El presente número temático de Andes. Boletín del Centro de Estudios Precolombinos de la Universidad de Varsovia, titulado «Arqueología de la Costa de Ancash», es una síntesis muy bien documentada de los aportes más recientes de la investigación arqueológica en la zona costera de los valles de Santa, Nepeña, Casma, Culebras y Huarmey, en la región Ancash.
Articulo extraído de la publicación:
Arqueología de la Costa de Ancash
Miłosz Giersz y Iván Ghezzi (ed.)
Editor: Institut français d’études andines, Centro de Estudios Precolombinos de la Universidad de Varsovia
Lugar de edición: Varsovia, Lima
Año de edición: 2011
Publicación en OpenEdition Books: 14 décembre 2015
Colección: Travaux de l’IFEA
ISBN electrónico: 9782821845718
Edición impresa
Número de páginas del documento original: 474
Referencia electrónica
GIERSZ, Miłosz (dir.) ; GHEZZI, Iván (dir.). Arqueología de la Costa de Ancash. Nueva edición [en línea]. Varsovia, Lima: Institut français d’études andines, 2011 (generado el 02 septiembre 2016). Disponible en Internet: <http://books.openedition.org/ifea/7357>. ISBN: 9782821845718.
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© Institut français d’études andines, 2011
Condiciones de uso:
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ÍNDICE
(de la obra original)
Nota editorial
Milosz Giersz y Iván Ghezzi
La evolución del Periodo Inicial en el valle de Casma del Perú: Una historia de dos rivales políticos
Shelia Pozorski y Thomas Pozorski
Punkurí y el valle de Nepeña
Lorenzo Samaniego
Antecedentes
Punkurí
Comentario final
Agradecimientos
OBSERVACIONES
CONCLUSIÓN
Pallka, un sitio del Periodo Formativo en la parte media alta del valle de Casma: alcances preliminares sobre las etapas constructivas del Área Ceremonial
Jack Chávez Echevarría
Ubicación geográfica
Descripción y análisis de la arquitectura de Pallka
Etapas constructivas
Comentarios finales
Agradecimientos
Cronología, relaciones interregionales y organización social en el Formativo: esencia y perspectiva del valle bajo de Nepeña
Koichiro Shibata
Problemáticas del Periodo Formativo y la ventaja de estudiar el valle de Nepeña Cronología y relaciones interregionales
Perspectiva de la organización social en el Periodo Formativo, desde el punto de vista del valle bajo de Nepeña
El contexto social y ritual de las observaciones del horizonte astronómico en Chankillo
Iván Ghezzi y Clive L. N. Ruggles
Hacia una reevaluación de Salinar desde la perspectiva del valle de Nepeña, costa de Ancash
Hugo Ikehara y David Chicoine
Antecedentes sobre el fenómeno Salinar
Variaciones y similitudes de manifestaciones culturales “salinar”
El desarrollo político del valle de Nepeña dentro del fenómeno Salinar
Conclusión
Agradecimientos
Los moches del Santa, una larga historia
Claude Chapdelaine
Referencias bibliográficas del PSUM: guía para el lector
Metodologia
Resultados
Conclusiones y perspectivas
Agradecimientos
La guerra y la paz en el valle de Culebras: hacia una arqueología de fronteras
Krzysztof Makowski, Milosz Giersz y Patrycja Priadka-Giersz
El carácter de la guerra en los Andes. ¿Guerra ritual o guerra de conquista?
