, las poblaciones indígenas, bajo pactos diversos de sus caciques con los poderes de turno y por diversas razones de conveniencia, se pusieron de uno u otro bando.
orden y acabar con las corruptelas —y de paso, con las prerrogativas— de los funcionarios, tanto de criollos como de caciques indígenas, para asegurar que el nuevo orden diera el resultado esperado por España; esto es, el aumento de ingreso fiscal y la pacificación de las Colonias. Convencido de que esta nueva administración no escucharía sus reclamos, Túpac Amaru volvió al Cusco, donde estaban cundiendo protestas y rebeliones locales como las ya mencionadas. Con el levantamiento, su postura pasó de proponer una solución legal negociada a exigir la reforma del sistema colonial y el fin del abusivo sistema de tributación y de las instituciones ejecutoras de tales medidas, como el corregimiento.
Luego de la ejecución de Arriaga, Túpac Amaru permaneció ubicado en Yanaoca como base de la célula rebelde, y recorrió repetidas veces el corregimiento de Tinta, pasando por Pichigua, Coporaque, Langui, Layo, Checa y Quehue para integrar a los indígenas a su rebelión y aprovisionar sus tropas.[38] Partiendo de este espacio, Túpac Amaru triunfa con grandes contingentes en Quiquijana, y vence a las tropas contrarias en Sangarará. Recibió el apoyo de sectores de población nativa, pero una respuesta ambigua o incluso antagónica de los funcionarios indígenas, algunos de ellos de la misma provincia de Tinta, que optaron por el bando realista, preocupados por las dimensiones que la rebelión había alcanzado, contraviniendo cualquier posible lealtad de orden étnico (Glave 1992: 155). Caciques de regiones como valle sagrado o de Chinchero, como Mateo Pumacahua, alegaban que Túpac Amaru no tenía derechos dinásticos como descendiente de incas y encabezaron el ataque realista contra las tropas rebeldes. Los documentos mencionan a Quehue, entonces estancia del Monasterio de Carmelitas, que contaba con más de 15,000 ovejas, como uno de los sitios especialmente afectados por esta circunstancia (CDIP 1971, tomo 2, vol. 2: 387). El mayordomo de esta estancia atestiguó contra uno de los primos de Túpac Amaru, de apellido Noguera, quien había sido capturado y en consecuencia ejecutado, por lo que las tropas rebeldes intentaron tomar represalias contra este funcionario y la estancia (CDIP 1971, tomo 2, vol. 2: 403- 404).
Túpac Amaru opto por no tomar la ciudad del Cusco a pesar de que la situación estaba a su favor, aun cuando esta alternativa le había sido sugerida, y prefirió ampliar su presencia en otras provincias como Lampa y Azángaro. Por el lado de la población rural, los indígenas habían demostrado en su accionar que así como no querían la dominación española ni del sistema colonial, incluida la Iglesia, tampoco estaban dispuestos a admitir la dominación de criollos ni mestizos, en consecuencia estos sectores optaron por no apoyarla, temerosos de que los indios extendieran su represión hacia ellos. Valiéndose de la delación y traición de algunos de sus allegados, los vecinos criollos del corregimiento de Tinta, organizados militarmente, lograron capturar a Túpac Amaru en Langui. El proceso y ejecución del líder y de su familia fueron de una espectacular crueldad, y partes de los cuerpos de los líderes rebeldes fueron repartidos por diferentes focos rebeldes, entre ellos la jurisdicción de Tinta, en sitios como Tinta, Tungasuca, Surimana, Coporaque, Yauri o Pampamarca (CDIP 1971, tomo 2, vol. 2: 776-777). Tal exhibición, de propósito ejemplarizante, terminó convirtiendo esta derrota en un emblema de la resistencia de la población nativa y su capacidad de sacrificio.
El ejemplo de esta rebelión fue seguido en buena parte de la colonia sudamericana, entre diversos estratos de la sociedad colonial, todas las cuales fueron vencidas. Tras dos años de lucha, la derrota de todos los focos subversivos se había saldado con alrededor de 100 mil muertos, cifra más ominosa si se tiene en cuenta que para entonces la población nativa tenía alrededor de un millón 200 mil personas.
Areche retiró diversas potestades a los caciques, como el cobro de tributos, que pasó a ser potestad de alcaldes o gobernadores, y se vigilaron igualmente la cantidad de tierras y de servicios a los que pudieran tener acceso. Bajo esta presión, la concentración de propiedades pasó paulatinamente de los antiguos caciques a nuevos propietarios foráneos y a un sector de población rural que por diversos medios empezó a enriquecerse y a monopolizar el poder al interior de las comunidades de indios, antecedentes del nuevo estrato misti que se hizo del poder regional tras la caída de la Colonia. “Solo se dejaba un último resquicio para los caciques de sangre, que prácticamente se extinguían, quedando además vulnerables a cualquier denuncia que pusiera en tela de juicio la legitimidad de su ascendencia” (Glave 2000: 79).
También se establecieron medidas represivas contra cualquier expresión de la identidad indígena, sobre todo si en ella había alguna reivindicación del Tawantinsuyu. Se prohibió de este modo toda representación de los Incas, cualquier uso de vestimenta nativa y la expresión de la lengua propia, amén de la renovada persecución a cualquier práctica ritual ajena a la doctrina cristiana. La colonia fue reorganizada administrativamente, quedando como único saldo positivo de esta historia la desaparición de los corregimientos y su sustitución por un más eficiente sistema de intendencias y partidos —el corregimiento de Tinta pasó ser denominado Partido de Tinta— que logró conjurar con éxito las siguientes rebeliones, al menos hasta tiempos del virrey Abascal, que terminó su mandato en 1818.
En este tiempo estalló el último evento de importancia donde los caciques tuvieron un rol decisivo: el levantamiento de 1814 en Cusco, liderado por Mateo Pumacahua, quien al igual que muchos de sus allegados en esta aventura había sido un notorio realista en contra de Túpac Amaru, y que ahora encontraba sus prerrogativas recortadas. Contaron además con un apoyo decidido de la población rural, cada vez más arrinconada a sus propias comunidades locales, y bajo una proclama de corte decididamente incaísta, con una participación masiva, en este caso sí, de la provincia de Tinta (Glave 1992: 177). Tras triunfos iniciales sobre las tropas realistas en Livitaca y en Checa, hubo un enfrentamiento final que terminó con la derrota rebelde en abril de 1815, justamente en las pampas de Toqto, conocido entonces y ahora como uno de los sitos donde se realizan combates rituales entre pobladores de las provincias de Canas y Chumbivilcas.
La campaña de Areche, que hoy podría calificarse de etnocidio cultural, tuvo efectos sobre todo en la vestimenta, que adoptó la moda del siglo XVIII español, y en el hermetismo en el que la población indígena mantuvo su memoria del pasado y sus señas de identidad. Pero fracasó en diversos niveles, y no solo porque las poblaciones hicieron suyas muchas de estas expresiones culturales impuestas, interpretándolas bajo su propia vivencia cultural. La memoria de Túpac Amaru se mantuvo en la memoria de las poblaciones indígenas como símbolo de la lucha por su autonomía durante tiempos republicanos; posteriormente los levantamientos campesinos de las décadas de 1920 y 1960 y el movimiento indigenista concentrado en la ciudad del Cusco lo elevarían a la categoría de mito. Este ascenso en la memoria popular llegó a su consumación con el Gobierno de las Fuerzas Armadas del periodo 1968-1975, que lo proclamó oficialmente como prócer de la Independencia, y que se valió de su figura para promover una Reforma Agraria que tendrá efectos muy profundos en esta región, que lo había mantenido fielmente en su memoria.
Pero mucho antes que este proceso de lugar, los descendientes de los kana, kanchi y chumbivilcas pasaron alrededor de 150 años de vida republicana sometidos a un régimen de hacienda, lo que redujo su capacidad de reproducción al nivel de lo humanamente posible, carentes de derechos y beneficios, situación en la cual se mantuvieron como grupo social y como cultura.
Canas en el período republicano: mistis y campesinos
El partido de Tinta mantuvo por un tiempo la extensión heredada de la Colonia. Cuando el 26 de abril de 1822 fue creado el departamento del Cusco por decreto de la nueva República, Tinta pasó a ser provincia homónima. Su población, entonces, estaba estimada en unos 29,045 indios, 5,420 mestizos, 324 españoles, 27 clérigos y 152 pardos libres, distribuidos en 11 doctrinas y 13 pueblos (Guerra Carreño 1982: 105). Intereses locales por el acceso a recursos, liderados en buena medida por los sectores mestizos que dominaban en la administración, empujaron a la demarcación de nuevas provincias y distritos, atomizando la representación estatal. La Ley N.° 1532, del 14 de octubre de 1833, dividió la provincia de Tinta, quedando la parte alta como provincia de Canas y la parte baja como la provincia de Canchis. La capital de Canas fue sucesivamente ubicada en los centros poblados de Checca, de Coporaque y de Sicuani, entonces con estatus de villa, y desde 1863 hasta la fecha, al de Yanaoca. En noviembre de 1917, Canas fue dividido en las provincias de Canas y Espinar, por le Ley N.° 2542, quedando Canas conformada por los distritos de Yanaoca, Pampamarca, Langui, Checca y Quehue (GRC 2013: 15-16). En 1941 se creó el distrito de Túpac Amaru con su capital Tungasuca; en enero de 1957 el distrito de Layo, separado del de Langui; y en febrero de 1958 el de Kunturkanki, con lo que Canas terminó por adquirir su actual división política.
Mientras tanto, la composición social de la región había cambiado radicalmente. Los españoles fueron sustituidos por la nueva categoría de terratenientes mestizos o mistis, en la pronunciación quechua. Los cacicazgos habían quedado definitivamente abolidos, pero tampoco eran reconocidas las comunidades de indígenas, considerados unos y otros parte de la legislación colonial. Para la nueva legislación republicana, esta población estaba compuesta por tributarios, cuyo acceso a la ciudadanía estaba asegurado por su capacidad de tributar, lo cual estaba sujeto a que tuvieran alguna propiedad, profesión u oficio titulado, aparte que en varias constituciones se disponía que solo podía incluirse a la población masculina casada y sobre todo alfabetizada. Con ello se privó de todo estatus legal a los pueblos indígenas, quedando excluidos de cualquier beneficio ciudadano. Los territorios comunales y curacales que en esta región habían sido apropiados por funcionarios, hacendados y el clero en el siglo XVIII, y los territorios comunales denominados “sobrantes”, que quedaron debido a la desaparición paulatina del estrato de los caciques y por una baja temporal de la población indígena en las primeras décadas de la República, fueron comprados y repartidos, a partir de la legislación de 1846, por el nuevo sector blanco-mestizo regional. Desde el tiempo posterior a la rebelión de Túpac Amaru, este nuevo sector había logrado acceder a la administración local y regional, como recaudadores de impuestos e incluso adoptando el estatus de caciques, escalando posiciones de poder político y económico, hasta alzarse como una nueva clase dominante sobre la población rural a mediados del siglo XIX. Como dato particular, este sector compartía algunos rasgos culturales con aquella, como el uso del quechua y la participación, en un papel dominante, en las fechas más importantes del calendario religioso católico. Ante esta nueva clase “indianizada”, los ahora campesinos indígenas, replegados en sus comunidades locales y abandonados por el Estado, fueron convertidos una vez más y de modo más rotundo, en siervos de la gleba, en condiciones que no distaban mucho de las del medioevo europeo. En este estado, los conflictos internos entre pobladores rurales por los escasos recursos disponibles, ya no solo a nivel de comunidades, sino de familias e incluso de individuos, no solo se hicieron mucho más frecuentes sino que cobraron una fuerza inusitada, limitando cualquier canal de solidaridad fuera del vínculo estrictamente familiar.
La respuesta de los campesinos indígenas de Canas y Canchis provino de su principal recurso, los pastizales, inicialmente no afectos a la contribución rústica, que fueron progresivamente habilitados por el trabajo de pastores pertenecientes a estancias que formaban parte de las parcialidades de comunidades diversas, y convertidos de este modo en fundos o haciendas de familias particulares. Estas propiedades no estaban adscritas al control comunal, lo que permitía la expansión lenta de estas economías familiares. Este crecimiento fue notable en el distrito de Yauri, mientras que en otros, como Yanaoca, fue limitado por la propiedad terrateniente de los pastos, y en el caso de Quehue, por funcionar entonces como un anexo del distrito de Checca (Glave 1992: 212-13). Tal crecimiento se benefició del comercio de lana de alpaca, demanda que se mantuvo, con ciclos periódicos de crecimiento y de baja, entre las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, a partir de la creación del ferrocarril del sur, que comunicaba a la ciudad de Arequipa con el altiplano y que convirtió a este —en concreto, la ciudad de Juliaca— en centro acopiador de este producto.
Las familias mistis incrementaron también sus propiedades sobre las estancias, comenzando por las tierras del clero aún supervivientes y por la compra por deudas a familias campesinas. Por último, pobladores mistis del altiplano, animados por el pujante comercio de lanas, empezaron a reproducir la estrategia campesina de integrar pastos en sus propiedades, por la apropiación directa o igualmente por la compra de propiedades. La expansión de ambos sectores, el de los pastores y de los mistis, propietarios de terrenos, entró en conflicto cuando los agentes fiscales empezaron a incluir a estos propietarios en el padrón de contribuyentes en forma masiva desde le década de 1870, y de modo oficial desde 1889, causando las primeras protestas de parte de los propietarios campesinos que eran inscritos.
Las unidades rurales, los antiguos ayllus compuestos por familias extensas y linajes, organizados en unidades duales, se transformaron paulatinamente desde el quiebre del sistema colonial en comunidades de indígenas y posteriormente campesinas, unidades cerradas con un sistema de gobierno tradicional heredado de la administración colonial. En esta evolución, que significó la fusión o, por el contrario, la división de los antiguos ayllus, se ha mantenido la división de las poblaciones en secciones duales, con ramificaciones en varios niveles, el acceso a los recursos monitoreado por un sistema de gobierno interno, y la propiedad sobre territorios dispersos. Estas formas han continuado a pesar de todos los intentos de la legislación y administración coloniales y de la agresiva tendencia de los grupos de poder por concentrar estos recursos en los siglos que han sucedido a la Conquista. Estas transformaciones no deben ser vistas como el simple reflejo de la política colonial o republicana, sino que en ellas también están los intentos de la población nativa por adaptarse a los diversos procesos que sobre ella se impusieron, defendiendo su acceso a los recursos disponibles y la vigencia de sus sistemas de cooperación en el manejo de aquellos.
La estrategia de los hacendados mistis se valió entonces de los artilugios legales que provinieron, paradójicamente, de la legislación de 1893 sobre los terrenos indígenas, que permitía a los propietarios individuales vender sus propiedades al margen de la comunidad indígena, sobre todo cuando había conflictos legales por linderos. Este simple mecanismo permitió la expansión de la propiedad terrateniente en gran escala, valiéndose incluso de documentos fraguados que se adjudicaran la propiedad de familias y comunidades, frente al derecho verbal de los linajes campesinos (Glave 1992: 238), que terminaban en el pago por coerción a los nuevos patrones y en expropiaciones violentas, cuando estos no podían cancelarse.
Todo esto llevó a una oleada de enfrentamientos que autoriza a hablar de un verdadero levantamiento nativo en diversos puntos del sur del país, y en esta región en particular, que, con antecedentes inmediatos en Tocroyoc en 1914, eclosionó durante el mandato de Augusto B. Leguía en la década de 1920, con su punto más crítico entre 1921 y 1923. Uno de los catalizadores de este movimiento fue la Ley de Conscripción Vial, que obligó a grandes masas campesinas al trabajo de pavimentación de las carreteras, del que se ha hablado en la primera parte de este libro. Una labor extra, formalmente pagada pero realmente gratuita, en condiciones de trabajo ínfimas, y que benefició a los intermediarios de esta mano de obra con las empresas constructoras, que no era otro que el sector misti que supuestamente donaba recursos para los trabajadores.
Se conformaron, entonces, organizaciones de acción rebelde, como el llamado Comité Central Tahuantinsuyo, que dieron mayor organicidad a sus acciones. Estos eran intentos de recuperación más simbólicos que efectivos de territorios expropiados por las haciendas, que terminaban en violentas represiones de parte de los hacendados, con gran costo de vidas, saqueos y destrucción de infraestructura de los pueblos campesinos. Se formó en la población campesina, más allá de sus diferencias internas, la conciencia de su propia identidad, que recuperó para sí la figura del Tawantinsuyu como Estado ideal, de personajes como Túpac Amaru y de los líderes rebeldes del momento, como Domingo Huarca, abatido en Tocroyoc en 1921, y de cuya muerte incluso se empezaron a hacer representaciones teatrales en algunas fiestas, similares a las tradicionales representaciones de la muerte del Inca (Glave 1992: 246). El asunto obligó a la formación de comisiones de indígenas de parte del Ministerio de Fomento, en un aparente apoyo de los intentos de reivindicación campesinos. Eventos de violencia se dieron el mismo año de 1921, en los distritos de Langui y Layo, cuya víctima más notoria fue en este caso un hacendado, Leopoldo Alencastre Zapata, quien lideraba a una armada misti que intentaba combatir al levantamiento y que, siendo emboscado, fue muerto en forma particularmente violenta (Valencia Espinoza 1992: 16). En respuesta, la represión policial, armada con fusiles, dejó un saldo de 34 muertos en el morro de Rumitaque, centro de reunión de los rebeldes y, tras varias semanas de violencia, cerca de 500 víctimas como balance final.
Se ha incidido en la semejanza que adoptaron las formas de protesta y el ataque de las multitudes campesinas con las exhibiciones de fuerza y provocación que son parte de los tinku o batallas rituales, y el peso que en la acción campesina puede haber tenido la imagen del Tawantinsuyu. El levantamiento, que no fue un movimiento organizado, sino una serie sucesiva de acciones de reivindicación contestadas con violencia, tuvo manifestaciones cada vez más esporádicas conforme avanzaba la década, y prácticamente terminan con un enfrentamiento de Mollocahua, anexo de la comunidad de Antaycama, en 1931, que igualmente se saldó con un gran número de muertos entre la población rural. El resultado final de esta serie de levantamientos no significó mejora alguna de la situación del campesino indígena; sino una mayor represión a cualquier intento que fuera en tal dirección, como el derecho a la educación escolarizada o incluso a llevar ropa nueva. Un comunero de Huinchiri, nacido en 1917, en medio de este violento período, nos presenta una serie de recuerdos de la situación que se vivía en aquellos tiempos que correspondieron a su infancia y juventud:
Nosotros hemos sido golpeados por los mistis; ya ninguno queda, solo yo estoy sentado (permanezco) en la comunidad de Huinchiri. En 1917 yo era bebé, después ya siendo joven he visto como los mistis cometían maltratos en las comunidades. Los hacendados por aquí hacían llevar sus animales, a las llamas también les hacían cargar; hacían de nosotros todo lo que querían.
Cuando yo estaba de personero [de la comunidad] una patrulla de 45 guardianes nos perseguían para matarnos. En la parte alta de Choccayhua a Doroteo Cáceres le habían golpeado. Así eran los hacendados, los mistis. Ahí estaban Silverio Zecenarro, Manuel Enríquez, Héctor Zecenarro, Manolo Zecenarro, todos ellos eran hacendados. Ahora ya somos libres, yo soy el más anciano.
Los mistis, los hacendados nos explotaban, se llevaban nuestras ovejas, sus muchachos, los jóvenes lo laceaban y se lo llevaban. Para aquel entonces yo había entrado de personero. Casi siete años estábamos en juicio, decían que me iban a matar pero no han podido hacerlo, como hombre que soy “Puma Baltazar” yo me defendía; así se ha defendido nuestra comunidad, ya no podían llevarse a nuestras ovejas, tampoco a nuestros caballos.
Tampoco les gustaba que usáramos zapatos. Los mistis nos quitaban y remedándonos nos decían “¡Indios!” y lo botaban; solo querían que usemos las ojotas de cuero de llama. Así me han hecho, por eso yo me defendía como hombre que soy. Los hacendados han construido su hacienda en tierras de la comunidad pagándoles diez, veinte soles y alimentos. De todo eso yo me defendía diciendo: “¡Soy Puma el valiente!”. Por tal razón he quedado cojo, (porque) así me arrastraban por el suelo. Sólo por ser hombre he resistido y me he quedado solo aquí.
Aquí no han matado a nadie, pero dicen que por el Q’eswachaka ha habido muchas víctimas. En Choccayhua y Chaupibanda han habido más maltratos, hasta hubo muertes. Los muchachos cómo se enterarían de lo que pasaba en la hacienda, nos decían que las asambleas hacían solo de noche; y ellos nos decían “papá, vamos a matarlos”.
No querían que fuéramos a la escuela, nos maltrataban a los que íbamos, yo no sé escribir ni una palabra; como yo, otros no saben escribir. Con Rangel Puma hemos ido a la quinta (región) en el Cusco. No se había llevado la escuela a Quehue; nosotros hemos pedido licencia en la quinta región del Cusco, solo así hemos hecho construir nuestra escuela con don Mario Huilca Rojo, yo y Lucio Callo.
Baltazar Puma Llascano (95), comunidad de Huinchiri, 9 de junio del 2012.[39]
Aquellos siete años de juicios a los que alude el señor Baltazar eran parte de la defensa legal de la organización comunal. Una de las más importantes normas para la población indígena fue la Ley de Comunidades indígenas, aparecida en la constitución de 1920, y que requería a estas organizaciones presentarse con sus documentos de épocas pretéritas para su legalización, incluyendo la delimitación de sus territorios, a cambio de su adscripción a un sistema de administración formal, que con el tiempo sería conocido como el sistema de “autoridades políticas” de la comunidad campesina. De este modo, las comunidades encontraron un marco legal consistente que impedía, como declara don Baltazar en su testimonio, la expropiación que sus territorios.
