Enclavada en la sierra de Piura, las legendarias lagunas de Las Huaringas son la mata del curanderismo en el Perú. Esta crónica forma parte de “El más vil de los ofidios”, libro de Eloy Jáuregui publicado en julio de 2013.
Escribe: Eloy Jáuregui
(Para Álvaro Rocha, “El Caníbal”)
Fuente: Revista Rumbos de Sol y Piedra
1.
Me miró. Nos miramos. El hombre tenía la gelidez maléfica y la hondura de los que miran inexorablemente para adentro. Me miró otra vez desde las tinieblas del recinto. Yo ya no quise mirarlo, lo juro. Luego me apuntó con su dedo de uña grana cual venablo del averno y sentenció: “Así que sigues con la negra y con la rubia”. No dijo más. Yo sentí aquello que parecía un halago, y playboy más activo que nativo, y que luego supe era mi dramática sentencia. Afuera, la noche congelada lucía más negra que las fauces de un lobo enloquecido de amor.
Foto: D. R.
El hombre medía su altura y talla y lucía un inmenso sombrero rodeado de una cinta con monedas de plata. El poncho le cubría hasta las botas mostraba un bordado de pieles y plumas de extrañas especies perniciosas y sus dientes ocres dejaban escapar el tufo rancio a los viejos arcanos inmortales del otro lado de la existencia. Cierto, por sus ojos el hombre no parecía de este mundo; sin embargo, era conocido en toda la comarca como Juan Manuel Meléndez, aunque los lugareños y aquellos a quienes les había salvado la vida con su cura conspicua, le decían, con reverencia prensil y un eterno agradecimiento yendo y viniendo por todo su espíritu, “El Maestro”.
¿Vacaciones? El oficio, aquel del eréctil periodista, me llevó esa vez desde las norteñas playas de Colán –unas vacaciones expropiadas a un colega víctima de una tempestad de ron- hasta las alturas del departamento de Piura. Yacido sobre la arena con el sol clavado en el pipute, de pronto el bendito celular y la voz del jefe. Que debía aprovechar la estadía en el sólido norte, que en las lagunas de Las Huaringas un chamán había patentado una cura contra el cáncer de la infidelidad y la comezón del sétimo año y que ya me enviaban al camarógrafo, y que me esperaban en Lima en cuatro días con un reportaje de mi firma, es decir, trabajado con los pantalones en la mano.
Foto: D. R.
2.
Desde Piura y hasta Huancabamba, la capital de la provincia que limita con el Ecuador y donde se ubican las Lagunas Negras, una sola línea de buses –propiedad del ex congresista y malogrado compositor Miguel Ciccia- realizaba el viaje cada 24 horas. El ómnibus que nos tocó lucía emperifollado con ekekos, amuletos, estampitas y cuanta frase hablaba con detalle del más allá. El mismo conductor era un tipo extrañísimo de bivirí tostado en aguafuertes de pusangas y que cada cierto trecho entonaba un lamento a vidente alunado. Extraño, la travesía a Huancabamba dura exactamente 13 horas y existe una sola parada en el pueblo de Canchaque. Allí cenamos entre lamparines, sombras chinescas y aromas a gallinas recién sacrificadas a la espera de la ceremonia del amarre eterno.
Luego, la carretera se estriñe en la noche y contra la montaña, las visiones se ocultan tras la vegetación y sus trampas y se llega a las cumbres de la cordillera de Chimbe. Ahora cruzamos por los páramos del gran maestro Florentino García y de su primo, el espiritista Abraham García, experto en las artes de adivinar las enfermedades escritas en las entrañas del cuy. Hay un estremecimiento en aquellos que se persignan, los que saben que estamos ingresando al lugar sin límites, los que viajan a curarse de hinojos, los que llegan a encontrar la salvación. De pronto, la madrugada y la bajada por el camino sinuoso a Huancabamba a dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, el pueblo grande, de gente que observaba el cielo y sollozaba como aquellos que sólo aguarda la paciencia de Dios.
Foto: D. R.
3.