El estilo de cerámica y las identidades: tecnológica, étnica y política
La organización espacial de asentamientos, las relaciones con los vecinos y las estrategias del poder
Un valle que conoció varias fronteras: a manera de conclusiones
Los guardianes de la frontera sur: la presencia moche en Culebras y Huarmey
Milosz Giersz
En los orígenes del estado multiétnico Moche
El caso de una zona limítrofe: presencia Virú-Gallinazo y Moche Temprano en la provincia de Huarmey
Los valles de Culebras y Huarmey bajo el dominio del Estado Moche Conclusiones
Detección remota y análisis con GIS de distribución de artefactos en superficie en el Castillo de Huarmey
Miron Bogacki, Miłosz Giersz, Patrycja Prządka-Giersz, Wiesław Małkowski y Krzysztof Misiewicz
El sitio arqueológico Castillo de Huarmey
Prospección con GPS RTK
Fotogrametría aérea con cometa
Prospección geofísica
Análisis de la distribución de artefactos en superficie con GIS
Conclusiones
La presencia casma, chimú e inca en el valle de Culebras
Patrycja Przadka-Giersz
Patrones de asentamiento tardío en el valle del río Culebras
Ten Ten: el centro administrativo-ceremonial primario en el valle de Culebras de los periodos tardíos
Conclusiones
Arquitectura de El Purgatorio: capital de la cultura Casma
Melissa Vogel y David Pacifico
La ciudad en los Andes
La cultura Casma
Valle de Casma
Investigaciones en El Purgatorio
La cerámica Casma
El sitio El Purgatorio
Descripción de la arquitectura
Interpretación de la arquitectura
Estrategias de subsistencia en la periferia sur del imperio Chimú: el caso de Puerto Pobre, valle de Casma
Klaus Koschmieder
Chimor y la expansión territorial
Puerto Pobre en la prehistoria tardía del valle de Casma
Estudios de subsistencia. Algunas consideraciones sobre los métodos y problemas en la cuantificación del material orgánico
La alimentación de los pobladores de Puerto Pobre (Casma/Chimú)
Cambios en las estrategias de subsistencia en el asentamiento casma: la ocupación tardía
Discusión
Agradecimientos
Estudio bioantropológico de los restos humanos del Sector II, Punta Lobos, valle de Huarmey
John W. Verano y J. María Toyne
Nota editorial
Milosz Giersz y Iván Ghezzi
- El presente número temático de Andes. Boletín del Centro de Estudios Precolombinos de la Universidad de Varsovia, titulado “Arqueología de la Costa de Ancash”, es una síntesis muy bien documentada de los aportes más recientes de la investigación arqueológica en la zona costera de los valles de Santa, Nepeña, Casma, Culebras y Huarmey, en la región Ancash.
- Esta edición no podría ser más oportuna. Desde los trabajos pioneros de Julio C. Tello, el valle bajo de Casma se convirtió en una de las regiones mejor estudiadas de la arqueología peruana. A partir de la década de 1980, cuando Shelia y Thomas Pozorski inician sus estudios de largo plazo en la zona, la arqueología de este valle y de áreas inmediatamente vecinas cobró un nuevo impulso. Pero fue en la última década cuando se produjo un verdadero despegue de la arqueología en toda la región costera de Ancash, con la aparición de nuevos proyectos de investigación de mediano y largo plazo, no sólo en los focos tradicionales de investigación en Casma y Nepeña, sino también en los valles de Santa, Culebras y Huarmey.
- Nuestra convocatoria para este número tuvo una respuesta extraordinaria de parte de la mayoría de los investigadores que trabaja en la costa de Ancash. Se reunió un conjunto de autores de diferentes generaciones que representan a todos los valles del área en cuestión, y que juntos abordan temas de investigación muy variados, como la cerámica, la organización social y política, la bioantropología, la subsistencia, los patrones funerarios y la arqueoastronomía.
- Los editores deseamos agradecer profundamente a las instituciones y personas que
prestaron su apoyo en la publicación de este número. El Director del Centro de Estudios Precolombinos de la Universidad de Varsovia, Dr. Mariusz Ziółkowski, aceptó generosamente nuestra propuesta para que “Arqueología de la Costa de Ancash” se incorpore como el número 8 de la reconocida serie Andes. Junto con la Sociedad Polaca de Estudios de Latinoamericanos, otorgaron fondos del Ministerio de Ciencia y Educación Superior de la República de Polonia para este trabajo editorial. El Instituto Francés de Estudios Andinos en Lima, especialmente a través de su director, el Dr. Georges Lomné, apoyó la propuesta de realizar una edición conjunta del número, y respaldó el proyecto con fondos. El Director Ejecutivo de la Asociación Ancash, Sr. Mirko Chang, hizo suyo el proyecto con gran entusiasmo, y gestionó un aporte muy significativo al presupuesto del proyecto a través de su Comité Editorial, presidido por el Dr. Rafael Varón-Gabai. El Instituto de Investigaciones Arqueológicas, una institución joven que cuenta con varios proyectos de investigación en la región, administró el proyecto editorial en el Perú y apoyó con sus fondos, equipos y personal para la conclusión satisfactoria del proyecto. Que todas estas instituciones unieran sus esfuerzos para la publicación de este boletín no es un hecho que deba sorprender, si tomamos en cuenta la reconocida trayectoria de apoyo a la investigación y a la publicación científica que poseen estas entidades, las más jóvenes así como las más establecidas, en conjunto.