Esta defensa legal promovió un proceso de reconocimiento de las comunidades, a iniciativa de los pobladores, que recorrió toda el área central y sur andinas. En el distrito de Quehue, la primera comunidad campesina reconocida fue la de Chaupibanda, el 19 de noviembre de 1926, siendo una de las primeras comunidades rurales del país en ser reconocida. Le sigue la comunidad de Huinchiri, el 28 de enero de 1936, y mucho más tarde, la de Ccollana Quehue, el 14 de octubre de 1966. La última en ser reconocida, la de Choccayhua, fue producto de la política del gobierno reformista de Velasco, el 4 de setiembre de 1975. En este último caso se trataba de una población que, tras un largo litigio con la hacienda de la familia Zecenarro (mencionada también por Baltazar Puma), fue expulsada de su territorio, y sus viviendas arrasadas, pocos años antes de la implementación de la Reforma Agraria.
Bajo la hacienda el trabajo era gratuito, esclavizado. Estaban organizados por un patrón, le seguía un mayordomo, quienes hacían trabajar su chacra gratuitamente y hacían pastear su ganado gratuitamente, así era. Entonces, gracias al general Velasco ahora es libre esta comunidad, porque esta comunidad ha desaparecido nueve años, antes de Velasco, porque ha desaparecido en 1965. Porque nos han expulsado de nuestra comunidad a toda esta gente.
El señor propietario, la familia Zecenarro, nos ha expulsado y nos abrió juicio. Mis abuelos nos cuentan que algunos comían sin sal. Al abogado se le tenía que pagar. El juicio inició antes del año 1920. Lo hemos perdido el año 1965, con la gestión del gobierno de Belaunde. Y el 5 de abril de 1967 nos ha expulsado el señor hacendado, me parece que hasta el gobierno apoyaba con la expulsión.
Esa gente se cuidaba porque varios nietos de Túpac Amaru se rebelarían algún día, porque algunos de ellos eran preparados que se encontraban en el Cusco y en otras partes; por eso habían desaparecido esta comunidad.
Leonardo Janampa Torres, comunidad de Choccayhua, 8 de junio del 2012.
Señor Baltazar Puma Llascano, de 95 años (2012), de la comunidad de Huinchiri.
A fines de la década de 1950, el escenario rural cusqueño estaba siendo nuevamente sacudido por una serie de levantamientos campesinos en diversos puntos de la región, iniciado por el proceso de toma de tierras —es decir, la ocupación de territorios de las haciendas, por los arrendatarios que las trabajaban— en la región norteña del departamento, en las provincias La Convención y Lares. El proceso siguió extendiéndose por todo el sur andino, haciendo inviable el sistema de propiedad territorial vigente y amenazando con un levantamiento generalizado. La Reforma Agraria, dictada en 1969 por el llamado Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, se empezó a implementar en la sierra sur los años siguientes, llegando a buena parte de comunidades cusqueñas hacia 1973. La Reforma Educativa se inició en 1974 en la región rural del Cusco, siendo para un contingente importante de la población el verdadero inicio en un sistema educativo universal. El acceso a la igualdad se completó con la Constitución de 1979, que incluyó por primera vez el derecho al voto a los analfabetos, que involucraba a la mayoría de población quechuahablante.
La mejor expresión del final del período de haciendas fue un episodio sangriento, posterior en cerca de diez años a la Reforma Agraria: la violenta muerte del hacendado Andrés Alencastre a manos de pobladores de varios distritos de Canas, en 1984. Aunque este evento es excepcional, es muy indicativo del momento en que se dio y de los discursos que se han creado y difundido alrededor de la población indígena en un área tan representativa como el Cusco. Hijo de Leopoldo Alencastre, Andrés fue testigo de los sucesos en Layo en 1921, en los que fue muerto su padre. Se convirtió en su madurez en uno de los personajes más notorios del indigenismo cusqueño: poeta y músico quechua, proclamado representante de la cultura quechua contemporánea por el mismo José María Arguedas, enseñaba esta lengua en la Universidad Nacional San Antonio de Abad del Cusco, y colaboraba con etnólogos como el francés Georges Dumézil en la descripción de costumbres indígenas, como el Chiaraje, produciendo el primer texto antropológico sobre el tema (1953). Conocido en el ambiente cultural cusqueño como Killku Waraka, su figura inspiró a Arguedas para el contradictorio personaje de Bruno, el hacendado a la vez paternal y violento que se pretendía defensor de la pureza de espíritu de sus siervos de la gleba en su novela Todas las Sangres (1964). En contraste, Alencastre resumía muchas de las características de los gamonales del sur peruano, con numerosos indígenas sujetos a su cargo en condición de siervos en territorios ubicados en los distritos de Kunturkanki, Checca y Quehue, de muchos de los cuales fungió a la vez como patrón y padrino. En buena medida se debe a su gestión la fundación del distrito de Kunturkanki, en cuya capital El Descanso podía disponer del control total. Para los tributarios de estas haciendas, Alencastre era conocido por sus numerosos abusos legales y maltratos físicos contra sus supuestos defendidos, caso extremo de contradicción entre un discurso reivindicatorio y una posición social dominante. Esta condición, que podríamos considerar la apropiación de la identidad y cultura de una población subalterna por un sector que no es su detentador originario, ha sido uno de los puntos de crítica esenciales a la corriente indigenista. Es verdad que un sector de la clase dominante se acogió al discurso indigenista en busca de una identidad cultural propia que a su vez pudiera justificar su posición social hegemónica. Remy (1991) hace notar esta voluntad del sector mestizo regional de ser el intermediario entre el indígena andino y el observador urbano occidentalizado. Crítica parcialmente cierta, puesto que la mayor parte de los representantes destacados de esta corriente no pertenecieron tampoco a la clase hacendada de sus respectivas regiones.
Pero lo que importa aquí no es tanto el discurso reivindicatorio del personaje sino la relación implícita que se planteaba en el mismo. En la década de 1970, Alencastre buscaba que sus propiedades fueran declaradas Bienes Monumentales e Intangibles por el Instituto Nacional de Cultura para no ser afectado por la Reforma Agraria (Valencia Espinoza 1992: 23). Terminado el Gobierno Militar en 1980, Alencastre intentó recuperar por vía legal la estancia de Pacobamba, en Kunturkanki, lo que le enfrentó temerariamente a la población que antiguamente había vivido subordinada. Como resultado, durante una estadía en El Descanso, fue muerto en condiciones similares a las de su padre, en una contundente muestra del rechazo y el temor que el autodenominado defensor de los indígenas había generado entre sus antiguos siervos.
La literatura antropológica ha encontrado en esto una muestra de la vigencia de los conceptos andinos, patente en la forma en que su cuerpo fue mutilado, con el fin de evitar su regreso (CAJ 2009: 77). Luego de los reportes y comentarios iniciales sobre el hecho, que representaron a los campesinos indígenas como salvajes intoxicados por el alcohol, o que sacrificaron al indigenista como “víctima propiciatoria de quien sabe qué cultos o ancestrales rencores”,[40] se le ha dado a este evento una dimensión mítica, la expresión más extrema de una contradicción insalvable que ha marcado la relación misti-indio. Tales interpretaciones no deben hacernos olvidar, sin embargo, la principal intención de este acto de violencia: la determinación de la población rural de dejar definitivamente atrás al sistema de hacienda y el deseo de determinar su propio destino. Convertidos ahora en miembros de comunidades rurales independientes, los descendientes de los antiguos kana enfrentaban ahora, con más esperanza que desamparo, una nueva situación.
CAPÍTULO III
CALENDARIO FESTIVO DE CANAS
Una revisión de la trayectoria de Canas revela la notable continuidad histórica de su población originaria, no solamente porque se haya mantenido la distribución espacial de los antiguos ayllus y sus toponimias; sino porque también se han conservado las relaciones de solidaridad y de competencia entre los descendientes de aquellos pueblos, aún si es patente la influencia de las coyunturas creadas por los grupos de poder y los ciclos económicos que se han sucedido en la región. Reorganizados en reducciones y posteriormente en comunidades de indígenas, los descendientes de los pueblos originarios han estado en continua lucha por su autodeterminación, sustentada en una economía compleja y adaptada al medio, mientras diversos factores transformaron la fisonomía social y cultural de la región en los siglos que siguieron a la Conquista. Continuidad histórica e influencia de coyunturas y factores externos se reflejan en las manifestaciones culturales que conforman el patrimonio cultural de la provincia de Canas; que tienen su respectiva versión en el distrito de Quehue.
No se encuentran investigaciones de profundidad sobre los contenidos que componen la memoria histórica de la población inscrita en estas costumbres. Autores tan disímiles en sus perspectivas como Glave u Ortiz coindicen en afirmar que la identidad étnica originaria de la nación Kana se ha disuelto, tras siglos de dominación colonial, en una identidad genérica, impulsada por la necesidad de acceso a los recursos y a derechos o por la influencia de los discursos dominantes del momento, desde el catolicismo colonial hasta el velasquismo. Creemos que tales discursos de identidad, si bien son importantes en toda el área andina, no bastan para explicar la permanencia de la distribución étnica originaria en los centros poblados de la provincia de Canas ni el significado de las diversas costumbres que componen su patrimonio cultural. En la historia reciente del campesinado andino que acompañó las reivindicaciones de los pobladores de Canas entre el período de toma de tierras y la Reforma Agraria, los discursos de clase que sustentaron la acción política inhibieron la formulación o expresión pública de la dimensión étnica de la identidad y por tanto dificultaron su articulación con niveles más serios de reflexión, lo que ha tenido efecto en la implementación y puesta en práctica de políticas respecto de esta población, no solo de parte del Estado sino de diversos sectores de la sociedad nacional. Esta falta de reconocimiento no significa necesariamente la inexistencia de esta dimensión social, máxime cuando en manifestaciones como las que se pasarán a describir se refleja la persistencia de tales criterios de adscripción.
En el área de la provincia de Canas, aunque se comparta una historia común, es distinguible una zonificación en formas y niveles de vida diferenciadas por el medio, la historia, la economía y la tradición cultural, pudiendo hablarse de subáreas culturales, dentro del patrón común de la provincia. Del mismo modo, Canas comparte rasgos con las demás provincias altas del Cusco. Un informe reciente del Gobierno Regional del Cusco (2013) propone una subdivisión de la provincia de Canas en cuatro áreas culturales menores, sobre los criterios de la actividad económica predominante, la vestimenta cotidiana, la zona altitudinal, el material de construcción de las viviendas y la organización espacial de los centros poblados. Estas son llamadas zona de influencia altiplánica, zona ganadera, zona histórica y zona tradicional. La primera comprende a los distritos de Langui, Layo y Kunturkanki, pueblos que se encuentran a gran altitud y en los que se combina la crianza de vacas, ovejas y camélidos con la agricultura a pequeña escala. El patrón de asentamiento disperso de los centros poblados y la construcción de viviendas de adobe tiene paralelo a los conocidos de la cultura aymara altiplánica, con la que ha habido, no lo olvidemos, un parentesco histórico. La vestimenta tradicional de estos distritos, por ejemplo, presenta similitudes con la de las provincias
de Chumbivilcas y Canchis. La segunda zona incluye a comunidades del distrito de Kunturkanki y es llamada “ganadera” por la preeminencia de esta actividad en la cultura y la vida cotidiana, desde la centralidad de las ceremonias de marcación del ganado hasta la textilería y la vestimenta. La tercera zona, que incluye los distritos de Yanaoca, Pampamarca y Túpac Amaru, es definida como “histórica” por haber sido escenario de eventos importantes en la región, en concreto de la gran rebelión anticolonial de 1781. Se distingue por el uso de formas de producción agrícola y de crianza de ganado más modernas y productivas, cuya producción tiene mayor participación en el mercado. Su economía es la más dinámica de la provincia, lo que influye en el patrón urbano y en su modo de vida. Por contraste, la cuarta zona, que incluye a los distritos de Checca y Quehue, es definida como “tradicional”, pues mantiene un modelo en la organización económica, ciclo festivo, habitación, vestimenta y otros aspectos con caracteres muy distintivos de la provincia desde tiempos ancestrales. Es también, como hemos visto al inicio del capítulo anterior, el área más rural y con mayor nivel de pobreza. Un aspecto poco mencionado en los estudios, como no sea en los informes estadísticos, es la composición social en cada región, habida cuenta que la población misti urbana ha estado desigualmente repartida. Los descendientes misti aún mantienen, en tanto población urbana originaria, un cierto número y presencia en distritos como los de Yanaoca, Langui, Layo y Kunturkanki, mientras que en Quehue apenas han estado presentes hasta hoy y en el actual calendario festivo distrital no tienen mayor presencia.
Antes de tratar el estado actual de la costumbre alrededor del puente Q’eswachaka, haremos un breve repaso del calendario festivo de la región, con énfasis en dos casos paradigmáticos: la fiesta de la Virgen Asunta del distrito de Langui, festividad religiosa de gran convocatoria en la provincia, y el caso de los tinku o batallas rituales que tanta literatura han merecido en el siglo XX. Es importante considerar que expresiones como las mencionadas tienen motivaciones muy diversas, acaso demasiado complejas, como para ofrecer sobre ellas una interpretación única. Nos bastará aquí con dar cuenta en qué medida estas manifestaciones dan forma a la historia particular del pueblo que las mantiene, y que ellas no son simplemente una “tradición” sino una puesta en práctica de la organización social originaria que se sigue reproduciendo como una realidad vigente.
Aunque las confesiones protestantes hacen cumplida presencia en importantes áreas de la provincia, el calendario católico sigue con vigor en esta zona en una serie de festividades, entre fiestas patronales, celebraciones a santos con funciones protectoras como Santiago, San Juan, San Pedro y San Pablo, y fechas importantes del discurso cristiano, como la Semana Santa, el aniversario de la Virgen, Todos los Santos y la Natividad. En estas celebraciones tiene papel importante actualmente la prelatura de Sicuani, que sigue siendo activa en la región. En el calendario religioso de las festividades más importantes de las localidades de Canas domina la fiesta de las cruces del 3 de mayo. Esta festividad está comúnmente asociada al patrón andino de división dual del centro poblado, y de sus derivados (tripartición y cuatripartición) en secciones llamadas sayas, parcialidades, barrios o ayllus, actuando cada una de estas como custodio de su respectiva cruz, saliendo todas en procesión en esta fecha y siendo entonces objeto de ofrendas y cuidados especiales. Las fiestas de santos protectores del ganado como Santiago, protector del ganado vacuno, y San Juan, del ganado ovino, son generalizadas en toda la provincia, aunque por sus funciones y atributos entrarían más bien en la categoría de fiestas del ciclo productivo antes que del estrictamente religioso. Queda aún por recabar información de la costumbre de la marcación, en la cual deben estar inscritas algunas de las concepciones, generales en el área andina, sobre la geografía viviente y la relación del hombre con las instancias protectoras que presiden su existencia.
Las fiestas patronales, instituidas originalmente con las reducciones coloniales, operan como la representación de la unidad política bajo la advocación de algún santo o Virgen. Algunas de ellas han alcanzado especial relevancia, con la Virgen de la Asunción del distrito de Langui (15 de agosto), conocida popularmente como “Asunta”, cuya convocatoria se ha ido acrecentando en las últimas décadas, y el patrón San Hilario de Pampamarca (14 de enero) a cuya celebración se ha integrado una feria agropecuaria con importantes vínculos con el exterior. En su estado actual, estas fiestas reflejan muchos de los cambios operados luego de la liquidación del régimen de hacienda y la pérdida de poder simbólico de la población misti, más numerosa en distritos como Yanaoca, Layo o Langui, y cuya presencia era protagónica en el desarrollo de estas celebraciones.
La Virgen Asunta de Langui
La festividad de la Virgen de la Asunción del distrito de Langui, una de las fiestas más populares de la región, resume en sus características algunos de los aspectos centrales de la historia y la sociedad de Canas. La imagen de la Virgen, cuya iconografía, con vestimenta blanca y las manos en alto, reproduce el momento de la ascensión de la Virgen María, es la protagonista principal de esta fiesta. El atributo fundamental de este culto es el carácter milagroso de la imagen, en la forma de revelaciones aparecidas a los fieles y de pedidos cumplidos; existen numerosos relatos sobre los milagros concedidos a sus fieles.
Siguiendo las órdenes del Concilio Limense, hacia la primera mitad del siglo XVII fue construida la iglesia mayor, destinada a la Virgen, bajo cuya advocación había sido establecida la reducción de Langui cerca de un siglo antes. La historia registra el inicio de la devoción hacia 1689, cuando se forma la primera cofradía de la Virgen de la Asunción, cuya fecha en el calendario oficial católico es el 15 de agosto. La cofradía, forma de organización por la cual una comunidad rinde culto a una figura específica del santoral católico, tenía una fuente de financiamiento para el sustento del culto y el ornato de la imagen y el templo que la albergaba. En Langui, esta fuente estaba compuesta por unas 80 cabezas de (ovinos) en la estancia de Vilcamarca, muestra de la importancia que este culto había alcanzado al tiempo de su aparición. Como se ha visto en el capítulo dedicado a la historia, en el área andina en general y en la región de Canas en particular, esta forma de organización dedicada al culto de un Cristo, una Virgen o un santo se había multiplicado desde el siglo XVII, y se había convertido en una importante renta para el clero y una de las fuentes de su poder económico en época colonial y en especial en su último siglo de existencia.
Desde las reformas borbónicas, la población indígena, tanto la capa dirigente de caciques como la población rural, perdió progresivamente toda capacidad de sostenimiento económico y representatividad política, que llegaron a su consumación con la derrota del levantamiento de Túpac Amaru, las reformas del visitador Areche y las medidas de la naciente República que terminaron por quitar el estatus legal a la población de origen nativo. En este tiempo la nueva capa mestiza o misti asumió el papel dominante en la sociedad andina, y en la provincia de Canas en particular. En tiempos republicanos, las propiedades de la iglesia católica pasaron a formar parte de la propiedad concentrada por el nuevo sector dominante. En Langui estos recursos se mantuvieron como parte del culto, y de hecho crecieron por los aportes de los devotos, como quedó registrado en los inventarios que los mayordomos y párrocos (siempre de origen misti urbano) encargaron realizar en 1854, 1872 y 1921. La festividad de la Virgen Asunta fue de este modo organizada y presidida por el estrato de hacendados locales, y por mucho tiempo fue un culto institucionalizado por el sector urbano y asumido por la prelatura de Sicuani, parte de la institución católica, como su organizador oficial. Al fundo de Vilcamarca, mantenido para el usufructo del culto, por entonces por más de dos siglos, le fueron agregados los fundos Vertiente, Chacapampa, Hospital, Ccahuañuyo y Cuchuchuni, arrendados a propietarios mestizos. La población de origen indígena, autodenominada runa, mantuvo por décadas un papel subalterno en la organización de esta fiesta, limitando su participación a la comparsa de música y danza. Luego de la Reforma Agraria, esta población empezó a tener un papel importante en el culto, ante el declive del poder gamonal, al grado de dominar actualmente su organización. Como resultado, la versión actual de la fiesta a la Virgen Asunta compromete hoy en día a todos los sectores sociales de la región, siendo esta una de las razones de su popularidad.
En el aspecto estrictamente formal, la festividad de la Virgen Asunta sigue la secuencia tradicional del culto católico en el área andina: alba, misa, procesión y baile social en la noche (actividad que es llamada San Roque), del 13 al 16 de agosto; y culmina el día 17. La primera actividad es previa a la fiesta propiamente dicha y consiste en una serie de rituales de ofrenda —una costumbre difundida en toda el área rural andina es iniciar una fiesta católica con un ritual precristiano— dedicada a la Pachamama y a los apus del distrito, que son los cerros Yana Orqo, el más poderoso, y Kuntur Senqa, Baivilla y Ayamoqo. El objetivo de estos rituales es pedir permiso a tales entidades para la realización de la festividad.
La organización de las fiestas en esta región es potestad del carguyoq o alferado, quien se encarga, además de distribuir responsabilidades y supervisarlas, del ornato y cuidado de las imágenes que saldrán a la procesión. En la festividad de la Virgen de Langui, el personaje más característico es el Turco Capitán, de llamativa presencia, quien oficia como pre-
La festividad de la Virgen Asunta de Langui dura 5 días. Se inicia con el albazo. La procesión se realiza al tercer día. En 2009 fue declarada Patrimonio Cultural de la Nación.
sentador de la fiesta ante las autoridades. Aunque su performance pueda parecer un papel paródico de la labor de los alferados, él se ocupa de que cada paso en la secuencia de la fiesta se cumpla adecuadamente, seleccionando a los que tendrán labores como llevar las andas —tiene la potestad de suspender a aquellos que no hayan cumplido adecuadamente con las labores que se les haya asignado— y vigila que la imagen de la Virgen esté segura, incluso supervisa que los pobladores se quiten el sombrero ante el paso de la imagen en procesión. Su segundo es el abanderado. El Turco Capitán va vestido con pantalón y saco de frac de color blanco adornado con cintas doradas y lentejuelas, botines negros y un bicornio por tocado. Va premunido de una espada de honor del ejército, que rinde homenaje a la batalla de Arica, llevando la famosa frase de Bolognesi escrita en su hoja. El abanderado va vestido con un saco de frac similar a su superior. Estos papeles eran asumidos tradicionalmente por los “notables” de la capital del distrito, pobladores de origen misti, social y simbólicamente dominantes en el período anterior a la Reforma Agraria; significativamente estos roles aún representan este simbolismo en la fiesta, aunque ya no asuman políticamente el rol dominante anterior.