Mauriola, un periodista de Huancabamba, nos sirvió de guía. El hombre trabajaba en la radio y se conocía el valle que sube creciendo hacia el infinito y donde a las laderas se ubican las fincas de los curanderos. Más arriba y cerca de los 4 mil metros sobre el nivel del mar, esta la laguna de Las Huaringas. Pero, ojo: ésa es la más serena. A ocho horas a lomo de mula se encuentra la gran Laguna Negra. Temible, casi imposible de visitar para los que no reciben una preparación previa. Cierto, en una quebrada paralela se encuentra Sondorillo, allí es donde viven los “maleros”.
Los lugareños aseguran que los que se hacen llamar chamán es por que alcanzaron un grado superior del curanderismo. Es decir, que manejan la “vara sonajera”, una especie de maraca que durante sus ritos raramente sueltan. Es su poder y su brújala en medio de los espasmos de las oscuridades. Luego viene el curandero, después el espiritista y a éste le sigue el yerbero y finalmente el vidente.
En la zona norte peruana se reconoce como chamán al especialista mágico religioso, digamos, casi un médico que cura toda clase de males, que es también sacerdote, un místico, un inspirador y hasta poeta. Como asegura el antropólogo José Carlos Vilcapoma, el chamán posee un arte particular. Para practicarlo acude a la danza, al canto y la música. De esta manera entabla relación con los muertos, “demonios” o “espíritus de la naturaleza”, realiza viajes cósmicos convertidos en sierpe, puede bajar a la profundidad de la oscuridad para desentrañar el mal o hacer pacto con los dioses.
Foto: D. R.
4.
Y como en la zona de Alto Moche, en Trujillo, goza de fama José Wilmer Monja, un chamán que se hacía pasar por ganadero, y en Túcume, el mítico Santos Vera tenía propiedades de verdadero Dios, así, en la quebrada de Las Huaringas se disputaban el título del chamán del siglo don Pancho Guarnizo –viejo sabio de 15 mujeres y 18 novias- y el arriba mencionado don Juan Manuel Meléndez. Fue este último el que nos recibió en su casa de las faldas de la quebrada aquel jueves pasadas las nueve de la noche. Algunas velas indicaban dónde se iba a instalar la “mesa”: un manto donde ubican espadas, cráneos, animales disecados, cuernos, piedras y otros objetos que llaman “artes”. Es una suerte de quirófano donde trabaja El Maestro. Cerca de cincuenta personas se ubicaban alrededor de la “mesa”, todos pacientes atrapados en la fe ciega, todos a la espera de que el chamán los “limpie” de todo mal.
Foto: D. R.
Yo insistí en hacerle la entrevista antes que apague las velas e inicie la “limpia”, y Meléndez se negó. Volví a insistir y El Maestro, otra vez, me pegó con otra sentencia: “Las sombras hablan sólo mientras callo”; no dijo más. Luego inició su sesión. Sus cantos se escuchaban hasta el galpón donde nos mandó a meditar mientras él entraba en trance. Tres horas después, su sombra apareció con una caja plateada debajo de su poncho. Me llamó por mi nombre sin que yo le haya dicho cómo me llamaba. Era una botella de Chivas Regal. “Es bueno para el frío”, me dijo e insistió: “Tómatela sin recato, que la vas a necesitar para más tarde”. Cuando en la madrugada partimos en sendas mulas hacia las lagunas, me contó de sus cosas, de que su sesión chamánica era una lucha a muerte contra las fuerzas del mal, que era cierto, que limpiaba el sarro espiritual y el óxido del alma.
Ya en la laguna nos mandó a quitar la ropa con un frío de 5 grados bajo cero y nos ordenó que nos sumergiéramos en las aguas. A mí se me había adormecido todo aquello que antes lo tenía caliente. Luego me pasó sus espadas en cruz, me rezó algo así como: “Vamos levantando/ por ahí vienen floreciendo/ en sus hierbas y en sus flores/ te levanto caballero/ de la noche a la mañana…” Aquella vez, el cielo encapotado de la laguna se oscureció de pronto. Al mediodía y Juan Manuel Meléndez nos apuró a volver: “A esta hora llegan los gentiles”, dijo, y apresurados tuvimos que montar y regresar a la carrera. Ya en su casa le pregunté por aquello de la “negra y la rubia” del principio. “Tienes que dejar a una: la negra es tu mujer, la rubia, la cerveza”. Pasaron unos meses y yo no le hice caso. Un tiempo después me divorcié.
Foto: D. R.