- Gracias al apoyo de las instituciones mencionadas entregamos al público interesado este número de Andes, que representa el estado actual del conocimiento arqueológico sobre la costa de Ancash. Confiamos plenamente en que la difusión de estos trabajos promoverá la investigación científica de esta región tan importante para el mejor entendimiento de la prehistoria andina entre los investigadores jóvenes y el público en general.
- Varsovia y Lima, diciembre de 2011
Andes 8 (2011): 231-270
La guerra y la paz en el valle de Culebras: hacia una arqueología de fronteras
Krzysztof Makowski, Miłosz Giersz y Patrycja Prządka-Giersz
A juzgar por los resultados de prospecciones y excavaciones sistemáticas, el valle de Culebras llegó a formar parte sucesivamente de varios mini sistemas-mundo antes de la conquista incaica. La investigación ha aportado evidencias novedosas al debate sobre las características de los estados Moche del Sur y las razones de su expansión, sobre la cronología y la modalidad de la conquista de la costa norte por parte del hipotético imperio Huari, y sobre las fronteras meridionales del reino Chimor.
Judging by the results of systematic surveys and excavations, the Culebras Valley became part of different mini world-systems before the Inca conquest. The research sheds a new light on the characteristics of the Southern Moche state and the reasons for its expansion, and the chronology and model of the conquest of the north coast by the hypothetical Huari Empire, as well as on the southern frontier of the Chimor kingdom.
Las investigaciones de las fronteras y las zonas limítrofes poseen gran impor-tancia para el entendimiento de las sociedades complejas. Esas áreas, alejadas de sus núcleos culturales, frecuentemente se convierten en el escenario de intensa
interacción sociopolítica y difusión cultural (Elton 1996; Lattimore 1940, 1962). En términos generales, las fronteras se definen como líneas imaginarias que se trazan en los confines de una entidad política, y que la separan de la o las entida-des vecinas o áreas despobladas, delimitando así el territorio en el que se ejerce el poder. Las fronteras pueden estar constituidas por elementos del terreno de difícil acceso (mares, lagos, ríos, montañas, etc.) o enmarcadas en la superficie por construcciones de función defensiva (por ejemplo la Gran Muralla de China o la muralla de Adriano en Northumbria, en el Reino Unido).