El primer día se celebra el alba, la primera misa y, hacia la tarde, la presentación de los carguyoq y de sus comparsas, conocidas como jato (hato) de negros y negras. Los encargados del día son llamados alferados del albazo, quienes se presentan a la misa de las 9.00 a.m. y se colocan en la primera fila frente al altar principal de la iglesia en el lado izquierdo de las bancas. Terminada la misa, se entrega al párroco un tapete bordado en calidad de donación, con el nombre del donante y el año de la fiesta. Señalando el inicio de las fiestas, se revientan cohetes en la plaza mayor y en el sitio llamado San Roque, en la entrada del cementerio. Aparece, entonces, en la plaza el Turco Capitán acompañado por el abanderado, ambos se dirigen primero a la comisaría, donde son recibidos por la Policía Nacional, para pedir apoyo en el cuidado del orden durante el tiempo que dure la fiesta. Luego pasan a la municipalidad distrital, presentándose ante el Alcalde, y finalmente ante la Virgen Asunta en su altar en la iglesia local, con la frase “Kausachum Mamacha Asunta, Langui llaqta” que indica el inicio oficial de la fiesta. Avanzada la mañana, van a caballo a la casa del Alferado del Albazo y son recibidos por la esposa de este, llamada alferada, quien les invita a comer. El Turco Capitán y su abanderado van después a visitar a los alferados de los días siguientes —incluyendo a los maestros altareros de cada cabildo o sección—, indicando que se va anunciar el albazo, al grito de “¡Risaq Albazo!”.
Mientras tanto, los conjuntos que harán de negros se preparan, arreglando sus jatos de mulas. Una vez amansadas, las mulas son adornadas con un cabezal de borlas de lana de colores, una pechera y una tapa que cubre unos palos entrecruzados, en la que se coserán las banderas de colores. Al mediodía, la Alferada del Albazo invita un almuerzo a todos los presentes, alrededor de unas doscientas personas, con ají de picante o lisas (olluco) y habas, chairo, papas huayco y chuño sancochado, entre otros platos. Las comparsas de negros se caracterizan para el siguiente acto, que es la salida a la plaza. El Turco Capitán, el abanderado, los alferados y los negros, cabalgando los primeros a caballo y los últimos llevando al lado a sus mulas, pasean por la plaza y de ahí a las calles del pueblo, acompañados por la música de las bandas locales, ante el jolgorio general, con el público asistente echándoles chicha o cerveza y reventando cohetes. Al final de este recorrido todos se encuentran en el templo y el Turco Capitán hace el saludo al mismo levantando los brazos, lo que es respondido con un aplauso general. Ante las imágenes de la Virgen Asunta y la Virgen del Carmen son presentados los alferados de día, que se encargarán de igual labor al año siguiente. El Turco Capitán saluda y luego los negros hacen su primer baile, con el rol protagónico de las “negras”, que hacen una interpretación cómica de su papel involucrando a los invitados en una parodia de seducción. Alrededor de las 10 de la noche, los conjuntos se dirigen al cementerio a saludar a los difuntos y alegrarlos con un despliegue de música y danza. Este momento es una de las razones de la convocatoria de esta fiesta entre las poblaciones de los distritos vecinos como Layo, Sicuani, El Descanso, Checca o Quehue. Al terminar a altas horas de la noche, las parejas de negros van a saludar a la alferada, devolviendo las prendas con las que se han caracterizado.
La organización de los jatos y de la comparsa de los negros habla mucho del carácter original de esta costumbre en tiempos de la hacienda. Cada jato se compone de 12 a 24 mulas o caballos, llevados por un sargento, personaje vestido apropiadamente de militar. Los carguyoq principales siempre aparecen a caballo, vestidos de poncho y sombrero finos, son precedidos por uno o dos barredores, que limpian el piso por el que pasarán, y son recibidos por el Sargento de los Albazos con la mayor de las atenciones. Antiguamente el uso del caballo era prerrogativa exclusiva de los carguyoq que encabezan la procesión, mientras que los negros solo podían ir en acémilas; actualmente estos pueden ir igualmente a caballo, como parte de una gran cabalgata.
Dos tipos conforman la comparsa de los negros, llamada significativamente piara: uno es la negra, interpretada antiguamente por un hombre vestido de mujer con un traje completamente negro —incluyendo la tela que cubre el cabello— y la cara pintada, actualmente viste una falda de colores, blusa blanca, un pañolón en la cabeza y tiene el rostro maquillado. El otro es el negro, quien, vestido de militar con quepí, lleva una mula —actualmente puede ser también un caballo— adornada con cuatro banderas nacionales. Estos personajes pasan a pie llevando sus monturas por la Plaza de Armas y deben tener la fuerza y rapidez necesarias para tranquilizar al animal cuando revienten los cohetes
El 14 se celebra la víspera. Los carguyoq del día son los altareros, quienes hacen presentación de su labor, no solamente de los altares elaborados, sino de los conjuntos musicales que acompañan cada altar, bailando con el sector de la población a la que representan e invitando comida y bebida a participantes y visitantes. Se hace la Entrada de los Cirios por parte de los encargados de la misa principal, quienes portan las mencionadas velas, a las cinco de la tarde. Luego, se realiza la denominada Misa de Sin Pecado, en la que se pide a la Virgen su bendición para que se dé inicio a la festividad sin contratiempos. El oficio religioso es atendido por la prelatura de la provincia de Sicuani. Durante las misas de esta fiesta la feligresía pide bendiciones y milagros a la imagen de la Virgen, y no es extraño que tales pedidos se manifiesten con actitudes de devoción máxima, como orar de rodillas y llorar de emoción. Los presentes parten de ahí hacia la casa del o de los carguyoq que hicieron posible la realización de la misa.
Mientras tanto, se realiza el “espíritu” o izamiento de los altares, decorados con banderas del Perú y del Tawantinsuyu, por diversos puntos del centro poblado. Los altareros proceden a hacer su labor hacia la noche, en un total de cinco, cuatro para las esquinas de la plaza y uno para el frente de la iglesia. Cada altar representa a un barrio de Langui, y lleva su nombre respectivo: Ccollana, Urinsaya, Cabildo Ccollana y Cabildo Urinsaya, cada uno con su atributo particular. El quinto altar, al frente de la iglesia es llamado El Bosque, por estar adornado con ramas de cedro, ciprés y otras plantas, flores y frutas. Terminada esta labor, los asistentes visitan los altares y se inicia una ronda de música, usualmente con cantos con guitarra o tonadas con orquesta, y se invitan ponche y otros licores, terminando con la quema de cohetes.
El 15 es el día de procesión, en que salen las imágenes de la Virgen Asunta, la Virgen del Carmen, la Virgen del Rosario y San Lucas. Los carguyoq del día llegan a ser tres: para atender la misa, para la procesión y para el cuidado de las imágenes. La misa en el templo parroquial de Langui es el momento que la población aprovecha para pedir bendiciones a la imagen presente de la Virgen, incluso se realizan matrimonios y bautizos bajo la advocación de la imagen para acceder a tales beneficios simbólicos. Finalmente, las andas salen, en sucesión, haciendo los altos de rigor ante los altares, donde se les homenajea con la música de las orquestas y la danza de las comparsas. De modo similar que en el día anterior, se presentan los anderos, encargados del arreglo de las andas de la Virgen. La imagen en procesión va acompañada de las comparsas del Turco Capitán y los negros. El primero, con su abanderado, va a caballo encabezando la comparsa y saludando a la feligresía reunida alrededor de loa altares con frases de cortesía. La población asiste en traje de fiesta, incluyendo los varones en poncho y las mujeres con mantos vistosos. A su paso en procesión, la feligresía intenta tocar el manto de la imagen y ponerse momentáneamente debajo de él, invocando de este modo su protección. Al final de la procesión se hace una primera convocatoria y reunión para el reparto de responsabilidades y toma de cargos para el año siguiente, a la entrada del templo parroquial. Al caer la tarde, los carguyoq, sus invitados y la población en general suben al sitio de San Roque para la competencia de los grupos de baile, en medio de lo cual se hace una visita al cementerio para saludar a los difuntos. La competencia dura hasta altas horas de la noche. Esta secuencia se reproduce el siguiente día. Compiten las comparsas de baile, llevando sus mejores trajes de fiesta, y cuatro bandas de músicos con instrumentos tradicionales.
El 17 es el día de corrida, otra de las labores encargadas a los carguyoq del día. Esta costumbre se presenta en su modalidad andina del rodeo, que provoca al toro pero no busca matarlo; esta forma de corrida no suele cobrar víctimas. El día anterior al rodeo se pide permiso y bendiciones a la efigie de la Virgen durante la misa, al ser esta costumbre en su honor y para evitar accidentes. El kacharpari o despedida del día 18 ya no se celebra. Originalmente era el final del concurso de comparsas, calificadas según sus habilidades.
Al tiempo que se realiza la festividad, se une a esta el homenaje a San Lucas, otra tradición de origen exclusivo de la población runa. San Lucas es una de las imágenes milagrosas, original del vecino distrito de Layo, que viene en peregrinación a Langui a participar en la fiesta de la Virgen. Los peregrinos que vienen de Layo han recolectado a su paso por la laguna de Langui-Layo un conjunto de piedras pequeñas, cuyas formas son interpretadas como representaciones de animales, casas, vehículos y otros bienes, y llevadas ante la Virgen en una “fiesta de las miniaturas” para que reciban su respectiva bendición. Esta costumbre está emparentada con la de las alasitas del altiplano, pues estas miniaturas de origen natural operan a modo de dones a ser concedidos: terrenos, casa, ganado, trabajo o títulos, y son igualmente vendidas u ofrecidas a los asistentes, según sus deseos y necesidades, para formular sus peticiones ante la Virgen. En esta ocasión se traen igualmente productos votivos manufacturados como escapularios o amuletos, y últimamente, por influencia seguramente de la costumbre altiplánica, se ofertan verdaderas miniaturas manufacturadas para el mismo fin.
Una revisión tan somera de una de las fiestas más importantes de la región no puede reflejar seguramente todo su significado e importancia, pero retendremos ciertos datos de importancia. El primero y más notorio son los efectos de la transformación social ocurrida en las últimas cinco décadas en la región caneña. La evolución de las comparsas, muestra visual de las concepciones estéticas y de la historia inscrita en estas representaciones, es además un reflejo de los cambios de la sociedad regional. Tradicionalmente, las comparsas llamadas piaras de negros, se presentan con sus acémilas, acompañando al carguyoq, quien viste el traje tradicional misti, y a sus capataces, vestidos de militar. Los orígenes del culto y diversos aspectos, como el nombre de Asunta o la presencia de cuadrillas de negros dirigidas por un personaje tan hispánico como el Turco Capitán —representaciones ambas del infiel converso a la fe cristiana, cuyo triunfo pregonan— son claramente de origen hispano y fueron mantenidas por la institución católica y por el estrato misti que celebraba su origen español. Por el otro bando, es significativo que los negros —que en este caso no estarían representando a la población de origen africano llevada a América en calidad de esclavos, sino a la población mora musulmana, a la que los Reyes Católicos expulsaron de España, obligando a cristianizarse a los que permanecieron en su territorio— sean caracterizados por la población rural de origen indígena. Tal es en realidad la representación del triunfo de la fe cristiana sobre el paganismo, uno de los temas básicos del género conocido como auto sacramental, origen de muchas representaciones de personajes en las danzas andinas, en particular las que acompañan a la imagen de la Virgen.
En el departamento del Cusco este tema reviste particular importancia. Una de las historias de la conquista refiere que durante el sitio del Cusco por Manco Inca, dos apariciones milagrosas ayudaron a los españoles: Santiago a caballo, que reproducía la imagen del mata moros español, esta vez sobre las tropas del Inca, y la Virgen María, que aparecida sobre el edificio conocido como Sunturwasi, originalmente dedicado a Wiracocha, detuvo a los nativos encegueciéndolos con su presencia resplandeciente y echando una fina arena sobre sus ojos. Guaman Poma de Ayala reproduce tales historias como milagros verdaderos. En el lugar del templo inca se levanta hoy la Catedral del Cusco. En amplias zonas de los Andes centrales, y en particular en el Cusco, en las fiestas dedicadas a la Virgen están presentes las comparsas que representan a los distintos pueblos de la historia y la mitología como otros tantos conversos que expresan de este modo su sometimiento a la fe cristiana en una de las figuras centrales del catolicismo.
Imágenes de Guaman Poma de Ayala sobre apariciones milagrosas que ayudaron a los españoles. Milagro del Señor Santiago Mayor, apóstol de Jesucristo; y Milagro de Santa María.
Junto a estos motivos de la religión oficial, existe la reinterpretación indígena del culto cristiano en diversos aspectos que hablarían más de una cierta tensión en el plano simbólico y social que de un armónico sincretismo con que usualmente se ha interpretado a estas manifestaciones. Como ocurre en diversas celebraciones del catolicismo andino, los altares por los cuales hace un alto la procesión son cuatro, distribuidos cardinalmente en las esquinas de la plaza central del pueblo. Otros aspectos propios del mundo andino colonial son la distribución de las responsabilidades por el sistema de hurka y la reciprocidad ritualizada en el convite e intercambio de regalos. La hurka es el acto ritual por el cual el carguyoq compromete a familiares, amigos y vecinos, con los cuales mantiene algún tipo relación como el compadrazgo o el paisanaje, a que asuman la responsabilidad en los cargos menores de la fiesta y el culto, como los fuegos artificiales o la recolección de leña como combustible para la preparación de los alimentos, y a colaborar con dinero y productos de consumo. Con ello se termina involucrando a toda la población. Especialmente importante es la labor de anderos y altareros, encargados del cuidado y ornato de las andas y los altares, respectivamente, aspectos en los que destaca la plástica barroca de esta celebración. Al ser hereditarios estos oficios, lo son igualmente sus obligaciones respectivas en la fiesta.
Si bien estos elementos, a los que se puede trazar antecedentes prehispánicos, proceden del sistema colonial, lo que sí ha estado marcando en esta fiesta y su actual popularidad es que la población de origen rural, que tradicionalmente había tenido un rol subalterno, ha ido ocupando progresivamente cargos de mayor importancia, consecuencia del acceso que tiene hoy a una economía más dinámica. Sin embargo, aquello aún no ha resultado en una presencia simbólica alternativa a la antigua dominancia del sector misti, pues este aún maneja algunos atributos clave como el Turco Capitán y los abanderados. El paso del carguyoq principal a caballo era uno de los atributos del sector dominante misti que antiguamente ocupaba estos cargos que ha podido ser asumido por la población runa. Esta evolución refleja el cambio que ha sufrido la sociedad regional a lo largo del siglo XX, y que inevitablemente redunda en la variación del significado de algunos aspectos de esta manifestación. Con la caída del poder misti, la fiesta perdió algunos de los rasgos que dependían más de la presencia directa de los gamonales. En el alba aparecían a caballo, con arreos de plata y su vestimenta más fina, y en la tarde del día 15 los “señores” aparecían de esa guisa en el atrio de la iglesia para hacer el pedido a la Virgen Asunta, en la Misa sin Pecado.
Los mistis también protagonizaban el final de la fiesta o kacharpari que se realizaba los días 18 y 19. Mientras que montar a caballo era prerrogativa de los señores, los campesinos indígenas solo podían montar mulas, propiedad igualmente de los señores. Y eran ciertamente numerosas: al alba salían unas cuatro piaras de negros con sus mulas, cuando actualmente solo salen dos. Estas acémilas eran celebradas por estar bien tenidas, y se conocían los apellidos de sus dueños: Román, Esquivel, Medrano, Porcel o Caballero; todos parte del estrato social alto de la región.
Puede decirse que la cultura y sociedad regionales, y sus transformaciones, están retratadas en todos sus aspectos en la realización de esta fiesta. Esto ha redundado en beneficio de la celebración, que ha alcanzado una gran popularidad fuera del distrito de Langui y se ha convertido en una de las más importantes de la región Cusco. Esto muestra que si bien la evolución de esta festividad ha dejado en el camino una serie de rasgos que han perdido comparativamente su importancia, ello no ha mellado su popularidad; en cambio se mantiene como la más concurrida de las provincias altas en el Cusco, constituyéndose en un testimonio de la evolución social y muestra del carácter adaptable del patrimonio cultural inmaterial.
2. CALENDARIO RITUAL: FIESTAS DEL GANADO Y BATALLAS RITUALES EN EL DISTRITO DE QUEHUE
Tinku: las batallas rituales
Pocas manifestaciones de la región andina han sido tan discutidas como las llamadas batallas rituales, esto es, la confrontación física entre grupos pertenecientes a comunidades distintas en un espacio abierto tradicionalmente dispuesto a tal fin para demostrar la supremacía simbólica del grupo ganador. El carácter cruento que puede asumir esta costumbre es lo que ha resultado especialmente atractivo para los estudios culturales y para cierto periodismo, asumiendo que es la expresión de un pensamiento religioso del carácter beligerante y agresivo que se atribuye a la población de Canas, herencia de una cultura milenaria, que exige una cuota en sangre o en vidas humanas, como ofrenda a sus antiguos dioses. Tal imagen ha hecho que este tipo de manifestaciones sea objeto de diversas descripciones e intentos de interpretación por autores como Alencastre y Dumézil (1953), Gilt Contreras (1955), Gorbak, Lischetti y Muñoz (1962), Zecenarro (1972), Hartmann (1972) —quien es el primero en asociar esta práctica con otras similares fuera del área peruana—, Hopkins (1982), Molinié (1986, 1988, 1996 y 1999), Glave (1989), Remy (1991),[41] Brachetti (2001), Cama y Titto (2003), Valencia A. y Valencia T. (2003) y Arce (2008).
Esta costumbre es conocida por la población de los Altos del Cusco como tinkuy o tupay,[42] y es entendida más como un juego (puqllay) que como una confrontación a muerte. En realidad, este término se aplica en toda el área quechua a un amplio conjunto de competencias físicas. Este es el sentido del tinku: el encuentro que puede ser de convergencia o confrontación, que en este caso se resuelve por medio de una simulación de batalla entre contendientes de poblaciones ubicadas en áreas cercanas durante un momento de “crisis”, y que debe culminar con el triunfo de uno de los dos bandos o con el acuerdo entre ambos.
Este particular tipo de tinku que se da cita en las alturas de Cusco no ha sido, por supuesto el único, ya que la costumbre existía en muchas otras áreas de la misma región —sin embargo, en modalidades más simbólicas que físicamente agresivas[43]—. En la ciudad del Cusco existía hasta la década de 1950 la costumbre del wichay uray, en la que los barrios de la zona baja de la ciudad, donde estaban los barrios de San Blas y San Cristóbal, se encontraban en el barrio de Picchu, cerca de Sacsayhuaman, para lanzarse frutas. En esta misma época, los barrios cusqueños de San Sebastián y Capilla Pata, en la zona de La Magdalena y el Arco, también realizaban una confrontación festiva con piedras, razón por la que fue prohibida y eventualmente olvidada. Según Brachetti (2001: 60-61), existen todavía otras versiones del tinku, en la provincia de Quispicanchi, a orillas del lago Waqarpay, entre las comunidades de Urkos y Huamputi, y una simulación de batalla ritual con frutas como proyectiles llamada sunthuthu entre los pueblos de Qulqimarka y Quipamarka, en Chumbivilcas. Este tipo de batalla también es llamada ch’aqeychis y waraqakuy (respectivamente, “arrojen” y “lanzar con honda”) (Valencia A. y Valencia T. 2003: 61).
Las batallas entre los pueblos —el San Sebastián Tupay o Chiaraje y el Tupay Toqto—, que son las que aquí nos ocupan, revisten un carácter especialmente violento, pues incluyen el uso de insultos, la aparición a lomo de caballos como una forma de desafío y el lanzamiento de proyectiles, usualmente piedras, con hondas a larga distancia. Los participantes en el tinku son considerados guerreros, pues su presencia supone una demostración de su fuerza y habilidad y un acto de valentía por el riesgo que implica esta costumbre. Sin embargo, este encuentro no tendrá consecuencias en el trato social durante el resto del año. Es más, una de las razones de su atractivo entre los participantes jóvenes es que con su presencia en la batalla adquieren prestigio ante una eventual pareja.
La época en que se realizan estas competencias suele ser en período de lluvias, entre diciembre y marzo, antiguamente conocida como Hatun Pocoy o “la gran maduración” de los productos agrícolas (Valencia A. y Valencia T. 2003: 64), cuando la geografía se cubre de verdor y las flores se utilizan tanto para adornar los sombreros en las fiestas como en las mesas rituales. Es también un tiempo de crisis, pues si bien es un período de fecundidad de la tierra, la tormenta, el granizo y la nevada de la estación ponen en riesgo la producción y exigen un mayor cuidado de la tierra. No es casual entonces que en este tiempo haya una mayor actividad ritual dedicada no solo a la propiciación agrícola y ganadera, sino a la protección de sus recursos. Este tiempo también coincide con la Navidad, el Año Nuevo, San Sebastián (conocida también como el “carnaval pequeño”) del 20 de enero y, el carnaval, previo a Semana Santa, cuando el período de lluvias llega a su fin.
Durante esta temporada, el tinku se celebra en diversas ocasiones en la provincia de Canas. El primero cronológicamente hablando es el llamado Concepción Tupay, con motivo de la festividad de la Inmaculada Virgen de la Concepción, que se realiza el 8 de diciembre. El segundo, llamado Machu Niño o Niño Puqllay, se celebra el 25 de diciembre, en el día de Navidad, mientras que el tercero, Wata Qallariy Tupa se celebra —como lo indica su nombre— en el día del año nuevo. Le siguen el Tupay Toqto, de la primera semana de enero; el San Sebastián Tupay, del 20 de enero o día de San Sebastián; el Cumpadre Tupay o Carnaval Puqllay, que se realiza el jueves de compadres del Carnaval; y el Purificada Tupay, celebrado con motivo del festejo de la Virgen Purificada el 2 de febrero.
El San Sebastián Tupay, conocido popularmente como Chiaraje, es el que recibe mayor convocatoria entre la población, que asiste con carácter casi obligatorio, pues se considera que sus resultados ayudarán a decidir si el año que comienza será propicio. Es también la batalla ritual más conocida por la literatura antropológica, sobre la que más se han hecho interpretaciones de la relación del hombre con el mundo que le rodea y las formas que adopta la violencia en el universo cultural andino. Nos detendremos a modo de ejemplo en esta batalla ritual y en la segunda más conocida, el Tupay Toqto, que se da lugar la primera semana de enero. En ambas costumbres participan comunidades del distrito de Quehue.
Estos tinku se celebran en escenarios naturales a modo de espacios sagrados. En ellos se desenvuelve el drama de la relación del hombre con su entorno natural viviente, mediante una demostración de sus habilidades y la realización de peticiones a los apus y a la Pachamama. Son, por tanto, espacios y momentos de intercambio simbólico y material a través no solo de la lucha entre contendientes sino también a partir de la música y la danza, que actúan como parte del apoyo a los bandos (Flores Solís 1988: 67). El espacio más frecuente del San Sebastián Tupay es la explanada de Ccanccahua, ubicada en la zona alta de frontera de las provincias de Canas y Canchis, llamada Chiaraje Pampa, Chiaraje Pata o Apu Gongonilla Pata y ubicada a tres kilómetros del desvío de la carretera troncal de Sicuani a Sauri, a la altura de Langui. Es usada como pastizal durante el resto del año. El término Chiaraje no tiene significado claro en quechua, pero en aymara significaría “peñón negruzco”, como los que se encuentran cerca de la explanada. Otro lugar para celebrar el tinku es el sitio de Huahuanaque, en el cual se enfrentan las comunidades de Hanccoyo, Kaskani, Hampatura y Chullucane, pertenecientes al distrito de Yanaoca, contra las comunidades de Pongoña y Ccotaña Machacoyo, del distrito de Túpac Amaru. La batalla del Tupay Toqto se celebra en la pampa de Huinchiri, cercana a la comunidad del mismo nombre del distrito de Quehue, pero en un territorio perteneciente a la comunidad de Piscacocha, en el límite de los distritos de Quehue y Livitaca, lugar donde se levanta el cerro Toqto.
Los protagonistas del encuentro en la explanada del Chiaraje son comuneros de Checca Llacta, Orccocca, Inticancha, Quillihuara, Sausaya, Anansaya y Ccollana, del distrito de Checca, a los que se unen los pobladores de las comunidades de Kunturkanki, como Tjusa, y, a veces, del distrito de Pichigua (anteriormente parte de la provincia de Canas y actualmente en Espinar), que forman parte del bando de la zona baja. A los de Checca se les confiere el apodo de layqa (brujos), pues entre ellos hay importantes paqo (personas que ofician en las mesas rituales) o sacerdotes a los que se les atribuye la capacidad de la curandería y de lanzar maleficios como parte de su estrategia. En el bando contrario se encuentran las comunidades del distrito de Quehue y las de Langui, como Langui Llacta, Conde Viluyo y Cuti. También se presentan en este bando comunidades del distrito de Yanaoca como Llallapara, Chullucane y Hampatura. Esta última fue originalmente ramificación de un ayllu de Quehue en tiempos de la Colonia reubicado en la reducción de Yanaoca en el siglo XVI (Glave 1989: 242), como una muestra de lealtad al ayllu originario que ha trascendido más de cuatro siglos. El bando de Checca o bando de la zona baja se organiza en los grupos de Ccollana Checca, Checca Llacta y Checca Tjusa, mientras que en el lado alto los contendientes se agrupan por distrito, como bandos de Quehue y de Langui. Rodean a la pampa de Chiaraje tres cerros: el Orccocca, ocupados por los participantes de los distritos de Checca y Kunturkanki, y el Londoni y el Escurani, ocupados respectivamente por los pobladores de los distritos de Langui y de Quehue. Los sitios elevados o qhaswana son ubicaciones estratégicas para que las mujeres y el público en general puedan animar a cada bando. Ccollana Checca se ubica en la qhaswana de Gongorilla, Checca Tjusa en Anta Kumuni y Checca Llacta en Llacta Qasa. A su vez, el público de Quehue y Langui se ubica en sus propias qhaswana (Valencia A. y Valencia T. 2003: 89).
En el caso del Tupay Toqto, los contendientes son pobladores de diversos distritos de las provincias de Canas y Chumbivilcas, llegando a ser siete comunidades en cada lado. Al bando de Canas pertenecen las comunidades de Orccoca, Chullucane, Ccayhua (Alto Ccayhua Orccocca) y centros poblados de Tandabamba y Chitapampa, del distrito de Checca,[44] y las comunidades Huinchiri y Chaupibanda del distrito de Quehue, frente al bando contrario que corresponde a las comunidades de Chumbivilcas.
Aunque en estas batallas es importante la presencia de los jóvenes casaderos, un gran número de los participantes forma parte de la población masculina adulta. Todos vienen con sus familias, pertrechadas con abundante comida, cerveza y chicha de elaboración casera, y decidida a animar a su bando con vítores, música y cantos. En las qhaswana se instalan puestos de venta de víveres para la gran concurrencia —un promedio de setecientas personas—, mientras que las mujeres, vistosamente ataviadas con la vestimenta tradicional de fiestas, buscan claramente llamar la atención. Los participantes del encuentro también hacen lo propio en este sentido, montados a caballo y ataviados con trajes vistosos de lana y cuero. Los jóvenes llevan pantalones de bayeta blanca y ponchos, en tanto que los adultos llevan ropa de bayeta negra y ponchos. Como parte de su ajuar, los jóvenes llevan una serie de artefactos para la confrontación como zurriagos, hondas (waraqa) y boleadoras de tres puntas de plomo o piedra, también conocidas como liwis o wichi-wichi. Asimismo, suelen llevar instrumentos musicales como la mandolina, el charango y, especialmente, el pinkuyllo, la flauta de pico andina característica de esta región.
La primera etapa de estos combates comienza entre las diez y el mediodía y recibe el nombre de wayna akulli o “coqueo nuevo o joven”, que es el momento para la ofrenda previa con coca, cigarros y alcohol que se realiza a la Pachamama y a los apus vecinos. Sin una señal que indique el inicio o una persona que dirija o arbitre la costumbre, la confrontación comienza con las injurias provocativas, llamando a la lucha. Con frecuencia el insulto consiste en minimizar la virilidad del oponente (Cama y Ttito 2003: 27). Algunos optan por entrar temerariamente a caballo en el territorio del oponente para lanzar los insultos en directo y, poco a poco, se inicia el lanzamiento de piedras con las waraqa o el liwis, en primer momento para detener a la persona que fuga con el caballo, luego para alcanzar al oponente ubicado a varios metros de distancia. Durante esta confrontación, las mujeres, los familiares y otros paisanos entonan alguna qhaswa, cuyas letras animan a seguir enfrentando al enemigo con valor. Se ha observado que el grupo de espectadores que animan a los guerreros, quienes suelen manifestar más interés en un resultado fatal del tinkuy, suele ser externo a la población rural, como profesores y visitantes mestizos.
La costumbre del Tupay Toqto fue declarada Patrimonio Cultural de la Nación el año 2008.
Para el Tupay Toqto, las jóvenes van vistosamente ataviadas con vestimenta tradicional de fiesta.
Esta dinámica dura hasta el momento del primer descanso (samay) con comida y bebida en el qhaswana pata, también llamado sayana o “desde donde se observa”. En este momento se atiende a los heridos. Alrededor de las dos de la tarde se hace el machu akulli o machu pikchu, “coqueo viejo o usado”, y se reinicia la batalla que durará el resto de la tarde. En esta etapa la violencia es mayor, pues los ánimos se encuentran azuzados por el alcohol y las arengas de familiares y público. En esta confrontación, cada bando debe intentar hacer retroceder al oponente y ocupar el espacio contrario.
Aparentemente, esta confrontación se hace sin organización, al no haber instituciones o personas que monitoreen o controlen todos estos pasos, pero tal ausencia de planificación es solo aparente: los espacios de acción de cada grupo no solo están bien establecidos sino que los participantes saben en qué momento deben actuar y hacia dónde han de dirigirse, manteniendo una dinámica, implícita en su mayor parte, bajo ciertas reglas que son acatadas por todos los participantes y no pueden ser transgredidas. Por ejemplo, es necesario que la acción se haga en grupos: cualquier “guerrero” que se encuentre sin acompañantes se convertiría en blanco fácil de los proyectiles del enemigo. Por otro lado, el consumo de alcohol y el cansancio físico aumentan el riesgo de ser abatido, lo que obliga a los contendientes de la primera etapa de la batalla a retirarse y a ser sustituidos por relevos. Lo que no está predeterminado es el desenlace del juego, lo que le otorga un valor especial, dado el papel que se le da de decidir el futuro durante el año en curso. Es por ello que cada jugador, aunque se asuma como parte de un colectivo, actúa dando de sí todo lo que sea posible por vencer al lado contendiente.
Quizás lo que más llama la atención no sea el peligro, sino que esta costumbre no sea en última instancia la expresión de anomia o descomposición social. El hecho de que el tinku sea entendido como un puqllay o juego evita que los daños colaterales se tomen como un acto de venganza o provoquen un conflicto social de envergadura, como sería de esperar si esta violencia fuera desplegada fuera de esta ocasión. Las batallas rituales disponen así de un espacio socialmente controlado y regulado que permite a los participantes asumir un rol de miembro del grupo ante sus aliados y sus oponentes, así como ante las montañas/apus y la Pachamama/tierra que presiden la confrontación ritual, y ante todos los cuales buscan ganar prestigio. Si para los solteros esta demostración de fuerza, habilidad y valentía es una ocasión para lucirse, para los hombres casados es una ocasión de exponer su dignidad y valentía. Refrenda este carácter demostrativo el que esta costumbre obliga a participantes y asistentes a llevar una versión especialmente vistosa del traje tradicional para fiestas. Es decir, que uno de los verdaderos objetivos es el “lucimiento” de los atractivos atribuidos a cada sexo (Remy 1991: 12).
La participación en esta costumbre es sumamente importante para los pobladores, tanto que, en ocasiones en que ha sido prohibida por alguna autoridad civil, se ha practicado de noche para evitar la vigilancia policial. Remy (1991) cita un testimonio sobre un intento de las autoridades del distrito para prohibir esta costumbre hacia fines de la década de 1960, y la respuesta de la población:
Los subprefectos enviaron representantes a esos lugares para impedir el juego; las dos partes los expulsaron a hondazos sin que haya habido sanciones. Hace como 20 años, el subprefecto hizo ocupar el terreno por la tropa, con metralleta. Los indios se escondieron en los roquedales vecinos y, una vez que la tropa partió, libraron su combate a la luz de la luna (…). Probablemente, lo que temían sin el combate (no agotar su propia violencia) era peor que aquello de lo que las autoridades querían protegerlos, su juego (Remy 1991:13).
El aspecto más polémico de las batallas rituales de la región de Canas es, por su puesto, la idea de que el derramamiento de sangre e incluso el costo de vidas humanas sea una condición para garantizar la prosperidad de la producción agropecuaria. Varios autores han sostenido que la razón de esta costumbre se explica en el bienestar común antes que en lograr la victoria de uno u otro bando, posición que defienden mediante testimonios de pobladores que refieren que estas son “buenas señales” de prosperidad. Según Brachetti (2001: 66), fiel a tal explicación, esta costumbre está orientada a influenciar en la voluntad de los apus de la geografía local, ante cuya presencia se realiza (habría que suponer que en todos estos sitios los apus en cuestión están presentes en el paisaje de los espacios de batalla). Brachetti parte de diversas citas de crónicas para suponer que esta práctica es consustancial a la organización dual andina, debido a que los grupos étnicos se distribuyen siempre en dos bandos. Como se ha dicho al inicio, el Tupay Toqto es en primer lugar un encuentro entre poblaciones que, desde tiempos prehispánicos, se distribuyen según un patrón de base dual: en esta zona estos son los espacios urco, “alto”, y uma, “bajo” (términos derivados del tronco aymara), y sus ramificaciones en conjuntos equivalentes. De este modo estaban originalmente ubicados los grupos de ayllus de Checca (urco) y Quehue (uma), y tal división se extiende a las comunidades al interior de los distritos de Canas, y también a las provincias de los altos del Cusco que, como sabemos, descienden de un tronco común. Brachetti explica la participación voluntaria en las batallas rituales en este ordenamiento social, como parte de un orden espacial, al que es consustancial una competencia entre los dos bandos.
Como la existencia del indígena, de la comunidad, depende en los Andes profundamente de la pachamama, pues ella asegura la vida y el orden, es lógico que ellos hagan todo lo posible, hasta entregase a sí mismos con su cuerpo y alma, lo más valioso que tienen, para que la pachamama esté satisfecha, y les asegure su existencia. (…) Y este preocuparse consiste en que la comunidad preste atención a que cada miembro cumpla con sus obligaciones. En la batalla esto significa que la presencia está obligada. Hay que estar presente, puesto que la existencia de toda la comunidad, y hasta de la provincia de Canas, depende del resultado de la lucha. Ahora se hace comprensible por qué se ha conservado tanto tiempo esta pelea, y por qué los grupos la defienden contra las autoridades locales e incluso el ejército, como ya pasó varias veces. La prohibición de esta pelea significaría poner en peligro o aún destruir su existencia económica, identidad y particularidad cultural (Brachetti 2001: 71).
En el caso del Chiaraje, el tinku se da entre dos bandos que corresponden a secciones opuestas y complementarias del mismo tronco de origen kana. En el caso del Tupay Toqto, en cambio, sí podría hablarse de una contienda interétnica, porque sus contendientes provienen de ascendencias étnicas diferentes,[45] los kana y los chumbivilca, y además es llevado a cabo en el límite con la provincia de Chumbivilcas. Glave hace notar que los protagonistas de esta batalla en específico corresponden con la antigua distribución étnica. Por ello, la comunidad de Hampatura, que hasta 1953 no existía en la carta nacional, siempre ha sido aliada de los pueblos del distrito de Quehue y de los de Langui, en lucha ritual periódica con los del distrito de Checca, a pesar de haber sido ubicada desde el siglo XVI en la reducción de Yanaoca (Glave 1989: 242). Pero aparte de ello, esta batalla no se diferencia mayormente de la del Chiaraje, de modo que también podría verse como una costumbre similar a una escala mayor. Para Brachetti (2001: 76), el conflicto tradicional que se resuelve en estas batallas es de los kana con los collas del altiplano, pero la frontera étnica de ambos pueblos está muy lejos del sitio de la batalla ritual, lo que invalidaría la hipótesis de que estas batallas rituales provinieran de una rivalidad fronteriza entre estos pueblos. No obstante, lo más importante es que no existe un testimonio de pobladores que refiera, de modo expreso o implícito, que el objetivo del puqllay sea el cumplir con una exigencia de vidas humanas.
Otras descripciones del Chiaraje explican el origen de esta práctica, en cambio, en ciertos mitos de raptos de mujeres por parte de los miembros varones del bando contrario.[46] Aunque en la región andina existen diversas formas ritualizadas de rapto, como sucede en multitud de localidades, en las danzas y en los juegos de carnaval en las que está permitido el contacto directo entre los jóvenes de ambos sexos, este suele ser un acto de carácter más simulado que un hecho de fuerza. En el caso de estas batallas, en cambio, las mujeres son el componente más vistoso del público, lo que indicaría que estas son uno de los principales destinatarios de la confrontación, quienes desde la qhaswana pata pueden observar a los varones en el lucimiento de su virilidad. De hecho, esta es una de las constantes del cortejo amoroso en toda el área andina, en especial en el tiempo de los carnavales. En cambio, la ubicación de la batalla a campo abierto pondría en un grave riesgo a los combatientes que intentaran ir a alguna qhaswana pata para llegar a las mujeres y capturarlas (Remy 1991). El tema del rapto es más una mención que un hecho: hasta ahora no se ha observado ningún caso concreto de rapto, ni una simulación, mucho menos en el marco de la batalla, lo que invalida igualmente esta hipótesis.
La insistencia de la literatura sobre las batallas rituales en estos tópicos parece provenir más bien de ciertos estereotipos que se han elaborado sobre el universo andino, incluso cuando en teoría se pretende su reivindicación. Estos tópicos no solo no son exclusivos de la antropología, sino que no provienen de los análisis hechos por profesionales de esta disciplina. Provienen más bien de las visiones popularizadas sobre las costumbres del poblador rural, caras a una imaginería proveniente de observadores no indígenas. A partir de esta crítica, Remy (1991) señala la tendencia de hacer pasar por ciertos mitos que acompañan a prácticamente todas las descripciones de esta costumbre. Mitos cuyas fuentes no parten de la experiencia directa sino de información de terceros que, no es perezoso observarlo, pertenecen usualmente al sector mestizo urbano, que históricamente ha tendido a asumir el papel de mediador entre el investigador externo y la población indígena observada, reproduciendo en el plano simbólico el rol dominante del que gozó políticamente en todo el período republicano.
Si, en cambio, se parte de la información dada por los mismos practicantes de la costumbre, no solamente no encontraremos mención alguna al tema del “sacrificio humano” para satisfacer a la Pachamama o los apus sino que esta actividad se entiende como un “juego” que puede hacer peligrar la integridad física, incluso con riesgo de muerte, pero en ningún caso se menciona que este resultado sea el objetivo fundamental de la batalla. La tesis del sacrificio humano para la fertilidad de la tierra se funda en un supuesto ritual propio de pueblos agrícolas; no obstante la provincia de Canas y las regiones donde se realizan estos tinku se orientan fundamentalmente a la ganadería, con una agricultura poco orientan al mercado como su complemento. El tiempo de lluvias es posterior al tiempo de roturación de la tierra, que se realiza hacia el mes de setiembre; más aún, es un tiempo en el que no hay actividad estacional y la población migra a trabajar empleando su fuerza de trabajo en otras regiones, asistiendo a sus comunidades solo para las festividades en las que se practican estas batallas. Esta costumbre puede ir acompañada, de hecho, por una serie de rituales de propiciación del ganado como el wilancha, en el que se embadurna la puerta de las casas nuevas con sangre de camélidos u ovejas, y el ch’allakuy (“aspersar”), matrimonio ritual de dos carneros, costumbres propias de la marcación del ganado, generalizadas en la región andina.
Por otro lado, una práctica como esta habría llevado, tras varios siglos, a la conclusión lógica de la ineficacia del sacrificio humano como medio para lograr la fertilidad de la tierra, en una sociedad donde el recurso humano es indispensable para la mantención y expansión de las fronteras para la ganadería y la agricultura. La práctica sistemática de esta costumbre sería económicamente costosa y atentatoria contra la integridad no solo de los combatientes sino de la reproducción del grupo social. Más aún, en el área de una civilización que desarrolló una serie de conocimientos y tecnologías para el manejo de recursos que comprendía también el uso racional de la mano de obra y de las redes sociales.
Siguiendo todos los testimonios de primera mano, incluyendo la letra de canciones entonadas durante las luchas rituales,[47] y la misma práctica de una batalla que se libra a distancia, se puede observar que “la muerte es una posibilidad, pero nadie la espera ni la desea, ni para sí ni para el contrario” (Remy 1991: 8). Posiblemente, una denuncia penal de alguna muerte o accidente por parte de los familiares del afectado pondría en peligro algo más importante que la costumbre: podría significar el quiebre de la cohesión social de la comunidad y sus ramificaciones en la región. No es raro, pues, que los contendientes actúen como enemigos solo durante la realización de esta actividad, pero que en concepto la definan como un “juego” y que el costo de esta actividad en la integridad física sea minimizado en sus consecuencias sociales. Remy relata que en sus pesquisas sobre la organización de esta práctica, que los pobladores de Quehue, presentes en el Chiaraje en el año de su investigación (1990), respondían que la presencia de las comunidades no es concertada, sino parte de la “costumbre” cuyo origen no está explicado con leyenda alguna.
Del siguiente testimonio se infiere igualmente que la muerte no es la finalidad del tinku; y puede ser por el contrario una razón para que se plantee el abandono temporal de esta tradición. Tal olvido podría tener un alto costo:
Hace algunos años, la muerte de un comunero que tenía seis hijos en plena actividad del Chiaraje, causó mucha pena en ambos bandos (pobladores de Checca y Quehue) por ello nos reunimos en asambleas conjuntas para decidir si continuamos o no con esta costumbre. Pero antes de tomar una decisión tan fuerte para nuestra propia cultura y pueblo, decidimos consultar en ceremonias especiales a nuestros apus y también realizamos pagos a la tierra, pero estos respondieron que no era posible. Entonces, como los dioses dijeron que no puede desaparecer, continuamos con esta costumbre. Que yo recuerde desde mis padres, esta es la primera vez que quisimos no continuar con esta costumbre, antes lo que otros quisieron era cortarla también, pero ellos no eran comuneros sino jueces, fiscales y la policía. Beltrán Huilca Cananpa, comunero de Chaupibanda (CAJ 2009: 75-6).
Otra muestra de lo contradictorio de la versión sobre el tributo en vidas humanas está en la preocupación por atender a los heridos. Las prácticas pasan por el soplado con alcohol previamente calentado o pkukuska, usual para heridas leves, y los emplastos con coca (CAJ 2009: 76). También se han dado casos de presencia de uno o dos coches ambulancia, a pedido de los mismos pobladores, para una atención inmediata.
La música y el canto adquieren en esta costumbre el papel de narrar los acontecimientos desde la perspectiva de su propia cosmovisión. El Tupay Toqto va siempre acompañado de interpretación musical, en forma de bailes y cantos, como ocurre con los juegos o puqllay que se realizan en las fiestas del carnaval. Quizás el detalle más curioso es que en ninguna de las letras recabadas se encuentra una mención directa, ni siquiera una alusión, a la idea de la necesidad de regar la tierra con sangre o de ofrendar vidas humanas para que la tierra conceda sus dones, más aún cuando la mayor parte de los análisis que sobre esta práctica se han sucedido insisten en que este es el objetivo fundamental del tinku en la costumbre de Canas. Al contrario, las letras hablan de los aspectos más violentos de modo metafórico, con frecuencia minimizando este carácter, y en ninguna de ellas se expresa odio entre contrincantes. Los insultos son exclamados por los mismos combatientes como una parte inicial, aunque importante, de la confrontación, pero no aparecen en la letra de las canciones.