Krzysztof Makowski ■ Pontificia Universidad Católica del Perú, Departamento de Humanidades; correo-e: [email protected]
Miłosz Giersz ■ Universidad de Varsovia, Instituto de Arqueología y Centro de Estudios Precolombinos, ul. Krakowskie Przedmieście 26/28, 00-927 Varsovia; correo-e: [email protected]
Patrycja Prządka-Giersz ■ Universidad de Varsovia, Instituto de Estudios Inderdisciplinarios “Artes Liberales” y Centro de Estudios Precolombinos, ul. Krakowskie Przedmieście 26/28, 00-927 Varsovia; correo-e: [email protected]
Como lo han demostrado varios estudios sobre las fronteras culturales en los Andes durante las épocas prehispánicas, sobre todo las fronteras del Tawantinsuyu (Bauer 1992; Combes y Saignes 1991; D’Altroy 1994 2002; Dillehay y Gordon 1998; Hyslop 1990; Malpass 1993; Salomon 1986; Patterson 1986, 1987; Schjellerup 1997; Pärssinen y Siiriainen 2003; entre otros), en el ámbito andino, el concepto de la frontera no necesariamente comparte las mismas características. No existen claras demarcaciones fronterizas comparables con los ejemplos del Viejo Mundo y Asia. Sin embargo, existen casos comprobados de las fronteras fortificadas en tiempos prehispánicos, sobretodo en el límite oriental del Tawantinsuyu como es el caso de la frontera con Chiriguanos (Combes y Saignes 1991; D’Altroy 1994 Hyslop 1990; Pärssinen y Siiriainen 2003; véase también los relatos de Cobo (1964 [1653]) y Sarmiento de Gamboa 1942 ([1572]). En general, las fronteras en los Andes pre-hispánicos eran más culturales que militares. La ideología religiosa cumplía un pa-pel significativo en la demarcación de las tierras, basta recordar el sistema incaico de los ceques (Bauer 1992; Rowe 1979; Ziółkowski 1997; Zuidema 1964) o el alcance te-rritorial del poder de las huacas del Tawantinsuyu (Demarest 1981; Szemiński 1987; Ziółkowski 1997; entre otros). Otro aspecto del mismo problema son los conceptos andinos de la frontera, el límite y la zona limítrofe, existentes en el pensamiento indígena del pasado, y la polivalencia semántica de esos términos, referidos a la frontera (saywa) y límite (tincuy pura, ticci).
Desde el punto de vista metodológico, existen varios instrumentos para abordar el tema del estudio de las fronteras y las zonas limítrofes. En los últimos 20 años se nota un fuerte impacto de la teoría de sistema-mundo (world-system theory) en el campo de la arqueología y la prehistoria. Esta teoría, planteada originalmente por Immanuel Wallerstein (1974), y diseñada para el modelo del mundo capitalista, ofrece instrumentos especialmente aplicables a este tipo de estudio.
El sistema-mundo capitalista, según Wallerstein (1974, 1990, 1991, 1992), no es homogéneo en términos culturales, políticos y económicos. Es un mundo lleno de conflictos que se mantiene en un estado de tensión permanente. Está caracterizado por profundas diferencias en el desarrollo cultural, acumulación del poder político y capital. Estas diferencias se manifiestan en una división duradera del mundo en un núcleo (core), la semi-periferia (semi-periphery) y la periferia (periphery).
A raíz de las polémicas acerca la validez de las propuestas del sociólogo nor-teamericano para el estudio de las sociedades complejas precapitalistas, se origi-naron varias modificaciones de la teoría original (Blanton y Feinman 1984; Chase-Dunn y Hall 1997; Kardulias y Hall 2008; Peregrine 1999; Schortmann y Urban 1999; Wallerstein 1990, 1991, 1992; entre otros). Las modificaciones más importantes conciernen al carácter de las relaciones entre el estado y el imperio por un lado y el sistema-mundo por el otro. En primera instancia, el modelo se aplicaría también a las sociedades pre-estatales puesto que cualquier sociedad requiere de bienes e informaciones procedentes de las áreas que no puede controlar directa-mente, lo que impulsa las redes de interdependencia (Chase-Dunn y Hall 1997; Peregrine 1999). En segunda instancia, conforme con los postulados de Wolf (1982) los sistemas-mundo pueden desarrollarse a partir de varios centros coetáneos y co-nexos. Algunos de ellos tienen características de ciudades-estado.
En su versión adaptada al estadio precapitalista, el sistema-mundo se refiere a entidades políticas y socioeconómicas que por definición abarcan no solamente grandes territorios, sino también una serie de sistemas sociales interrelacionados que muchas veces constituyen civilizaciones. La estructura más importante –aun-que ciertamente no la única– que mantuvo unificada a las antiguas sociedades com-plejas fue el intercambio (a través del comercio, el tributo y la entrega de regalos) de recursos básicos o escasos. El carácter y la intensidad de estas relaciones son los que definen a un sistema-mundo, no los aspectos específicos de la organización cul-tural (Williams y Weigand 2004). En tal teoría, la periferia facilita la materia prima al (los) núcleo (s), mientras que este (os) último (s) domina (n) todo el territorio y controla (n) el mercado (o la redistribución de los bienes), las guerras, los enlaces entre diferentes linajes de elites y el intercambio de ideas e informaciones (Chase-Dunn y Hall 1997:28; Trigger 1989:332).