Canciones
La siguiente es una compilación de canciones del Tupay Toqto recogidas entre los años 1962 y 1997 por diversos investigadores, contenidas en el artículo de Abraham Valencia Espinoza y Tatiana Adela Valencia (2003) con una traducción aproximada hecha por los autores. Las canciones son entonadas por los asistentes ubicados en las qhaswana pata de su grupo, en este caso de las comunidades de Checca. Los versos son alternados entre mujeres y varones, a modo de diálogo, ambos referidos a los combatientes. Con un comprensible maniqueísmo, propio del juego que se está desarrollando, los versos alaban el valor, la fuerza y resistencia de los participantes de su distrito, poetizando los claros riesgos del juego. Varios análisis citan las imágenes del yawar unupi, yawar mayu (agua de sangre, río de sangre) o del rumi chikchi (granizada de piedras), como figuras claramente cruentas, a las que también se describe como “agua de ayrampu” y “confites tostados” (citas de la descripción de A. Barrionuevo 1969). Tales figuras poéticas pueden sorprender al lector, pero indican claramente el sentido que se le da a esta tradición. Los siguientes versos son entonados por uno de los dos grupos de mujeres del distrito
lugar de reflejo de piedra menuda (bis) wakway, wakway mi cima de piedra menuda (bis) wakway, wakway con sumo cuidado (bis) wakway, wakway
Pero nunca has de temer, mi hermanito hermano, dirás que siempre es así, mi hermanito hermano, si solo está el ch’equeño, mi hermanito fulano, como gran toro está parado, mi hermanito fulano.
Hermanito, no vayas a tener miedo, mi hermanito hermano, así cayera granizo de piedra, mi hermanito hermano, dirás que solo es granizo menudo, mi hermanito hermano.
8 La escritura del quechua y la traducción de las canciones corresponde a Valencia A. y Valencia T. (2003: 98-102)
Y a qué nomás habré venido, hermanito fulano, a la cumbre donde siempre lloro, hermanito fulano, roca blanca de piedras menudas, hermanito fulano, y por qué eres mi enemigo, hermanito fulano, y por qué eres mi enemigo, hermanito fulano, a los langueños de rabo torcido, hermanito fulano, a sus casas los hacinaremos, hermanito fulano.
A partir de ahí varones y mujeres intercalan su participación. Del mismo modo que los anteriores, estos son versos de pobladores de Checca.
qanchis llaqtawan tantaykushian turachay fulano ch’ulla turun sayayunki turachay fulano
Como un toro te has erguido, hermanito fulano, pero solito el ch’eqeño, hermanito hermano, con siete pueblos se coteja, hermanito fulano, te yergues como un solo toro, hermanito fulano.
uno solo es tu padre, mi hermanito manzanay, y aquel maldito langueño, mi hermanito manzanay, los apilemos con sus lágrimas, mi hermanito fulano.
Si se escurriera el granizo de piedras, hermanito fulano, dirás que es granizo menudo, hermanito fulano, así corriera río de sangre, hermanito fulano, dirás que es río de sulfato, hermanito fulano, así corriera río de sangre, hermanito fulano, dirás que es agua teñida con tierra roja, hermanito fulano.
Te pararás; sí, voy a pararme, hermanito fulano, pero nunca vayas a temer, hermanito fulano, así cayera granizo de piedras, hermanito fulano, dirás que es solo granizo menudo, hermanito fulano, y si corriera río de sangre, hermanito fulano, dirás que es solo río temporal, hermanito fulano, estaba parado como el toro, hermanito fulano, pero solito nomás el ch’eqeño, hermanito fulano.
Haku pasay rirayllata unuqayllay sumaqllata munayta purishiasaq mukmullmukmun pasashiasaq chay watapas kay watapas chay watapas kay watapis hinallapunin purishiasqa ch’eqiñuchallay challaychaqa qollanachallay challaqchaqa qanchis llaqtawan tantanakun sapachallanma ch’eqachaqa sapachallan tupaykushian qanchis llaqtawan tupaykukmá sapachallan ch’eqeñuqa papachampunin lluqsirkunqa.
Pero a qué nomás he venido, hermanito fulano, a la cumbre de mis llantos, hermanito fulano, será el culpable mi padre, hermanito fulano, o será culpable mi madre, hermanito fulano, solo uno es tu padre, hermanito fulano, solo uno es tu querido (amante), hermanito fulano.
Vamos, corre e iremos, así como se desliza el agua, caminemos con sosiego, con cuidado y tino pasaremos, ese año y este año, ese año y este año; así siempre ha caminado, mi ch’eqeñito challaychaqa (sonido), el primero challaqchaqa (sonido), con siete pueblos se entremezcla, pero son solitos los de Checca, solitos se están enfrentando, es el que se enfrenta a siete pueblos,
pero solo los de Checca, saldrán triunfantes como padre.
Esta poetización del riesgo tiene su contraparte en el ataque verbal a los oponentes, claramente dedicado a provocar. Los de Checca llaman a los de Langui “diablos”; los de Langui, por su lado, definen a los de Checca como “layqa”, es decir, brujos malignos. Pero es más, las canciones parecieran pedir la muerte del oponente[48]:9
No tengan miedo,
No sientan
Cuando llueva granizo, Hermanito fulano.
Vuelvan, retornen,
Hermanito fulano (bis)
Mi hermano varón es solito,
Ponte, ponte,
Hermanito fulano.
Piedras pequeñas de Escurani, ¿por qué eres mi contra? Piedras pequeñas de Yana Wocco, ¿por qué eres mi contra?
Hermanito fulano,
Ocúltate, agáchate;
Hermanito fulano,
Permanece en el mismo lugar, En el mismo sitio.
Hermanito fulano,
A aquel Langui diablo Déjenlo hasta en su pueblo; Mátenlo.
Tal discurso, que puede sorprender a sensibilidades externas, no está orientado sin embargo a generar el odio al oponente ni su eliminación física, como muestra el desarrollo del tinku, donde la muerte no es un fin deseado; no hay que olvidar que este es ante todo un juego. En el caso de tales accidentes, los parientes de la víctima entonan canciones de lamento por la muerte del ser querido, preguntándose qué llevó a tal resultado. Estas canciones suelen ser privadas y difícilmente se han podido consignar, al considerarse un asunto exclusivo de los deudos. Las canciones también hablan de momentos más pedestres, como el hambre del participante y su deseo de comer lo que su familia le ha llevado:
Amalla wayqiy manchakichu
Amalla panay waqankichu
Yawar mayulla puririptin
Rumi chikchilla chayariptin
Panay quriway, quqawaykita quriway
Panay quriway, quwanaykita quriway
Pisichallata quriway
No tengas miedo, hermano, No has de llorar, hermana, cuando corra el río de sangre, cuando caiga el granizo de piedras.
Hermana, dame tu fiambre.
Hermana, dame lo que tienes que darme.
Poquito, nomás, dame.
Tu carnecita nomás, dame.
Aychachaykita quriway
Las letras de las canciones revelan la memoria de un mundo viviente, presidido por los apus, y ocupado por los pueblos originarios y sus descendientes, ordenado ciertamente en mitades opuestas y a la vez complementarias urco/uma a modo de segmentos de una unidad mayor. A través de las reducciones y la conformación de comunidades de indígenas, la antigua distribución de los ayllus ha sobrevivido en la división política actual de esta provincia, y es esta antigua adscripción la que se manifiesta en las alianzas y las contiendas de los pueblos que participan en estas costumbres. La administración colonial, al intentar redistribuir a estos pueblos, creó nuevos conflictos territoriales que siguen vigentes, incluso bajo la actual demarcación legal. Antiguos son igualmente los espacios dispuestos para estos tupay o tinku, realizados periódicamente alrededor del tiempo que se da el final de un período anual. Alrededor de ese tiempo de cambio se plantea en varios espacios el encuentro entre sectores pertenecientes a ambos lados de una distribución étnica y espacial, para dar lugar a una solución ritualizada de sus diferencias. A pesar del carácter violento que pueden asumir estos encuentros, se conciben más como un puqllay o juego, y no tienen mayor trascendencia social, siendo en cambio descritas con figuras poéticas y metafóricas, que dan un carácter festivo a las situaciones reales de riesgo propias de estos encuentros.
Antes que batallas rituales orientadas a propiciar sacrificios humanos, esta costumbre debería ser vista como vehículo de todo un conjunto de expresiones culturales asociadas en ritualidad, vestimenta, gastronomía, narrativa oral, música y danza; inscrita en una cosmovisión y una historia que demarcan su identidad cultural.
A pesar de ser perseguidas legalmente, estas costumbres han continuado, al menos desde el siglo XVIII, como relata Hopkins (1982) a partir de un proceso seguido en Langui en 1772. Y como se ve en algunos de los testimonios antes citados, esta ha sido otra tendencia periódica del poder no-indígena regional, sea español o mestizo. Glave (1992) relaciona esta costumbre a la historia particular de los pueblos que participan en ella, concluyendo que estas batallas rituales son un medio para resolver las diferencias tradicionales entre los ayllus, comunmente dispersos y siempre en expansión. A la competencia de estas unidades locales por la ocupación de territorios y el acceso a recursos —siguiendo la lógica andina de ocupación discontinua del territorio—, se sumó la impronta de la redistribución arbitrariamente dispuesta por la administración colonial, que generó numerosas disputas entre los pueblos de la etnia Kana y de esta con pueblos vecinos.
Los tinku son en realidad batallas simbólicas y lúdicas antes que una forma de posesión efectiva de recursos o de gentes, como una forma ritualizada de solución de las disputas reales. La violencia que presentan no es por tanto un fin, sino un medio de resolución de diferencias, que puede tener resultados cruentos, pero que no son el fin de tales acciones. Los vínculos de solidaridad hacia uno u otro bando mantienen los muy antiguos lazos de parentesco y alianza de los ayllus ancestros de las actuales comunidades campesinas. En este último aspecto, tienen paralelo con otra costumbre de la región, que en cambio plantea la solidaridad de un conjunto de comunidades en la construcción tradicional de una obra ancestral: el levantamiento del puente Q’eswachaka, en el distrito de Quehue, que originalmente se realizaba en la semana siguiente al Tupay Toqto, como una respuesta solidaria a la batalla ritual.
CAPÍTULO IV
EL PUENTE Q’ESWACHAKA: UNA TRADICIÓN RENOVADA
Nosotros, como buenos quehueños y como buenos ingenieros andinos, que así nos denominamos, porque el Q’eswachaka es un Patrimonio Cultural de la Nación y es una cultura viva que actualmente venimos conservando. Porque también nuestros abuelos como obligación han tenido que conservar y nosotros seguimos cultivando los valores de nuestras costumbres.
Ermitaño Puma Puma, presidente de la comunidad de Ccollana Quehue, 7 de junio del 2012.
Los grupos humanos que durante siglos ocuparon las provincias altas del actual Cusco se extendieron y ramificaron por toda esta región de forma independiente, sobreviviendo en lo fundamental al reordenamiento impuesto por la Colonia. Esta circunstancia fue facilitada por las particularidades que imponía el medio sobre el aprovechamiento de recursos y, por ende, en la organización y las costumbres de estos grupos.
Una larga historia de intentos de integración y de reorganizaciones forzadas no logró alterar la composición de estos pueblos, ni en su distribución espacial ni en sus vínculos de lealtad intercomunal, aunque aparentemente no pueda hablarse hoy en día de una conciencia étnica basada en un origen común. Los pueblos de la provincia de Canas, descendientes de los antiguos ayllus kana, han mantenido, de este modo, una serie de relaciones de alianza y de competencia, que hoy se presentan como costumbres ritualizadas, siendo una de estas la construcción periódica del antiguo puente inca Q’eswachaka.
La constatación de tal continuidad no puede, sin embargo, dejar de lado la serie de coyunturas, críticas muchas de ellas, que han dejado su huella en multitud de manifestaciones culturales y en la memoria colectiva de estos pueblos —procesos todos estos documentados desde el siglo XVI—, como la rebelión de los encomenderos; los levantamientos nativos y campesinos contra el orden colonial y el poder gamonal; la Reforma Agraria; la llegada de nuevas tecnologías, incluyendo puentes metálicos y carreteras; y los períodos de depresión económica, producto de diversas coyunturas y de factores ambientales.
No encontramos mayor información publicada sobre el puente de Q’eswachaka anterior a 1970.[49] Esta carencia se debe no solamente a que este puente colgante no tiene las dimensiones que tuvieron aquellos que fueron la admiración de cronistas y viajeros, sino porque esta fue siempre una expresión de la tecnología nativa cuyo uso estaba limitado a las necesidades de la población rural. Recién en las últimas décadas este tema ha sido objeto de una serie de registros e investigaciones.
Alrededor de 1970, la sociedad rural andina se encontraba en una situación de trance que iba a alterar radicalmente su composición económica y social. Después del gran levantamiento de los primeros años de la década de 1920, se había generado en el Cusco un creciente movimiento de reivindicación de la propiedad de tierras por parte de la población campesina, organizada o no en comunidades.
En la década de 1960, el poder gamonal, que ya había echado mano de formas muy violentas de represión contra estas protestas en el pasado, mantenía litigios con la población rural en diversos frentes. Una de sus respuestas era la expropiación de territorios y el desalojo violento de los centros poblados; este fue el caso del centro poblado de Choccayhua, del distrito de Quehue, a mediados de los años 60, tras un largo litigio con una hacienda local propiedad de la familia Zecenarro.
En este escenario, la noticia de la Reforma Agraria en ciernes generó una serie de movilizaciones y de procesos legales por la adjudicación de territorios y la introducción de nuevas normas, como la adscripción al sistema educativo formal. El reacomodo de la producción rural ocasionó una crisis productiva, resultado del cambio de correlación de fuerzas que obligó a recurrir a estrategias de emergencia, como el paso a un segundo plano de algunas actividades colectivas, entre estas las que componen los ciclos festivos en los Andes.
Por otro lado, el desarrollo vial había llegado al distrito: en 1968, se había levantado el primer puente de metal sobre el cañón del río Apurímac, a casi cien metros del puente Q’eswachaka (Gade 1972: 98); con lo que la continuidad de la tradición de la renovación del puente entró en riesgo. El norteamericano Daniel Gade observó, en una visita hecha en 1970, que el puente había dejado de levantarse hacía unos pocos años y lo registró en estado de deterioro. Supuso, entonces, que las habilidades necesarias para el mantenimiento de esta estructura aborigen “morirían con la presente generación de campesinos quechuas”.[50]
Esta inminente pérdida no parecía ser motivo de preocupación del sector urbano y más instruido de la provincia. La revista Antorcha Caneña, aparecida en Yanaoca en el mismo año 1970, impresa en mimeógrafo, era una de la escasas publicaciones locales que hacía referencia a la situación de la provincia y temas considerados prioritarios. Las preocupaciones expresadas en la publicación eran la Reforma Agraria, la reforma de la educación, la falta de atención de parte del Estado, las carencias en la infraestructura y, por otro lado, la difusión de los atractivos turísticos y las tradiciones características de cada distrito, como la batalla del Chiaraje. Posiblemente por la orientación modernista que domina en los artículos de esta publicación, cuyos redactores pertenecían al mundo periodístico local y a la docencia, no hay mención alguna al Q’eswachaka. La única atracción que tenía Quehue era un espacio natural, las grutas de Ccarañahui.[51] Una sola mención cercana al tema que nos ocupa es un pedido de reparación de la carretera que une a Yanaoca, Ccarañahui y Quehue —una trocha prehispánica, no olvidemos—, que se encontraba en muy mal estado. En esta solicitud, dirigida a la oficina de caminos, que tenía una representación en Sicuani, se requería la entrega de materiales, pues los pobladores pondrían la mano de obra para la obra en reparación.4
Los pobladores de mayor edad aún recuerdan la presencia de los agentes del gobierno que implementaron la Reforma Agraria —de los Ministerios de Agricultura, Educación, Salud y Transporte y Comunicaciones— y, posteriormente, de las ONG que impulsarían la conformación de nuevas asociaciones de autogestión. El nuevo aunque aún limitado acceso a la educación, a los servicios básicos y a programas de desarrollo, en aquella época, debía también tener sus repercusiones en la configuración cultural de la provincia y, como parte de ello, en el distrito de Quehue. Por lo pronto, el abandono de la construcción del puente registrado por Gade no duró mucho tiempo, y las habilidades y conocimientos necesarios para su reproducción no fueron olvidados.
En octubre de 1972, el explorador Loren McIntyre, quien trabajaba para la National Geographic Society, recorría el país en búsqueda de indicios de algún puente inca que aún se estuviera construyendo. Con ayuda del arqueólogo Luis Barreda Murillo, quien hizo una pesquisa entre la población estudiantil de la Universidad Nacional San Antonio Abad del Cusco, recibió la información de un puente que, se dijo, ya estaba siendo abandonado: el Keshwa chaka o puente de sogas, en la provincia de Canas. En el lugar, ambos investigadores encontraron el puente aun colgando de sus parantes. El chakaruwaq Luis Choqueneira les informó la decisión de la población del distrito de no abandonar la reconstrucción periódica del puente a pesar de que existía ya el puente de metal. Les recomendó observar su levantamiento en enero, a la semana siguiente de la batalla ritual del Tupay Toqto, que se celebraría a pocos días del año nuevo.5 De
pueblo donde los jóvenes de la nueva generación, aspira (sic) a coronar una profesión en los diversos campos del conocimiento humano. Gracias a esta inquietud, un grupo de jóvenes procedentes de este distrito, lograron descubrir i (sic) explorar las maravillosas grutas de ‘LIMBOT’OJO’, las mismas que hasta ahora hubieran seguido permaneciendo en el firmamento de lo ignoto.
El pueblo de Quehue, como parte integrante de la provincia de Canas, se identifica como el más dinámico, aunque por circunstancias obvias no ha podido coronar sus más caras aspiraciones”. Antorcha Caneña, N.° 2, 31 de octubre de 1970, p. 7.
Antorcha Caneña, N.° 1, 30 de setiembre de 1970, p. 21.
“Within a week Sue, Barreda and I were jumping with joy on the brink of the upper Apurimac gorge, our shouts echoing from the opposite cliff. We had found the
este modo, en el número 144 de la revista National Geographic apareció un reportaje sobre la renovación periódica del puente como una tradición vigente llevada con entusiasmo.
Siguiendo las entrevistas hechas a los pobladores de Quehue durante el levantamiento del puente el año 2012, las razones por las que esta costumbre mantuvo su continuidad tras un momento de abandono parten de premisas muy distintas, y no hay mención alguna a agentes externos que hayan impulsado a retomar la tradición. Al contrario, las menciones a visitantes del exterior suelen señalarlos como un elemento perturbador en el desarrollo normal de la celebración, como veremos más adelante. Tampoco se hace una mención concreta al periodo de abandono, que por lo visto fue muy breve. En cambio, se hace continua referencia a una temporada de caos, de un desorden climático de grandes proporciones, que produjo un tiempo de escasez, panorama de desastre cuya causa se atribuyó al abandono de la costumbre por ese tiempo.
Había lluvia de fuego, granizada, rayos y truenos, no había nada de comida para comer, no había nada de productos, era cero, no había ni cebada ni oca. Ha venido una lluvia de fuego con rayos, y toda la mejora que se había logrado estaba destrozada; y ya no hacíamos mantenimiento [del puente], por eso ha pasado esto.
Chakaruwaq Victoriano Arizapana, comunidad de Huinchiri, 6 de junio del 2012.
Este peligro se habría resuelto con la participación de todas las comunidades del distrito en la construcción del puente, que a partir de entonces habría sido sistemática. “Apenas venían pocas personas de Quehue y Chaupibanda para ayudarnos, recién ahora vienen todos”, relata Baltazar
Puma Llascano.6 Por lo pronto, se sabe por el artículo de McIntyre y por
chaca still hanging! Three hundred feet below us, swaying over a deep Green poll, it gleamed like Inca gold. Downstream the voice of the Great Speaker, the Apurimac, warned of rapids beyond a dark defile.
We clawed down the precipice to approach the span, which hung 60 feet above the river.
Suddenly a voice cautioned: “Don’t cross! The bridge is dying! It was our first meeting with Luis Choqueneira.
He told us: “I am one of the chaca camayocs [keepers of the bridge]. My people feel sad about abandoning the keshwa chaca for a new steel bridge upstream. So we’re going to rebuild it when the New Year comes, just as we have done every year since Tupa Inca ordered our ancestors to do so. Come back in January if you want to see” (McIntyre 1973: 780-781).
6 Entrevista del 9 de junio de 2012.
un documental filmado en esta época que participaban miembros de las tres comunidades formalmente reconocidas: Huinchiri, Chaupibanda y Ccollana Quehue —Choccayhua adquirió la categoría de comunidad campesina en 1975, aunque no se refiere en estos reportajes si a cada comunidad se le daba un papel especializado en el levantamiento del puente—.
El levantamiento de una obra de estas dimensiones necesita de una eficiente organización de la fuerza de trabajo. Hoy en día cada comunidad tiene una labor equivalente dentro de la construcción del puente. Los miembros de cada comunidad exaltan actualmente su importancia en esta actividad, trasladando al plano de la construcción del puente la competencia entre comunidades. Este es uno de los rasgos básicos del tinku en la tradición andina. Algunos pobladores, como los de la comunidad de Choccayhua, encargados ahora de elaborar el piso de ramas del puente, destacan el esfuerzo que significa trasladarse a esta área tan lejana desde su lugar de origen. Ninguna de las partes, en cambio, discute la importancia capital que tiene en esta tradición colectiva la comunidad de Huinchiri, a la que pertenecen los maestros conocedores de esta tradición, tanto los chakaruwaq, que mantienen vivo el conocimiento y la destreza en la construcción del puente, como el paqo, intermediario con los apus.
Otro cambio que se ha producido en la costumbre ha sido la fecha de su realización. Aún a mediados de la década de 1990 la reconstrucción se hacía el día de Bajada de Reyes, el 6 de enero, como parte de las festividades relacionadas al año nuevo y la temporada de lluvias. Este también es el momento en que se celebran los tinku, como el Tupay Toqto; se realizan los ritos de propiciación y se eligen las nuevas autoridades comunales. Otro explorador norteamericano, Ric Finch, refiere el testimonio del chakaruwaq Victoriano Arizapana, según el cual, unos años antes de su visita (2002), se había decidido cambiar la fecha de enero a la primera semana de junio, para acomodarse a las necesidades de los camarógrafos de la productora de documentales NOVA (Finch 2002: 12). No obstante, la principal razón debe haber sido la comodidad de construir en un período de seca, sin el riesgo de lluvias, tormentas eléctricas y un río de cauce peligrosamente elevado. Estos riesgos habrían sido motivación suficiente para que se decida el traslado de la fecha de la reconstrucción al mes de junio. Cayetano Ccanahuire, el paqo de Huinchiri, afirma:
El trabajo lo hacían el seis de enero; eran tiempos de maduración y de lluvia. Ese tiempo se llevó acabo el primer festival al puente Q’eswachaka sin ningún cariño y un rayo se lo llevó a un joven. De ahí se ha modificado para el día domingo del mes de junio. Ahora se lleva a cabo el festival y el pago al puente Q’eswachaka. […] Sí, en tiempos antiguos hasta el granizo nos afectaba; antes el rayo casi siempre afectaba la producción y los terrenos de cultivo, pero ahora hacemos el pago a nuestros aukis para no ser afectados.
Paqo Cayetano Ccanahuire, comunidad de Huinchiri, 8 de junio del 2012.
Este cambio supuso una serie de ventajas, pues desde ese momento coincide con una temporada de gran intercambio comercial: una feria, y con una época de clima favorable para la visita de turistas e interesados en general —mejorías que son consideradas como un don del Q’eswachaka—. La renovación del puente se asoció a un tiempo festivo de corte cívico, puesto que en esta feria se realiza igualmente un festival de danzas y música tradicionales. Se ha observado, de hecho, que una de las danzas presentes en este festival es una representación de la renovación del Q’eswachaka, incluyendo el armado de una maqueta del puente.
Pero además existe un significado atribuido al Q’eswachaka, relacionado con los argumentos de la perturbación climática, que no aparece mencionado en crónicas ni en estudio alguno sobre los puentes andinos, y es el carácter sagrado de esta actividad y la categoría de apu concedida al puente mismo, que varios testimonios apuntan como razón principal para el mantenimiento de esta costumbre, a pesar del cambio de fechas, que podría haber significado una alteración fundamental en el sentido de la construcción del puente.
Apu Q’eswachaka
Un factor recurrente en los testimonios de los pobladores contemporáneos es la convergencia entre el sentido práctico de la construcción del puente y la visión del mundo circundante, poblado por los dioses locales de las montañas como los apus y los aukis. Estos son los dioses patrones que forman parte de la geografía circundante y a los que hay que tributar y consultar antes de realizar cualquier actividad importante que afecte esta relación con el entorno. Los testimonios al respecto siempre apuntan a la necesidad de mantener un diálogo con esta naturaleza animada, a la
Actualmente, durante los días de renovación del puente, se realiza un festival, en el cual una de las danzas representa la construcción del Q’eswachaka, incluyendo el armado de una maqueta del puente.
cual se debe la existencia y que debe ser honrada, según lo establecido por la tradición:
Los aukis y los apus ayudan a los de Quehue, Huinchiri, Chaupibanda y Choccayhua para vivir mejor y para que nuestros animales vivan tranquilos y se reproduzcan. Los apus son Qiantuku, Huaruquni, Añupukara, Waytamulo, Qoriapampa; la ayuda está coordinada entre todos ellos. Los apus que estamos sirviendo nos ayudan. Si es que no hiciéramos esto nos podría ocurrir algo malo. Cuando mastico la coca primero le ofrezco al apu, igual si tomo trago; ellos también estarán brindando.
Paqo Cayetano Ccanahuire, comunidad de Huinchiri, 8 de junio del 2012.
Como es poderoso y con voluntad, le pagamos a la tierra al apu Sarpantuko, con eso nos apoya mucho. Para que salga lo máximo el puente, para que no se rompa y no haya accidentes.
Chakaruwaq Victoriano Arizapana, comunidad de Huinchiri, 10 de junio del 2012.
Lo más extraordinario que se escucha en estos testimonios es la referencia al Q’eswachaka mismo como un apu o un dios andino y, por tanto, objeto de homenaje y respeto. Por tanto, su reconstrucción periódica es necesaria para la reproducción de la vida campesina. Esto es, el Q’eswachaka ocupa un lugar que tradicionalmente corresponde a los cerros, lagunas y demás elementos circundantes, pero que se le otorga en este caso a una obra de ingeniería humana. En el ritual que acompaña a su construcción se le hacen preces de manera similar a los otros apus, con ofrecimiento de coca y quema de alimentos, pidiendo que se eviten accidentes o la pérdida de algún miembro de la comunidad:
Aquí también era un sitio que nos protegía, nosotros ya sabíamos, los apus y los aukis nos decían: “No quiero que nadie se me acerque, yo sabré”. Entonces un joven de San Jerónimo, trabajador del [proyecto]
Qhapaq Ñan dice: “¿qué tanto problema don Cayetano, acaso es difícil hacer?” Y el muchacho se puso a hacer el puente y a los dos días se cayó y perdió la vida.[52] El puente Q’eswachaka es bien poderoso, por eso nosotros también como nos dicen los apus y los aukis les ofrecemos y no pasa nada, estamos tranquilos.
El apu San Cristóbal es un apu dominante del Perú, como el caso de nuestro gobierno a cargo de Ollanta Humala, así igualito para nosotros es San Cristóbal, es el más poderoso de los apus, con quien conversamos. El apu Q’eswachaka es un río donde han construido los ancestros el puente, entonces ahora es un apu Q’eswachaka, está coordinado con los apus Waytamulo, Quinsaliñawi, Llapanta, Qoriapampa, una laguna hacia el lado de Chumbivilcas. También para nosotros son Laramani, Vilcanota… de aquí los apus que se encuentran son Qiantuku, Waraquni y el apu Añupukara.
El apu Q’eswachaka es el más poderoso y antiguo de los puentes del río Apurímac, era el único, por eso es el más respetado de todos los puentes. En estos tres días todos los puentes están reunidos aquí y el apu Q’eswachaka está dando su cariño a todos.
Chakaruwaq Victoriano Arizapana, comunidad de Huinchiri, 9 de junio del 2012.
Dicen que [el apu Q’eswachaka] tiene su sirena. A la medianoche también se le hace su pago y queda todo tranquilo. Si no, te puede hacer quedar [morir], porque es un ser vengativo. Por ejemplo, hubo hace un tiempo un accidente, se cayó un carro pero no hubo muertos, [esto es] porque el apu Q’eswachaka te protege.
Paqo Cayetano Ccanahuire, comunidad de Huinchiri, 8 de junio del 2012.
Esta información se condice con un dato en apariencia anecdótico narrado por McIntyre en la mencionada visita a Quehue. Al haber encontrado que el puente estaba completo y no se veía abandonado, McIntyre y el arqueólogo Luis Barreda fueron avisados por el chakaruwaq (chaka camayoq en el texto) Luis Choqueneira de que el puente no estaba apto para cruzarlo: “¡No crucen! ¡El puente está muriendo!”.[53] En un pacto recíproco, la vida del puente depende de la acción humana, así como la seguridad de la vida en las comunidades del distrito depende también de que el puente sea tratado adecuadamente.
Desde esta perspectiva, el acercamiento poco respetuoso, o una ofrenda ritual hecha incorrectamente a apus y aukis durante la construcción del puente, puede tener consecuencias fatales. El hijo de Valentín Vilca, poblador de Huinchiri, falleció víctima de un rayo. Su padre, presente en la costumbre, explicaba esta desgracia porque “casi no hemos hecho pagos exactos, por ahí es que le ha caído [el rayo] a mi hijo. Después casi no pasa nada porque nos hemos organizado para hacer los pagos”. Es claro también que esta labor solo puede ser hecha por los pobladores del distrito, conocedores de la tradición, con el apoyo del paqo local, designado para ser el oficiante e intermediador de su población con los apus y aukis de la región.
Este papel ritual del paqo es, pues, fundamental en la construcción del puente. Es quien dialoga con las entidades o “señores” de las montañas. De ellos obtiene el conocimiento, que se revela en órdenes y en historias sobre el origen y la razón de las costumbres. Se considera que este poder les ha sido investido a los especialistas por los apus a través de otro paqo o por una revelación experimentada por el poblador, escogido por las fuerzas del entorno natural para ser su oficiante. El paqo Cayetano Ccanahuire, natural de Huinchiri, cuenta que recibió el poder de los apus porque su esposa fue alcanzada por un rayo (en diversos relatos del mundo quechua este hecho confiere poder de intermediación con los apus); pero al morir ella por este accidente, el poder le fue transmitido al viudo, quien lamentaba, al igual que los apus, la pérdida de su compañera. Es aquí que otros paqo y autoridades locales resuelven que Cayetano tenga la responsabilidad de mediar en el diálogo, a través del ritual —“despacho” en su testimonio— con los dioses del paisaje local y específicamente con el Q’eswachaka. El paqo de Huinchiri entiende que esta es una labor para el beneficio de la comunidad,[54] evitando por este medio los accidentes fatales y la pérdida de la producción.
A mí me ha nombrado Constantino Mamani, quien vino de nuestro distrito; a mí me nombró en mi comunidad. Los apus habían llorado, por eso yo fui a buscar al paqo Lucio Torres, que podía estar en Choccayhua. Ahora, tal como él me ha encargado respecto al Q’eswachaka, diciendo: “vas a hacer así”, estoy haciendo. Gracias a Dios, desde la fecha que he llegado donde Lucio Torres, desde que he hecho el despacho, siempre camino con el estómago lleno; lo que me ha encomendado estoy haciendo en el Q’eswachaka.
Mi persona es Cayetano Ccanahuire Puma. Nuestro apu es poderoso, a nuestro apu me han entregado, “vas a hacer así”, me han dicho. Gracias a Dios eso estoy cumpliendo hasta la fecha, tal vez mañana vaya a dejarlo. Desde el momento que me he recibido (como paqo) hasta la fecha he cumplido, con todo mi corazón y mucha voluntad, a nuestro apu Q’eswachaka. Él me avisaba todo cómo iba a ser, qué debo hacer; conversábamos y todo iba bien.
Mi esposa se ha muerto y me ha dado el poder. A mi esposa le agarró el rayo y sufrí mucho. Por eso los apus y los aukis me dieron poder. Y gracias a Dios ninguna persona puede decir: “Cayetano, has hecho mal”. Donde voy nada es negativo, todo es positivo.
Gracias a Dios, mi persona ha recibido el despacho ¿Por qué? Por querer a mi comunidad, por eso vamos a seguir nosotros. ¿Para qué vamos a poner [el despacho]? Para que se haga bien el Q’eswachaka, para que en las comunidades no haya granizada, no haya descarga eléctrica. Así yo cumplo y punto, hasta el momento en que me retire.
De noche y de día he servido. Desde que hice el primer despacho hasta la fecha, a la comunidad de Huinchiri no le hace falta la comida, tienen el estómago lleno. Antes que yo estuviera acá había rayos, descargas eléctricas en las sementeras de Quehue; en Huinchiri cayó bastante granizada. Desde la fecha nosotros hemos estado caminando [a los lugares para hacer el despacho], y nos hemos salvado. “Haz así” y así yo eso estoy cumpliendo. Quien nos visita son los apus, los aukis.
Ccollana Quehue, Chaupibanda, todos participan por igual. Hoy todos nos vemos las caras, qawanakuy.[55] Antes no era así, antes por historia hacíamos respetar a nuestro puente; mientras que ahora vienen de todas partes haciendo su reclamo para recibir adecuadamente su parte. Está presente el qawanakuy entre comunidades a causa de la visita de los turistas, quienes siempre nos dejan algo. Pero yo estoy cumpliendo igual mi deber, siempre acompañado de la persona que pone la mesa, mi servicio y mi despensero. Paqo Cayetano Ccanahuire, comunidad de Huinchiri, 8 de junio del 2012.
Desde la otra orilla
La tecnología de puentes, difundida por toda la cordillera andina donde el Tawantinsuyu tuvo presencia, fue progresivamente desplazada hasta su casi total desaparición a lo largo del siglo que siguió a la visita hecha por George Squier en las “tierras incaicas” en 1865. El famoso puente sobre el río Apurímac, cuyo impacto en la literatura de exploración ya ha sido mencionado,
Capturas de pantalla del documental El puente de Ichu (1979).
empezó a caer en desuso a finales de la década de 1890. La Guerra con Chile, a su paso por zonas como el valle del Mantaro y Huancavelica, contribuyó igualmente a la destrucción de numerosos puentes, amén del serio conflicto social que fue parte de sus secuelas. Pero el principal causante de la desaparición masiva de esta expresión de la tecnología nativa fue la campaña sistemática de modernización del sistema vial, iniciada con la Ley de Conscripción Vial y continuada en los sucesivos gobiernos a lo largo del siglo XX, antes que los primeros estudiosos del Camino Inca o Qhapaq Ñan pudieran siquiera hacer un registro sistemático de tales conocimientos a partir de sus especialistas.[56] En este contexto, la permanencia del Q’eswachaka y del universo cultural que acompaña a esta costumbre han cobrado una importancia extraordinaria y su historia reciente es la de su creciente notoriedad como un patrimonio único en su tipo, que ha resultado en una nueva e inédita coyuntura basada en una compleja relación con la sociedad nacional y con visitantes extranjeros, cuyos efectos en las poblaciones del distrito aún están por verse.
Los primeros en hacer presencia en el distrito fueron estudiosos y documentalistas que, con una frecuencia creciente a lo largo de cuatro décadas, han registrado la construcción del puente. Precediendo a las visitas hechas por los norteamericanos Ward y McIntyre, el documentalista cusqueño Jorge Vignati había hecho un registro fílmico del levantamiento del Q’eswachaka hacia 1962 en formato de 8mm, material que no sobrevivió. A finales de la misma década Vignati realizó un segundo registro en un formato de mayor definición, en el que se puede ver la asamblea comunal en Huinchiri para organizar la construcción del puente, el levantamiento del mismo por pobladores de esa comunidad, de Chaupibanda y Ccollana Quehue, y la labor de los maestros chakaruwaq y los ritos oficiados por el paqo. Este registro se volvió parte de un documental cuando los esposos Christine y Kurt Rosenthal, alemanes, conocieron este material hacia 1973 y propusieron incluir escenas de la vida cotidiana en Quehue. Con financiamiento de la compañía alemana ZDF, el material faltante fue registrado en la segunda mitad de la década de 1970; y en esta ocasión se hizo una presentación del material anteriormente filmado a la población, que vio por primera vez, con sorpresa y emoción, su propia imagen en pantalla, reacción que fue a su vez registrada e incluida como una secuencia en el producto final.
El documental El puente de Ichu (Die Brücke aus Gras, 1979) retrata de modo bastante completo el entorno cultural que enmarca la renovación del puente. Aunque esta circunstancia no sea mencionada, este registro abarca los tiempos inmediatamente anterior y posterior a la Reforma Agraria, cuando esta costumbre se iba adaptando a una situación cambiante y asumiendo el significado que tiene hoy en día. El Puente de Ichu fue presentado a partir de 1979 en diversos festivales de cine documental en Japón, Alemania, Lituania y en el Primer Festival de Cine de Pueblos Indígenas celebrado en México en 1985, ganando reconocimientos en varios de ellos. Los Rosenthal continuaron con la labor difusora sobre el puente con la edición del libro El puente de Ichu (1993), una historia ilustrada con los dibujos a la acuarela de Christine. Esta publicación trata las vivencias de una pareja de niños, de Huinchiri y de Chaupibanda, en el marco de la construcción del puente de Q’eswachaka; y como contraste, presenta la agresiva y desagradable presencia de un comerciante misti, deseoso de apropiarse de la producción nativa a bajo precio. La historia se resuelve con el castigo del malvado, caído al precipicio junto con el puente viejo, y la preservación del conocimiento nativo como el bien más preciado.
Quehue, inscrito en un área rica en patrimonio inmaterial, con el puente de Q’eswachaka como su manifestación más conocida hoy en día, es por otro lado un distrito de población mayormente rural ubicado en una de las regiones más pobres del país, alejado del circuito turístico centralizado entre la ciudad del Cusco, el valle Sagrado y Machu Picchu, condiciones que han impedido que desarrolle una infraestructura turística adecuada. Sin embargo, el atractivo del puente ha sido suficiente como para que, desde la década de 1990 se presenten periódicamente equipos de filmación, nacionales y extranjeros, a registrar el levantamiento del puente, como la norteamericana NOVA (1998), que coincidió con el cambio de fecha de la construcción del puente o la japonesa NHK; así como nuevos visitantes, lo que ha producido efectos insospechados en la vida local.
Los registros sobre el puente Q’eswachaka han sido editados por lo general como parte de documentales sobre el Perú prehispánico, en concreto, sobre el Tawantinsuyu y el Qhapaq Ñan; por ello, a diferencia del trabajo seminal de Vignati y los Rosenthal, en estos productos no suele concederse un espacio al testimonio de los detentadores del patrimonio, se trate de los chakaruwaq, el paqo o los pobladores en general, y se hace apenas mención a detalles sobre la vida cotidiana o la situación actual de la localidad. En muchos casos, los equipos de filmación no han mantenido una relación adecuada con las poblaciones, limitándose a realizar sus registros en los espacios que les permitieran la mejor vista sin haberse presentado ante las autoridades comunales o haber intentado entablar algún contacto con los pobladores, por lo que su presencia ha llegado a ser considerada perturbadora, más grave si se tiene en cuenta la exigencia de que el trabajo y el ritual se hagan adecuadamente. Tal presencia llegó a ocasionales conflictos cuando los implicados percibieron que alteraba aspectos fundamentales de la costumbre. El chakaruwaq Victoriano Arizapana, en un relato que no pudo ser contrastado con otros testimonios, narra que un grupo de visitantes norteamericanos intentaron reparar el puente que ya se encontraba deteriorado, con el propósito aparente de registrar su paso por él, y en respuesta las autoridades de Huinchiri deshicieron tal arreglo por considerarlo una intromisión. Esto, a decir de Arizapana, generó un conflicto legal que concluyó con el arresto arbitrario del presidente de la comunidad de Huinchiri. Por lo pronto, quedó establecida una de las reglas fundamentales de esta costumbre: que la renovación del puente es potestad exclusiva de las poblaciones del distrito de Quehue, bajo la advocación de los paqos del distrito y la orientación de los maestros constructores o chakaruwaq.
O sea, unos señores de Estados Unidos habían venido y lo habían remachado con cabuya en el medio del puente, por eso estuvimos en juicio en el Cusco, hasta el Presidente estuvo en el calabozo. Los turistas vinieron y no había puente [transitable]. Entonces para que haya puente lo querían cambiar o reforzar el material para que puedan pasar la cámara. Por eso han estado en juicio con el presidente de la comunidad.
Se ha organizado Huinchiri, ha reaccionado y lo hemos desatado, hemos botado esa cabuya, nadie nos ha ayudado. Con eso hemos hecho respetar a Huinchiri.
Chakaruwaq Victoriano Arizapana, comunidad de Huinchiri, 6 de junio del 2012.
Actualmente, las comunidades de Quehue han establecido internamente una serie de reglas que regulan la presencia de las visitas dentro del espacio del Q’eswachaka, restringiendo el paso al área de rituales y pidiendo que los visitantes se presenten previamente a las autoridades, para que su presencia sea lo menos intrusiva posible.
Un grupo de actores que hoy en día ha establecido una nueva relación de asistencia con las poblaciones del distrito de Quehue son el Estado nacional y las instituciones privadas. Se parte del hecho, ya relatado en la segunda parte de este libro, de que se trata de poblaciones que sobreviven en una situación de pobreza extrema y suelen estar excluidos de los proyectos de desarrollo dispuestos por las ONG que operan en la provincia de Canas, interesadas en áreas de economía más dinámica y con más posibilidades de crecimiento.
La Dirección Desconcentrada de Cultura (DDC) de Cusco del Ministerio de Cultura ha mantenido una relación duradera y activa con las poblaciones del distrito de Quehue, estando siempre presente en los días del levantamiento del puente. Desde 1989, realiza una labor asistencial con el objetivo de ayudar a que se mantengan las condiciones para la salvaguardia del Q’eswachaka como patrimonio cultural. Asimismo, la DDC- Cusco ha diseñado un plan piloto de salvaguardia del patrimonio inmaterial enfocado a todo el universo cultural tradicional de las cuatro comunidades del distrito de Quehue. Este plan cuenta con cuatro niveles de acción: la identificación de los saberes y conocimientos del calendario agrofestivo; el trabajo con el sistema educativo y el personal docente para incluir como tema de enseñanza el patrimonio cultural local y la necesidad de protegerlo; la capacitación y fortalecimiento de capacidades sobre los conocimientos tradicionales en los rubros de textilería, técnicas productivas, medicina y gastronomía, contribuyendo a la visibilización del patrimonio por parte de sus detentadores; y el rescate del aspecto espiritual de esta identidad. Este plan se realiza en diversas labores simultáneas. El registro del patrimonio cultural es labor de antropólogos de campo, mientras se han dado ya talleres de revaloración del patrimonio cultural inmaterial en las cuatro comunidades del distrito.