Las aplicaciones recientes de la teoría del sistema-mundo a las sociedades com-plejas precapitalistas demuestran que, en este caso, la división entre el núcleo y la pe-riferia no es perentoria, pues en lugar de la centralización del poder en el núcleo, tan característico para el sistema-mundo capitalista, nos enfrentamos al problema de la ausencia de una fuerte jerarquización entre los diferentes elementos de la estructu-ra, o la presencia de más de un núcleo (Chase-Dunn y Hall 1997:28; Smith y Berdan 2000). En su adaptación de la teoría del sistema-mundo a las sociedades precapitalistas Chase-Dunn y Hall (1997:28) subrayan que el intercambio de bienes, la guerra, los ma-trimonios y el intercambio de ideas e información son cruciales para la reproducción de la compleja estructura interna formada por varios elementos e influyen, de forma decisiva, en los procesos que se ejecutan en las estructuras a nivel local. Los mismos autores diferencian cuatro niveles de redes de enlaces, basadas en los siguientes factores de interacción: 1) intercambio de bienes básicos; 2) intercambio de bienes escasos, de cierto prestigio; 3) interacciones políticas y militares; 4) intercambio de información.
El sistema-mundo puede fundamentarse en todos esos niveles de interacción, que en la práctica funcionan mutuamente e integran el sistema. A consecuencia de tal definición del sistema-mundo, los cambios sociales y culturales en las periferias lejanas y zonas limítrofes se deben explicar por la intensificación de intercambios e interacciones.
No obstante, la teoría de sistema-mundo no ha sido aceptada por todos los que estudian las sociedades complejas precapitalistas. En la literatura del tema, encon-tramos una vasta crítica de la aplicación de ideas de Wallerstein a este campo de investigación (Blanton y Feinman 1984; Edens 1992; Lightfoot y Martínez 1995; Schortman y Urban 1999; Schneider 1977; Stein 1999; Urban y Schortman 1992; entre otros).
La teoría de sistema-mundo, en sus recientes formas modificadas, ha sido aplicada a las diferentes culturas prehistóricas del mundo. Para dar un ejemplo, basta recordar los trabajos de Modelski y Thompson (1999) acerca de las migraciones desde las zonas rurales hacia los centros urbanos en Asia y Europa, entre 4000 a.C. y 1500 d.C., o los estudios de Wells (1999) sobre el intercambio de bienes en el Imperio Romano. En el caso de las culturas prehispánicas del Nuevo Mundo, el concepto del sistema-mundo ha sido inicialmente aplicado en América del Norte y Mesoamérica (Blanton y Feinman 1984; Kepecs y Kohl 2003; Peregrine 1999; Smith y Berdan 2000; entre otros).
En el área centroandina, en cambio, la aplicación de la teoría de Wallerstein no goza de mucha popularidad y se limita principalmente al imperio Inca (Kuznar 1999; Stanish 1997), o algunas culturas preincaicas usadas a manera de ejemplos en los estu-dios comparativos (Fagan 1999; Lemmen y Wirtz 2003; La Lone 1994). A pesar de eso, en la literatura sobre las culturas prehispánicas centro-andinas existe una larga dis-cusión acerca del surgimiento de la civilización, la formación del estado y el proble-ma de la urbanización (Collier 1955; Hass et al. 1987; Isbell 1988; Lumbreras 1986; Makowski 2008d; Schaedel 1978, 1980; Shady 2003; Shimada 1994; entre otros). Estas polémicas se desprendían, en muchos casos, de los planteamientos ya clásicos de Childe (1954) y Carneiro (1970).