La labor asistencial de la DDC-Cusco ha contado recientemente con la colaboración de entidades muy distintas de las que se han ocupado continuamente de los programas de desarrollo en la región. En los últimos años entraron a escena el Banco Interamericano de Finanzas-BANBIF y el Plan COPESCO Nacional, entidades que, desde el año 2012, han contribuido con donaciones de ropa y alimentos y con una retribución económica que es repartida en partes iguales, por los presidentes de cada comunidad, a los pobladores de las cuatro comunidades de Quehue que participan en la construcción del Q’eswachaka. Aunque este pago es ciertamente un aliciente para la participación, termina siendo un beneficio más bien simbólico, toda vez que la presencia de la población en la construcción del puente es masiva. Así también, la ONG Worldvision ha empezado con una labor de mejora de infraestructura del distrito, apoyando la construcción de casas rurales mejoradas, asesorando respecto de los materiales y su uso, y que son financiadas a partes iguales por el banco y por el gobierno comunal.
La reproducción de una obra como esta depende en mucho de un equilibrio, que demuestra ser delicado, entre las comunidades, autoridades, detentadores de conocimiento, promotores del Estado y, actualmente, el sector privado. Se han implementado iniciativas recientes de llevar a los chakaruwaq de Quehue a otras localidades a reproducir la misma labor de la construcción de puentes, en sitios como Pucayacu, Áncash, como parte de la recuperación de una zona arqueológica,[57] o en Andahuaylillas, Cusco, iniciativa que ha causado protestas entre algunos pobladores de Quehue que consideran que se está desvirtuando con ello los fines de este conocimiento nativo que, no es perezoso recordarlo, está relacionado con una geografía local deificada.
Q’eswachaka, cuerpo y memoria de Quehue
El Q’eswachaka es en la actualidad un vehículo de colaboración mutua, rasgo típico de la organización del trabajo en las faenas andinas, que reúne por unos días a las cuatro comunidades del distrito de Quehue en la reconstrucción de esta obra. Sin embargo, también es cierto que en la labor existe un importante nivel de competencia que no debe pasar desapercibido. Desde el recojo del material base hasta la culminación del puente, cada comunidad se esfuerza en terminar su labor en el tiempo determinado y de la mejor manera.
La preeminencia de Huinchiri en la construcción del puente —se encuentra presente en todos los días de construcción del puente y también en el componente ritual, donde es la comunidad protagónica— se contrapesa de este modo en el esfuerzo que cada colectividad del distrito pone en esta empresa. La construcción de este puente hace del distrito de Quehue un solo cuerpo, conformado por cuatro comunidades campesinas legalmente reconocidas. Esto afecta también la distribución de las donaciones, que en un inicio favorecían a Huinchiri, pero que actualmente son distribuidas por igual entre las cuatro comunidades. Un comunero de Choccayhua, comunidad cuya misión es elaborar el piso de ramas que se colocará en el puente, se vale de una acertada metáfora para describir al Q’eswachaka como un cuerpo viviente:
El puente es como un cuerpo humano, tiene brazos, cabeza, cerebro, así parecido. El piso es pampa o sea chakaq pampa, o sea el piso es para caminar, si no hay piso nadie puede pasar.
Leonardo Janampa Torres, comunidad de Choccayhua, 8 de junio del 2012.
Tras largos años de postergación, el interés puesto por actores tan diversos como investigadores y académicos, el Estado y el capital privado, ha sacado a las comunidades de Quehue del anonimato y las coloca como el principal detentador de una tradición única. Es notoria la actual conciencia de que con la renovación del puente, se está manteniendo un bagaje cultural cuyo origen no puede determinarse en el tiempo y que se espera se reproduzca en las generaciones futuras. Para el chakaruwaq Victoriano Arizapana, en esto radica la importancia de su labor:
Mi abuelo Juan Huanca también ha trabajado en lo mismo, luego mi papá Eduardo Arizapana, luego yo le sigo como hijo. Luego Cayetano hace un buen pago, ofrece el quintu a la Pachamama para que no pase nada. Yo desde pequeño ya hacia esta labor, a los catorce, trece años yo ya sabía, porque mi padre me ha enseñado.
Yo de pequeño ya ayudaba a mi papá desde el frente, luego ya nos encontrábamos en el medio, y así poco a poco avanzaba; hasta ya pensaba ganarle. Ahora yo agradezco a mi padre por sus enseñanzas. Ya son aproximadamente treinta años que me dedico a esta labor, manteniendo como una tradición el Q’eswachaka; además, fui a Lima a recibir un reconocimiento representando a la comunidad de Huinchiri y por todo esto le digo gracias a mi papá.
Chakaruwaq Victoriano Arizapana, comunidad de Huinchiri, 10 de junio del 2012.
Puente Q’eswachaka en la actualidad.
Si bien el puente Q’eswachaka identifica a las comunidades del distrito de Quehue con la ascendencia inca, otra presencia importante en la memoria colectiva —estrechamente relacionada con la historia de las revoluciones nativas de la región— es la rebelión de Túpac Amaru. Esta presencia, acrecentada por la simbología tupacamarista de la Reforma Agraria, permite a los pobladores reconocerse como parte de esta historia, los inscribe en una geografía y en una narración a través de la memoria, tal como se manifiesta en los relatos contados sobre los mismos apus patronos. Con lo que la historia, en lugar de ser un simple recuento del pasado, es parte de la vivencia actual de los pueblos de Quehue. La historia local, incluso de períodos sobre los que existe documentación accesible, es contada por los apus a la población a través del paqo:
Yo no sé la historia, pero los apus nos dictaron. Antes de la llegada de los españoles, los incas pensaban que iban a venir los contrarios y pensaron hacer un puente natural de piedra. Pero los demás incas pensaban que después del paso de los años iban a venir nuestros contrarios y entre ellos comentaban “dicen que van a venir a matarnos”.
Con esos pensamientos, los incas deciden hacer un puente de paja, de q’oya, como no había ningún puente sobre el río Apurímac, cuando cortamos de ambos lados no van a pasar. Con este motivo los incas han construido con q’oya, con q’eswa. Yo no sé la historia pero los apus nos han contado así.
Chakaruwaq Victoriano Arizapana, comunidad de Huinchiri, 9 de junio del 2012.
Como una obra histórica de nuestros abuelos incas que enseñaron a la gente de aquí del Cusco, porque este lugar es la cuenca de Túpac Amaru. Si caminaríamos unos kilómetros de la otra banda ahí está la comunidad de Surimana, su capilla, su casa, ahí nació Túpac Amaru, ahí ha vivido hasta los treinta años. Entonces por ahí es siempre el lugar del inca, porque Túpac Amaru fue el último inca en el Perú.
Leonardo Janampa Torres, comunidad de Choccayhua, 8 de junio del 2012.
El puente de Q’eswachaka, último representante de una tecnología de antiquísima trayectoria, mantenida hoy en día por los descendientes de la civilización originaria que les legó tal herencia, fue declarado Patrimonio Cultural de la Nación por Resolución Directoral Nacional N.° 1112 del 5 de agosto del 2009. Tras una larga gestión de parte del Ministerio de Cultura y de las comunidades de Huinchiri, Chaupibanda, Ccollana Quehue y Choccayhua, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), reunida en Bakú, Azerbaiyán, durante la octava reunión del Comité Intergubernamental para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial, del 5 de diciembre del 2013, inscribió los conocimientos, técnicas y rituales vinculados a la renovación del puente inca, elaborado con fibras vegetales, en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Como dato excepcional, en la ceremonia de reconocimiento estuvieron presentes dos constructores de puentes, los responsables principales de la renovación anual del Q’eswachaka, Victoriano Arizapana y Eleuterio Callo; y el paqo que preside los rituales de propiciación celebrados durante el proceso de renovación del puente, Cayetano Ccanahuire. La importancia de este evento radica en la consideración hacia los verdaderos detentadores de la tradición y responsables por su continuidad, y en segundo lugar en la trascendencia del aspecto puramente técnico de la construcción del puente, considerando su honda dimensión cultural y los rituales de ofrecimiento hechos
no solo a los cerros de la región, sino al mismo puente como un apu más. Recordando este hecho, refiere el chakaruwaq principal:
El trabajo lo hemos hecho con sudor, con la fuerza, tenemos maltratadas las piernas también; los del frente (de Ccollana Quehue) también están maltratados, mis manos también están rasmilladas. Esto estamos haciendo para el reconocimiento del Q’eswachaka a nivel mundial. Es como un monumento que estamos manteniendo los de Huinchiri.
Nosotros hemos trabajado con mucha fuerza, hemos jalado y me siento satisfecho después de haber terminado. Yo alabo a los visitantes con todo mi corazón, como ingeniero andino, yo soy Victoriano Arizapana, reconocido a nivel nacional.
Chakaruwaq Victoriano Arizapana, comunidad de Huinchiri, 9 de junio del 2012.
El puente de Q’eswachaka reúne, pues, diversos significados. Es un representante corpóreo de las comunidades del distrito de Quehue; es el espacio del reencuentro periódico de sus constructores en un tinku de carácter amistoso, dentro de un espíritu de competencia que permea otras manifestaciones culturales de la región; es una fuente y expresión viva de su memoria histórica y es, en fin, una expresión del patrimonio cultural inmaterial, reconocida por el Estado nacional y por la UNESCO,[58] de cuyo bagaje son detentadores y responsables como descendientes de los antiguos ayllus de Quiui, una rama del grupo étnico originario kana.
CAPÍTULO V
Q’ESWACHAKA. INGENIERÍA Y TRADICIÓN ANDINA
El puente Q’eswachaka está ubicado sobre un tramo del río Apurímac, cuyo lecho en este lugar está a una altitud aproximada de 3,700 metros sobre el nivel del mar.[59] Tiene una extensión de 28 metros, un tablero de 1.20 metros de ancho y se anuda en grandes bases de piedra que se yerguen en cada extremo de la quebrada. La segunda semana de junio de cada año, cerca de mil personas de las comunidades campesinas contiguas al puente (Huinchiri, Chaupibanda, Choccayhua y Ccollana Quehue) se reúnen con el propósito de reponerlo, construyendo todo un puente nuevo y desechando el del año anterior. El puente nuevo conserva las características de la estructura antigua, usando los mismos materiales y técnicas especializadas. La organización colectiva de la construcción, a cargo de expertos del lugar, proviene del conocimiento especializado y las técnicas tradicionales que se han transmitido de generación en generación.
Antiguamente, el Q’eswachaka era el único medio de comunicación entre las comunidades vecinas y su buen estado de conservación era crucial para su estilo de vida. A pesar de que en la actualidad su utilidad como vía de paso sea relativa, su renovación anual es un evento significa-
tivo que involucra a todas las familias de las comunidades referidas. Esta renovación se realiza bajo la modalidad de la mink’a o minga, una forma andina de trabajo colectivo no remunerado que tiene como finalidad obtener beneficios comunes. Desde tiempos remotos, muchas de las actividades productivas que se realizan en los Andes se basan en este antiguo sistema de reciprocidad. Entre otras actividades, la mink’a se emplea en la cosecha de papas y maíz, en la limpieza de canales de irrigación o, cuando es necesaria una mayor cantidad de mano de obra, en el techado de alguna iglesia o casa.
Ubicación del puente Q’eswachaka sobre el río Apurímac en el distrito de Quehue. A casi cien metros se construyó un puente de metal en la década de 1960.
La construcción de un nuevo puente
Para el caso de la renovación del puente Q’eswachaka, cada familia de la comunidades aledañas tiene la obligación de fabricar una larga soga hecha de una fibra vegetal llamada q’oya (Festuca dolichophylla), una gramínea que crece en las zonas altas y húmedas de las punas y pertenece a la misma familia del ichu. Los comuneros van en búsqueda de este tipo particular de paja, ya sea de forma individual, familiar o grupal. Cada año deben recorrer distancias cada vez más extensas para encontrar esta resistente materia prima, ya que al parecer está tendiendo a escasear en la zona.
Antes del segado de la q’oya, los comuneros se reúnen para acullicar (chacchar) hojas de coca, como preludio a toda actividad a realizarse durante el día. Se trata de un momento íntimo en el que se conversa y se comparten experiencias y anécdotas, además de ofrecer frutos de su trabajo a los apus o entidades tutelares de esta zona. Después de ser cortada, la q’oya es envuelta en grandes atados y llevada por los comuneros sobre sus espaldas hacia las casas, donde se tiende al sol durante todo el día para que se seque. Al siguiente día, después de acullicar las hojas por la mañana, los manojos de paja son chancados con piedras, adquiriendo la flexibilidad necesaria para la confección de largas soguillas sin perder resistencia. Una vez mullida, la paja se remoja en agua y está lista para convertirse en q’eswa, una soguilla que es el insumo principal para la construcción del puente colgante y de la cual obtiene su nombre.
Cada familia está comprometida a proporcionar una q’eswa de 40 brazadas de largo (alrededor de 70 metros), por lo que el trabajo de fabricación puede tomar varios días. Las fibras de q‘oya son torcidas y trenzadas entre sí utilizando las manos, una técnica que no ha variado en cientos de años y que los comuneros transmiten de generación en generación mediante la participación de los niños en esta actividad. A medida que su tamaño crece, las q’eswas son estiradas para comprobar su firmeza, pues la fortaleza del puente depende de la elaboración adecuada de estas soguillas. En algunos casos, este trabajo es realizado de forma grupal y en un clima de algarabía, compartiendo viandas e incluso una tradicional watia, improvisado horno de tierra, muy popular en las comunidades de altura. Una vez terminada la faena, las soguillas se enrollan y se guardan hasta el primer día de actividades para la construcción del nuevo puente.
Primer día. Encuentro de comuneros y la elaboración de las grandes sogas
Durante el Tawantinsuyu, el mantenimiento y renovación de los caminos y puentes se encontraba a cargo de las poblaciones circundantes, las que cumplían dicha labor organizadas en faenas comunales con alto contenido de ritualidad y donde reafirmaban sus vínculos de solidaridad y pertenencia. Esta tradición se ha mantenido en la zona de Quehue a pesar del paso del tiempo, así como la práctica de realizar actos festivos y rituales en cada etapa de la reconstrucción anual del Q’eswachaka.
La reposición del puente se empieza un jueves y culmina el sábado de la misma semana. Antes de iniciar cualquier labor, y como es usual en las poblaciones altoandinas, se practica un ritual ancestral con el propósito de rendir culto a las antiguas entidades tutelares de la zona. Un oficiante, llamado paqo, realiza una ceremonia a la Pachamama o madre tierra en una mesa ritual, donde simbólicamente le entrega una serie de productos de alta carga simbólica como ofrenda. Asimismo, durante este ritual el paqo se dirige a los apus locales, montañas tutelares sagradas, solicitando permiso para el trabajo, así como protección para los comuneros que participarán en la faena, la construcción adecuada del puente y su feliz culminación.
Los principales productos en la mesa ritual son hojas de coca, mazorcas y granos de maíz, vino servido en un vaso de madera tradicional o qero, cigarrillos, un feto de llama y varios huevos de gallina. Esta mesa se despliega en una de las orillas del puente y se mantiene durante toda la jornada y a lo largo de los tres días que dura la renovación. Un poblador local, don Cayetano Ccanahuire, es en la actualidad el único paqo autorizado para realizar el ritual pues, además de ser comunero de Huinchiri, heredó esta función de su padre. El paqo y un grupo de ayudantes que se sientan alrededor de él encienden una fogata hecha de bosta y paja cerca de la mesa ritual y queman de a pocos los productos que, a manera de regalos, ofrendan a la Pachamama y a los apus. Ellos explican que la fogata es la boca de la madre tierra y que, por medio del humo de la hoguera, las montañas reciben y consumen los productos ofrendados.
Mientras tanto, los miembros de las cuatro comunidades participantes se distribuyen en ambas márgenes del río, donde las autorida-
Primer día. Los comuneros fabrican q’eswa con las q’oya que han traído.
des comunales verifican la entrega de una q’eswa por cada comunero en representación de su familia. Hacia el mediodía, comienza la labor de estirar y entrelazar las soguillas para formar con ellas sogas medianas llamadas q’eswaskas. Solo los hombres participan en esta labor, mientras que las mujeres y los niños se ubican en los alrededores fabricando más q’eswas que servirán luego para completar las demás sogas empleadas en el puente. Las q’eswas son extendidas sobre el suelo en grupos de treinta o cuarenta, se amarran en un extremo y se giran tirando de los extremos para entrelazarlas formando las q’eswaskas. Esta labor es acompañada con algazara de los comuneros, ya que al estirar las q’eswaskas se da una suerte de competencia de fuerza. Al grito de “¡chutay!” (¡tiren!), las sogas son estiradas lo más posible para asegurarse de que, luego de colocadas en el puente, no cedan ante la presión del peso que soportarán.
Los comuneros fabrican en total catorce sogas medianas o q’eswaskas. Una vez completadas, se toman tres de ellas y se trenzan formando sogas más gruesas llamadas duros o turus. Desde uno de los extremos de la soga, uno de los comuneros realiza esta labor con las manos y los pies, y, en el momento en que se cansa, es reemplazado por otro, y así sucesivamente hasta llegar al otro extremo. Se fabrican en total cuatro grandes duros que compondrán el tablero del Q’eswachaka. Por otro lado, con dos q’eswaskas entrelazadas se forman unas sogas grandes llamadas maki (“mano” en quechua). Los makis se usan como pasamanos y baranda del puente. Una vez hechos las makis y los duros, estos también son estirados a manera de competencia por grupos de comuneros tirando de los extremos.
Las comunidades participantes se reparten esta labor, de modo que la de Ccollana Quehue fabrica un duro y un maki, la de Huinchiri fabrica dos duros, la de Chaupibanda fabrica un duro y un maki, y la de Choccayhua se encarga de elaborar la cubierta del puente y proporciona los cayapos, varas de madera que sirven para estabilizar el tablero del puente. Al finalizar el día, los comuneros llevan en sus hombros las grandes y pesadas sogas hasta la orilla del puente antiguo y las dejan allí hasta la mañana siguiente.
Segundo día. Instalación de la estructura básica del nuevo puente
En la mañana del segundo día, el paqo dispone nuevamente la mesa de ofrendas. Algunos comuneros entregan uno que otro producto como ofrenda, como cigarrillos o bebidas, para que el oficiante interceda a favor
Durante los tres días que dura la construcción del puente se hacen pagos a la Pachamama y a los apus para que la labor se pueda realizar.
de ellos durante la ceremonia propiciatoria. Luego de recibir la autorización de la Pachamama y de los apus, comienza la instalación de los duros y los makis elaborados el día anterior. Llegado este momento, uno de los comuneros atraviesa el puente viejo con una larguísima q’eswa atada a la cintura, soguilla que servirá para trasladar insumos de una orilla a otra cuando el puente viejo sea botado y para transportar una cuerda muy resistente que permitirá acarrear los duros y los makis. Cuando ya se ha establecido una vía segura de traslado entre ambas orillas, el puente del año anterior se corta y se deja caer sobre el río Apurímac.
Es necesaria la fuerza de muchos comuneros para atar adecuadamente las grandes sogas en los estribos de cantería del puente, y algunos comuneros mayores suelen guiar el trabajo de los jóvenes, transmitiendo sus conocimientos a los menores. Al mediodía se hace un descanso y se comparte las viandas traídas. Mientras tanto, y como parte de la división de labores, los pobladores de Choccayhua se reúnen en una zona alta de la quebrada para fabricar un tapete que cubrirá el piso del puente. Para esto tradicionalmente utilizan ramas y hojas de árboles del lugar, las que son unidas cuidadosamente usando también q’eswas. La elaboración de
Segundo día. Es necesaria la participación de gran cantidad de comuneros para estirar y atar las sogas a los estribos de cantería del puente.
este largo tapete toma todo el día y, una vez culminado, es enrollado y trasladado cerca del puente para ser colocado sobre el mismo al finalizar la tercera jornada. Hacia el final de la tarde del segundo día, los duros y los makis están ya firmemente sujetos a los estribos del puente y los comuneros se retiran a sus hogares para reponerse de la intensa jornada.
Tercer día. Los chakaruwaq tejen el puente
El chakaruwaq o “hacedor de puentes” es el portador de los saberes técnicos especializados para el tejido del puente, conocimientos tradicionales que se han venido transmitiendo hasta nuestros días a través de muchas generaciones. Victoriano Arizapana Huayhua y Eleuterio Callo Tapia son, desde hace más de dos décadas, los chakaruwaq encargados de la construcción del puente. Así, a los catorce años de edad, don Victoriano aprendió de su padre los secretos del tejido y, siguiendo la tradición, solo puede transmitir estos conocimientos en el seno de su familia. Su labor ya había empezado desde el primer día de la reposición anual, dirigiendo con atención cada una de las acciones de los comuneros y ayudando, en caso sea necesario, en la fabricación de los duros o en el amarre de las sogas a las estructuras de piedra.
En este tercer día de construcción, los chakaruwaq se reúnen temprano en la mesa de pago ritual y, luego de recibir a través del paqo el necesario permiso de la Pachamama y de los apus, empiezan la delicada y arriesgada tarea de tejer el tablero del puente, uniéndolo con q’eswas a las barandas o pasamanos (makis). Luego de comprobar la firmeza de la estructura de sogas colocada el día anterior, el maestro Arizapana se sienta sobre la base del puente e inicia el tejido, apoyado por dos comuneros quienes le van suministrando q’eswas y cayapos. Los cayapos, como se ha dicho, son largas varas de madera, que se usan como travesaños del piso del puente y son colocados por los chakaruwaq cada cierto tramo del tablero.
Don Victoriano empieza la confección de la cubierta desde una de las orillas, mientras don Eleuterio hace lo propio desde la orilla opuesta. Luego de varias horas, ambos maestros se encuentran en el medio del puente, a una altura de aproximadamente quince metros sobre el lecho del río. Cuentan los lugareños que antes no había dos sino un solo tejedor de puentes, quien debía trabajar hasta el anochecer.
Tercer día. Los chakaruwaq suelen terminar la construcción del puente hacia la mitad de la tarde.
Ambos tejedores se encuentran a la mitad del puente, concluyendo así su labor.