En su trabajo sobre Mesoamérica, Blanton y Feinman (1984) observaron que el intercambio a larga distancia de bienes de lujo, destinados exclusivamente para los miembros de la elite, en general, tenía fuertes implicaciones a nivel político y eco-nómico. Obviamente, ese intercambio no se puede explicar por la simple aspiración a tener acceso a bienes exóticos de prestigio por parte de grupos minoritarios de estatus alto. El prestigio y el estatus de una cierta región y sus elites se fundamenta-ban en el grado de habilidad de manipulación del flujo de recursos (bienes básicos y escasos), energía (mano de obra) y servicios (artesanos especializados) a una es-cala macroregional mediante el control de las redes de reciprocidad. Este modelo suele ser muy dinámico y permite ver y analizar el problema del estrés y la rivalidad entre las unidades sociopolíticas dentro los núcleos (cores), y entre estos últimos y las zonas periféricas (Blanton y Feinman 1984:674). Algo semejante, según nues-tra opinión, sucedía con las sociedades prehispánicas complejas de la costa norte del Perú, por lo menos desde el Horizonte Temprano.
Siguiendo las pautas de Chase-Dunn y Hall (1997:43), el proceso de desarro-llo de las sociedades sedentarias en el área centro-andina a partir de fines del IV milenio a.C. puede ser entendido como una paulatina integración que comprende avances, a veces bruscos, pero también retrocesos (Makowski 2010b, 2012). Esta integración continúa hasta el presente sin haber logrado abolir diferencias, a veces abismales, entre las áreas nucleares de desarrollo, las semi-periferias y las periferias. Con la integración en sucesivos sistemas-mundo algunas áreas nucleares de desa-rrollo han colapsado emergiendo otras. En la época prehispánica, las épocas defi-nidas por Rowe (1962) como horizontes pueden interpretarse desde la perspectiva discutida como épocas de integración acelerada, las que se inician y terminan con crisis de reestructuración política, debido a la presión desde las periferias hacia las zonas nucleares. Hay un consenso general el cual sugiere que la integración norte-sur tomó particular fuerza durante el Horizonte Medio (600-1000 d.C.), anticipan-do las exitosas conquistas incas. Es también materia de consenso que los fenómenos culturales como Moche, Cajamarca, Recuay, Chimú y Lambayeque corresponden a fenómenos de integración a nivel local o subregional, a pesar de que las opinio-nes acerca del carácter preciso de las instituciones políticas y económicas, y el gra-do de centralización del poder, son muy divergentes (por ejemplo el caso Moche: Makowski 2010a). Los intereses de sus elites podían en unos casos coincidir con los intereses de las elites del sur (Huari), y en otros casos probablemente eran contra-dictorios lo que incentivaba conflictos bélicos.
Dadas las limitaciones de transporte marítimo y terrestre a través de caravanas de llamas (Lama glama), siendo las vías fluviales prácticamente inexistentes, los in-tercambios de materias primas preciadas pero de poco peso, de preformas (verbi-gracia obsidiana), así como de productos finales terminados, en particular vestidos, jugaron el papel primordial para entender la formación de los sistemas-mundo en los Andes Centrales. Los intercambios de productos a granel (por ejemplo maíz o sal) tuvieron el papel menos relevante debido a las dificultades de transporte. Se necesitó de la infraestructura imperial –la obra de la administración inca– para remediar en parte estas limitaciones. Dada la importancia del trueque (o de control directo de varios pisos a manera de archipiélago; véase Murra 1972; entre otros) entre una multitud de pisos y zonas ecológicas, distantes entre sí no mucho más de un día a pie a través del desierto, las relaciones de parentesco consanguíneo y ceremonial entre los dirigentes tuvieron sin duda una relevancia particular. La intensidad y la eficiencia de estas relaciones se pueden inferir tentativamente del flujo de información (sobre todo correspondiente a la ideología religiosa) entre los núcleos y las periferias, que en el registro arqueológico se manifiesta mediante el patrón funerario, la arquitectura pública y las iconografías comparadas. Desde este punto de vista, es importante considerar que los diferentes sistemas de organización social no siempre pueden entenderse desde una perspectiva regional. De otro lado, recordando las críticas planteadas por Stein (1999) y Lightfoot y Martínez (1995), tampoco podemos exagerar el rol dominante del núcleo. Estamos convencidos de que el único modo de entender la naturaleza de una sociedad compleja de los Andes prehispánicos, con todos los mecanismos y procesos que la organizan, es mediante un estudio, tanto de los núcleos como de las periferias, y sobre todo dando el debido peso al problema de interacción y al tema de las fronteras y de las zonas limítrofes. Las características de la guerra y de la tecnología guerrera es sin duda el segundo aspecto crucial en el estudio de las fronteras.
Por otro lado, es necesaria una crítica constructiva de las múltiples cronologías en uso, puesto que las clasificaciones en las que se fundamentan condicionan tam-bién la percepción de los espacios culturales y políticos en la prehistoria, y por ende las interpretaciones de los mecanismos y de la envergadura de los procesos de in-tegración. Por ejemplo, el espacio de interacción moche en el Periodo Intermedio Temprano se está definiendo en la literatura del tema a partir de la distribución de los rasgos formales de cerámica ceremonial con la decoración figurativa, polícroma, o escultórica, establecidos por Larco Hoyle (1948) a partir de los hallazgos hechos en los valles de Moche y de Chicama. Las variables de la clasificación de Larco se desprenden de la premisa que plantea que dicha cerámica fue producida por repre-sentantes de un solo grupo étnico del cual se reclutarían también las elites de un poderoso estado expansivo que tuvo su capital en las Huacas del Sol y de la Luna, “los mochica” (Castillo y Quilter 2010; Donnan 2010). El valor de esta clasificación como instrumento cronológico depende de un supuesto que no se ha confirmado, a saber que los cambios de las formas de la asa-estribo y en particular del gollete ocurrieron de manera simultánea o casi simultánea a lo largo de 700 km de la costa norte. Tal parece que estas variaciones atañen solo al centro de las Huacas Moche y de sus área de influencia en Chicama (Makowski 2010a). Siguiendo con el ejemplo, la hipótesis sobre el área de interacción chimú (Mackey y Klymyshyn 1990; Moore y Mackey 2008) está en cambio fundamentada con argumentos etnohistóricos (Rowe 1948), a los que se les busca respaldo en la distribución de la arquitectu-ra con características comparables con las de Chan Chan. Hay serios problemas para fechar la expansión chimú hacia el norte a partir de las secuencias de cerámica (Koschmieder 2004, Makowski 2006; Tschauner y Wagner 2003).
El carácter de la guerra en los Andes. ¿Guerra ritual o guerra de conquista?
La pregunta que acabamos de mencionar en el subtítulo está latente en las po-lémicas que se desataron desde los influyentes artículos de Topic y Topic (1987, 1997a, 1997b) hasta los recientes aportes de Arkush y Stanish (2005). Es una polé-mica que por cierto no atañe solo al mundo moche. El mismo problema se presenta en todas las partes de los Andes centrales y en todas las épocas para las que tenemos evidencias de violencia organizada. El aspecto que no está atendido, creemos, con el énfasis suficiente por la mayoría de los estudiosos en este debate es la relación entre la tecnología, la dimensión económica de la producción del armamento y del mantenimiento del guerrero, por un lado, y las características del enfrentamiento bélico por el otro. Estas variables repercuten necesariamente en la manera como la violencia institucionalizada se refleja en las evidencias materiales: el tipo y la exis-tencia misma de las fortificaciones, las huellas en los campos de batallas, las lesiones registradas por la bioantropología, e incluso la imagen del conflicto que eventual-mente aparece en la iconografía. Los estudiosos que toman en cuenta la dimen-sión tecnológica en sus estudios sobre la violencia institucionalizada, como Topic y Topic (1987) y D’Altroy (1994), suelen oponer el mundo andino a otros casos de la prehistoria e historia de sociedades preindustriales, y lo hacen enfatizando las particularidades de la cosmovisión andina. Si bien compartimos con estos autores la idea de que el mundo andino tiene varios rasgos particulares, creemos que las características de la violencia organizada y del conflicto bélico en los Andes guar-dan similitudes significativas con los casos registrados en otras partes del mundo. La distinción entre “batalla ritual” (ritual battle) y “guerra real” (real war) (Arkush y Stanish 2005:16), si bien correcta, no ayuda a poner en relieve estas similitudes y diferencias. Proponemos en su lugar hacer la distinción entre los ritos de pre-paración del guerrero que incluyen a menudo al combate o el duelo (este último tan bien conocido de las gestas medievales), la guerra en la que ambos adversarios siguen estrictas reglas normadas por las creencias religiosas (la guerra ritualizada; véase Ziółkowski 1997), y la guerra total. En esta última casi todo está permitido para lograr la derrota del enemigo, más allá del honor, del ethos guerrero y de la moral, a pesar de que la razón de las conquistas puede respaldarse con argumentos religiosos. Cabe resaltar que tanto la guerra ritualizada en nuestra definición, como la total, son guerras de conquista y defensa, e implican muertes y lesiones masivas.