Ambos tejedores complementan su labor y la culminan hacia la mitad de la tarde. Cuando se termina con la faena, los chakaruwaq se ponen de pie y gritan “¡haylli!”, expresión quechua de triunfo o victoria, retirándose luego para que un grupo de comuneros pueda extender, sobre el tablero del puente, el tapete de ramas y hojas preparado con anterioridad. En los extremos del nuevo puente esperan las autoridades o personajes principales, quienes serán los primeros en atravesar el renovado Q’eswachaka. La reposición del puente culmina entre aplausos y felicitaciones. Al día siguiente se realiza un festival con bailes tradicionales de la región, en el cual hombres, mujeres y niños de todo el distrito de Quehue disfrutan de la música y de la comida local.
* * * * *
La persistencia en nuestros tiempos de una obra como esta, renovada anualmente por las poblaciones del distrito de Quehue, es un testimonio viviente no solo del valor y utilidad de los logros de una civilización en los planos del conocimiento y la tecnología andinos, sino de una cultura
y una forma de organización que han sabido reproducirse, sobrepasando duras condiciones de vida y graves conflictos sociales, adaptándose a un medio de posibilidades más bien escasas, a lo largo de siglos de experiencia.
Victoriano Arizapana al finalizar su trabajo. Desde hace más de dos décadas, es uno de los chakaruwaq encargados de la construcción del puente.
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La plaza del antiguo trazado inca constaba de dos secciones, separadas por el río Huatanay. La Hauk’aypata era la plaza ceremonial, rodeada de los edificios más importantes de la administración y la religión oficial, mientras que en la otra plaza, llamada Cusipata, se concentraba la población llana o hatunruna, como partícipe en las ceremonias; esta última era también el espacio para los mercados o catu, que se celebraban periódicamente en la ciudad. La administración colonial lotizó y cubrió con edificaciones esta parte de la plaza, convirtiendo la antigua Hauk’aypata en la Plaza de Armas, cuyo trazado fue proyectado sobre los antiguos recintos cusqueños, como aún permanecen hoy en día (ver Angles 1988: 74-87; Rostworowski 1983: 83). ↑
El término anti refiere al sol naciente (dirección este). ↑
La extensión del Antisuyu ha sido objeto de controversia, dado que se suele identificar al poblador amazónico como el anti, lo que incluiría a los pobladores de la región norte de los actuales departamentos de San Martín, Amazonas y la ceja de selva ecuatoriana. ↑
Los nombres de los caminos longitudinales, tanto de sierra como de costa, son términos acuñados por el proyecto Qhapaq Ñan del Ministerio de Cultura. ↑
Puede decirse lo mismo de las actividades colectivas, llamadas “faenas”, que se practican actualmente en las comunidades andinas, aunque exceden largamente el aspecto puramente laboral para convertirse en una actividad compleja que une elementos rituales, festivos y lúdicos, incluso con una fuerte carga emotiva. ↑
Se usa aquí la escritura utilizada por Hyslop (1992). ↑
Guamán Poma (1980 [1615]: 66) menciona en el acápite sobre las armas del inca una serie de localidades o pequeños reinos que formaban parte de esta aristocracia cusqueña, fuera de la ciudad del Cusco. Algunos de estos nombres se mantienen hoy en las toponimias. La relación del cronista incluye a Anta ynga (Anta), Caca Guaroc ynga, Quiuar ynga, Masca ynga, Tanbo ynga, Lari ynga, (Lari), Equeco, Xaxa Uana ynga, Uaro Conde ynga (Huaroconde), Acos ynga (Acos), Chilque ynga, Mayo ynga, Yana Uara ynga (Yanahuara), Cauina ynga (Cavina, en el valle del Vilcanota) y Quichiua ynga (Quichiua, cerca de Abancay y Curahuasi, en Apurímac). Esta aristocracia de privilegio, aliada de los incas en la guerra contra los chanka, fue una fuerza importante en la administración del naciente Tawantinsuyu, adjudicándose cargos específicos y, aunque mantenía sus trajes distintivos, tenía la potestad de llevar algunas insignias de la aristocracia cusqueña, como las orejeras (Sillar y Dean 2002: 252) Ver también Rowe (1976: 189-190). ↑
Apu: señor. Allikaq: (=ascendido) persona ascendida por sus méritos. Kamachikuq:autoridad local menor. Hatunruna: varón adulto y casado (definiciones tomadas de Guamán Poma 1980 [1615], tomo III, glosario). ↑
Guamán Poma hace referencia explícitamente a cinco “Cuscos” en su capítulo sobre las Ordenanzas del Inca: “Mandamos que ayga otro Cuzco en Quito y otro en Tumi (Pampa) y otro en Guanoco (Pampa) y otro en Hatun Colla y otro en Charcas y la cauesa que fuese el Cuzco y que se ajuntasen de las prouincias a las cauesas al consejo y fuese ley” (Guamán Poma de Ayala 1980 [1615]: 161-162). ↑
Ushnu: plataforma de piedra coronada por un asiento, ubicada en la plaza central de los centros administrativos de diversa categoría, desde donde la pareja gobernante presidía las ceremonias públicas, en especial las que implicaban libación ritual. El ushnu más conocido está hoy en el complejo de Vilcashuamán (Ayacucho), tiene forma piramidal; en Huánuco Pampa, adopta la forma de una plataforma simple. Normalmente construidos con mampostería de piedra, podían ser labrados igualmente en la piedra viva, como los que sobreviven hoy en el complejo de Sacsayhuaman, Cusco, y en Yunguyo, Puno. Existe una categorización más completa en Monteverde (2010). ↑
Huanca: piedra sagrada de gran tamaño asociada a los mitos de origen de una comunidad. A veces se le identifica como su mismo ancestro y otras como su representación directa (especialmente, cuando tiene una forma similar al apu considerado origen de un pueblo). ↑
Huaca (quechua, wak’a): lugar u objeto de carácter sagrado concebido como una presencia corpórea de un ancestro mítico o una entidad divina de carácter creador u ordenador con el que se establece una relación de adoración y respeto. El término huaca podía designar a un hecho geográfico como una montaña, una laguna, una cueva o un ojo de agua. También definía el carácter sagrado de un cuerpo momificado, de una piedra (como la illa) o de una construcción religiosa —que es la acepción más difundida en el lenguaje cotidiano actual—. ↑
Distrito de Carania, en la provincia de Yauyos, Lima. ↑
Después de la Conquista se introdujeron especies como el capulí (Prunus serotina), que también podían ser usadas para la elaboración de cables (Gade 1972: 97-98). ↑
Esta celebridad llegó a la literatura de ficción. La novela del norteamericano Thorton Wilder, El puente de San Luis Rey (The Bridge of San Luis Rey, 1927), inicia con una tragedia ocurrida en el puente más importante en el camino de Lima a Cusco el año 1714, que se rompía cuando era cruzado por cinco personas. Un sacerdote franciscano, testigo del hecho, consideró que el accidente debía tener una explicación teológica, razón por la que se embarca en una investigación de la vida de las víctimas, un artificio literario para que el lector conozca el drama particular de cada uno de estos personajes. El puente termina siendo, en las palabras finales de la novela, una metáfora del amor que une al mundo de los vivos con el de quienes han partido y son recordados por aquellos. El autor se toma libertades con la geografía y la historia, incluyendo la mención a personajes realmente existentes como Micaela Villegas (llamada Camila por el autor) y su amante, el Virrey Manuel de Amat y Juniet, en el escenario de una Lima conservadora, frívola y decadente. La novela ha conocido hasta hoy tres adaptaciones cinematográficas, en 1929, 1944 y 2004. ↑
Según la clasificación de Javier Pulgar Vidal, corresponde a la altitud suni. No obstante, hay algunas zonas de la región que alcanzan los 4,800 metros. ↑
Fuentes: INEI, Datos del Censo de Población y Vivienda 2007. MINEDU, Censo de Talla Escolar 2005; PNUD, Informe del Desarrollo Humano 2006. ↑
Arariwa: guardián / vigilante de huertos. Observador del clima y sus efectos en el año productivo, a partir de la interpretación de los indicadores culturalmente determinados, como la presencia, la actitud y el sonido de los animales, el viento o los astros. ↑
Aunque este es un problema muy intenso en la región, en los últimos años ha disminuido gracias a la organización de las rondas comunales. ↑
Contrariamente a lo que se ha dicho muchas veces, los casos de ajusticiamiento popular son excepcionales y responden a coyunturas históricas precisas como el levantamiento popular contra el Estado o el gamonalismo, como se verá más adelante. Las consecuencias de costumbres como el tinku tampoco son llevadas al sistema judicial. ↑
Esta teoría, propuesta inicialmente por Alfredo Torero (1964, 1984, 1987 y 2002) y complementada por Rodolfo Cerrón-Palomino (2000a, 2000b), ha sido puesta en cuestión por investigaciones recientes, que señalan que no hay indicios de tales oleadas migratorias, y que una expansión de tales proporciones debía responder a factores de peso, los cuales se encuentran no en los períodos intermedios de desarrollo regional, sino en los de expansión de una sociedad o cultura particulares, que marcaron a toda o parte de la región andina, conocidos como horizontes. Antes de la expansión inca, estos han sido el Horizonte Medio, asociado a la expansión política Wari, y el Formativo Medio, asociado a la difusión cultural de Chavín de Huántar. La expansión Wari, hacia el norte a partir del 800 d.C. habría sido el factor del desplazamiento del aymara de su territorio original, que se situaría no en la sierra sur de Lima sino en un espacio más amplio, que incluye al área de extensión de la cultura Nazca y su área de influencia en Ayacucho. Más aún, Heggarty y Beresford-Jones (2010) proponen que la primera expansión del aymara es mucho más antigua, con la influencia cultural de Chavín de Huantar, siendo su área originaria de expansión, por tanto, la sierra y costa norte, en el primer milenio antes de Cristo. ↑
Hemos tomado esta denominación de Glave (1989), y con ella nos referiremos a la etnia prehispánica cuyos descendientes conforman la población de la actual provincia de Canas. ↑
La diferenciación étnica entre Canas, Canchis, Quispicanchi y Collas no se manifiesta por lo pronto en los restos de cultura material analizados por la arqueología. “Se observan grandes similitudes en la organización del asentamiento, forma de las viviendas, estilos de cerámica y prácticas funerarias, lo cual puede demostrar un grado considerable de similitud cultural a través de la región” (Sillar y Dean 2002: 231). ↑
Adaptando la fonética de las lenguas indígenas al castellano, el nombre del ayllu Checca queda consignado como Checa en los documentos vierreinales. La recuperación del nombre original corresponde al período republicano. ↑
“Después de haber los españoles ganado al Cuzco con más de tres años y haber los sacerdotes y caciques alzado los grandes tesoros que todos estos templos tenían, oí decir que un español llamado Diego Rodríguez Elemosín sacó de esta guaca [Ancocagua] más de treinta mil pesos de oro; y sin esto se ha hallado más, y todavía hay noticia de haber enterrado grandísima cantidad de plata y oro en partes que no hay quien lo sepa, si Dios no, y nunca se sacarán si no fuera acaso o de ventura” (Cieza 2005: 364). ↑
Esta aseveración, que es recurrente en la literatura etnohistórica, debe ser de todos modos matizada. La distribución étnica permaneció en ocasiones en formas insospechadas, no solo en la permanencia de los ayllus originales con sus nombres, sino en algunas manifestaciones culturales, de lo cual existen ejemplos en las actuales provincias de Canas, Canchis, Chumbivilcas y Espinar. ↑
Pero existía además otra causa para esta baja demográfica: eludir el posible trabajo en forma de tributo en las mitas. Para ello, la opción más socorrida fue la migración temporal de la población tributaria a otras regiones, en calidad de forasteros o personas sin tierra al interior de las unidades indígenas, no siendo sujetos de tributación. Además, el circuito comercial potenciado por la minería del Potosí implicaba una fuerte demanda de animales de carga y transporte en las alturas, una necesidad que favoreció la estrategia del usufructo de tierras comunales de los indígenas que habían migrado en calidad de forasteros, pagando una renta a los caciques locales y a los jefes de sus propias comunidades. Tal realidad no aparecía, por supuesto, en los informes de funcionarios coloniales, que solo entendían del registro de tributario y el cobro de impuestos.Asimismo, la legislación colonial eximía de la mita a las autoridades principales, a miembros de la iglesia y los oficios como zapatero, herrero y tintorero. En algunos centros poblados menores, esta política redujo la población tributaria a unas 25 personas. Incluso se registraron localidades sin tributarios y autoridades ausentes. Era lógico que la administración colonial buscara impedir a toda costa la migración y creara una serie de presiones institucionales para mantener la mano de obra en sus lugares de origen. Este sistema duró hasta la década de 1720, cuando el cobro de tributos a la población nativa fue reorganizado. ↑
Es decir, de un territorio con ocupación humana, poniendo énfasis en las toponimias, la topografía, el clima y los grupos humanos que en él habitan. ↑
Follajes: botones y colgantes de plata con que se abotonaban los calzones en la parte baja. ↑
Escafio: especie de banco con respaldo, con anchura suficiente para el uso de tres o cuatro personas. ↑
Glave (2000) hace un recuento detallado del conflicto al interior del corregimiento de Tinta, con sus actores y eventos durante el año 1780, que precedieron a la ejecución del corregidor en noviembre de ese año. ↑
Las donaciones o cofradías eran uno de los medios privilegiados por el cual las poblaciones indígenas lograron crear un referente de identidad, ya que gracias a ellas podían mediar con los poderes políticos y eclesiásticos. En esta organización, una comunidad se adscribía al culto de un santo representativo, al cual destinaba sus recursos, tanto los de la comunidad misma, incluyendo el trabajo organizado según sus antiguas formas de reciprocidad, como los particulares, entre ellos la propiedad de predios que se legaban a la cofradía para financiar obras pías (Glave 2000: 66-67). Las autoridades indígenas que asumían rotativamente el cargo de alférez de las fiestas alrededor del santo de la devoción comunal —y podían en ↑
Ver La Rebelión de Túpac Amaru, volumen 2-La Rebelión, de la Colección Documental de la Independencia del Perú (CDIP), que reproduce documentos oficiales y cartas de los implicados en el levantamiento, con los que puede reconstruirse el desarrollo y espacio donde se produce la rebelión. Lima: Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1971, tomo 2. ↑
Este testimonio, como los que siguen, fueron obtenidos de primera mano durante la construcción del puente de Q’eswachaka del año 2012. La mayor parte de ellos, como el que presentamos aquí, fueron relatados en quechua y traducidos por la antropóloga Marleni Martínez Vivanco. ↑
Artículo de Luis Nieto en un Suplemento Especial del diario La República, domingo 12 de agosto de 1984, mencionado en Valencia Espinoza (1992: 35). La referencia a elementos de violencia irracional nos recuerda otro hecho de esta época, la masacre de Ucchuraccay de enero de 1983, en cuya interpretación se retrató a los pobladores rurales como mentalmente aislados y dominados por temores atávicos e irracionales, antes que considerar la situación concreta que se vivía en las zonas de emergencia. ↑
Remy (1991) es quien, de todos ellos, ofrece una visión crítica de tales interpretaciones, como producto de una mirada exótica en la representación del hombre andino. ↑
El significado de ambos vocablos es “encuentro”. Tinkuy es la expresión quechua, mientras que tupay proviene del castellano toparse. Se trata de una forma ritualizada y formal de encuentro de dos bandos, organizada en un marco festivo.El término tinku define el encuentro y unión entre dos cosas equivalentes. Gonzales Holguín traduce tinku como “unión de dos cosas”, el verbo tinkuni como encuentro de una cosa con otra y tinkumayo como unión de dos ríos. Pero también lo define como división entre dos cosas unidas, ambigüedad que se corresponde a la dualidad propia del ordenamiento social andino (ver Molinié 1999: 125). ↑
El tinku como batalla ritual se encuentra también en otras localidades de los Andes del centro y del sur. En Ayacucho, los pueblos de Vischongo y Pomacocha han tenido una costumbre similar en Cangallo, durante el domingo de la Quincuagésima (Alencastre y Dumézil 1953). También se le puede asociar con el takanakuy, lucha grupal realizada en la frontera de los pueblos de Pancan y Huasquicha, en Junín (Brachetti 2001:60). La costumbre del Guerras Pampa, de nombre explícito y que forma parte de la festividad del Yarqa Aspiy de Cabanas (Lucanas, Ayacucho), consiste en una contienda con látigos entre los grupos de danzantes y sus conjuntos de músicos, con la participación de los danzantes de tijera o danzaq. Juegos similares aparecen en diversas fiestas de Ayacucho, Apurímac, Arequipa y Puno. También existen como luchas individuales, como el kuchuscha de Huancavelica, y en danzas como la k’achampa cusqueña. ↑
Tandabamba y Chitapampa no aparecen en el Directorio de Comunidades Campesinas del Ministerio de Agricultura (2009). ↑
Sin embargo, ambas costumbres tienen como uno de sus participantes a los poblados del distrito de Quehue, fronterizo con Canchis, y que participa en el bando del sector urco, cuando geográficamente debería estar situado en el sector uma. Brachetti supone que Quehue sería por tanto un pueblo de origen kanchi; pero ya está establecido que su origen es kana, como el segmento complementario a los ayllus de Checca. ↑
Tal argumento se encuentra en Alencastre y Dumézil (1953: 21), Gorbak, Lischetti y Muñoz (1962: 255), Gilt Contreras (1955: 4), Barrionuevo (1971: 79), Brachetti (2001) y la Comisión Andina de Juristas (2009: 76). ↑
Ver canciones en la parte final de este capítulo. ↑
Las estrofas de las páginas siguientes han sido tomadas de Cama y Ttito (2003: 40, 46-47). ↑
Posiblemente la primera observación completa de este puente corresponda a Alberto Regal, que en 1972 dio a conocer su trabajo sobre los puentes incaicos. ↑
“The skills necessary for this artfully constructed aboriginal structure are expected to die with present generation of Quechua peasants” (Gade 1972: 98-99). Gade encontró que en la región únicamente permanecían en uso tres puentes colgantes en el curso alto del río Santo Tomás, en Chumbivilcas, Cusco, de estructura más sencilla que el de Q’eswachaka. ↑
Un artículo sobre los atractivos turísticos de los distritos de Canas, dice de Quehue: “La inquietud de sus hijos, es la principal características (sic) de este pueblo que se yergue como uno de los demás (sic) entusiastas de la provincia de Canas. Es un ↑
No todos los especialistas en la tradición andina operan con este sentido de colaboración con la comunidad. Existe también el llamado layqa, que ha sido traducido como hechicero o malero, personaje apartado de la sociedad que se vale del poder investido por la naturaleza para, a pedido del cliente que pueda abordarlo, causar “daño” en forma de enfermedad o de peligro de muerte a personas particulares. El espíritu individualista y el uso de sus conocimientos como un vehículo de la animadversión y las venganzas particulares es lo que diferencia al layqa del paqo, orientado en cambio en mantener el equilibrio al interior de su comunidad y de esta con las fuerzas espirituales. ↑
Fuera del área cusqueña, la única mención contemporánea sobre la renovación de un puente colgante fue la descripción de Palomino (1978) de esta costumbre en Sarhua (Víctor Fajardo, Ayacucho), que se realizaba cada dos años en enero, en el marco de una competencia entre los ayllus Sawja y Qullana, elaborando cinco grandes trenzas (simpas) de paja, siguiendo pautas de construcción similares al del Q’eswachaka. Por entonces aún quedaban en uso puentes antiguos en los poblados cercanos de Chacabamba y Chuschi. ↑
Asimismo, se debe añadir que la UNESCO, durante la 38º reunión del Comité de Patrimonio Mundial de esta organización, que se celebró en Doha, Qatar, el 21 de junio de 2014, inscribió al Qhapaq Ñan o Sistema Vial Andino en la Lista del Patrimonio Mundial, siendo uno de los componentes integrantes de este reconocimiento el puente Q’eswachaka. La inscripción del Qhapaq Ñan abarca 273 sitios en 137 segmentos e incluye 303 sitios arqueológicos asociados, ubicados en Argentina, Chile, Bolivia, Ecuador, Colombia y Perú. ↑
Q’eswachaka: ingeniería y tradición andina reproduce, con algunas variaciones, el artículo escrito por los antropólogos Miguel Hernández Macedo e Ingrid Huamaní Rodríguez que fue publicado en el folleto que acompañó el video documental del mismo nombre (Instituto Nacional de Cultura, 2010). ↑
La pintura mural era una práctica artística de muchos años en la región andina de América del Sur, que se remonta al menos al tercer milenio antes de Cristo. Numerosas culturas costeras de Perú, incluyendo el Cupisnique, Moche y Chimú, civilizaciones produjeron impresionantes murales polícromos que decoraban
tanto los interiores y exteriores de los templos religiosos y residencias. Su iconografía era variada, incluyendo escenas mitológicas, representaciones de deidades y rituales de sacrificio. Menos restos murales se encuentran en los sitios de las tierras altas debido a problemas de conservación, pero los rastros de decoración mural se pueden encontrar en los sitios precolombinos de Raqchi y Quispiguanca, entre otros. Las pinturas murales con frecuencia poseían semejanzas iconográficas y estilísticas a los medios de comunicación portátiles, tales como cerámica, textiles y orfebrería.
La presente es un extracto de las imagenes encontradas en la obra de Ananda Cohen-Suárez cuyo título en inglés es: «Collection – Painting Beyond the Frame: Religious Murals of Colonial Peru»
Autora: Ananda Cohen-Suárez es Profesor Adjunto de Historia del Arte en la Universidad de Cornell, con una especialización en el arte de América Latina colonial. Es autora de Cielo, el infierno, y todo lo demás: los murales de los Andes colonial ( University of Texas Press, 2016), así como editor y principal autor de Pintura Cusqueña colonial: el Esplendor Del arte en los Andes coloniales ( Haynanka Ediciones, 2015). Ha publicado artículos sobre el arte colonial andina y las cuestiones de intercambio cultural en las revistas Revisión colonial latinoamericano, Las Américas, y Allpanchis.