Por la guerra total entendemos estas formas de operaciones bélicas en las que la existencia de armas de alto alcance, del armamento uniforme y sofisticado, ofensivo y defensivo, hacen primar en la contienda las estrategias en el manejo de cuerpos de ejército, debidamente adiestrados aunque no siempre profesionales, sobre la pe-ricia, la valentía y la fuerza individual de cada uno de los combatientes. La astucia y la sorpresa sustituyen las reglas religiosas y el código del honor. El combate entre guerreros más fuertes –el mismo que a veces es un duelo entre dos– ya no decide sobre el resultado de la batalla, como ocurre a menudo en la guerra ritualizada.
La guerra total tanto en la antigüedad como en los tiempos modernos suele surgir condicionada por el desarrollo tecnológico. Nuevas armas hacen sustituir la fuerza individual por la eficiencia de cuerpos de ejército, que maniesta su capacidad de diezmar al enemigo a distancia con proyectiles y gracias a estrategias ingeniosas. Su aparición pone fin a la vigencia del ethos guerrero y de sus valores centrales, a saber, el coraje, la audacia y la destreza individual en el manejo de las armas. Por supuesto desaparecen también a la larga los condicionamientos que vinculan el es-tatus del miembro de una elite aristocrática, la que a menudo se constituye en clase dominante, con la exitosa carrera del individuo como guerrero/caballero (Andrze-jewski 2003 [1954]; Chaniótis y Ducrey 2002; Hamblin 2006).
Aspectos tecnológicos y económicos de la guerra en el mundo moche
Una breve revisión de las fuentes arqueológicas entre artefactos e imágenes basta para concluir que el armamento y las fortificaciones moches no guardan significa-tivas diferencias con las que se observan en la época inca. A pesar de esta relativa sofisticación, todas las armas están concebidas para poner a prueba la fortaleza y el coraje de un combatiente individual que se enfrenta en el duelo mano a mano con el otro armado de manera similar. Las representaciones de combate y las caracte-rísticas de fortificaciones conocidas sugieren que en el campo de batalla se alter-naban dos formas de enfrentamiento, una que contemplaba el uso de proyectiles y la contienda cuerpo a cuerpo. En el caso de los proyectiles se trata por supuesto de flechas propulsadas con estólicas y eventualmente cantos rodados enviados al aire con hondas. En el enfrentamiento cuerpo a cuerpo se lucha con porras. Los guerreros de alto rango usaban porras estrelladas de cobre cuyo mango termina-ba en punta revestida del mismo metal. El armamento defensivo, salvo escudos, es casi inexistente. Como bien lo observó Lechtman (1984, 1996) las aplicaciones de metal cumplen con un papel decorativo, enfatizando la posición social del guerrero. Hay indudables diferencias y de peso en cuanto al contexto tecnoló-gico y socio-económico de esta clase de armamento y las sofisticadas armas que se relacionan con el advenimiento de la guerra total en la antigüedad, la que por cierto no logró eclipsar del todo las reglas de la guerra ritualizada. Basta recordar al respecto el ethos del hoplita espartano (Chaniótis y Ducrey 2002). Entre los descubrimientos tecnológicos anteriores al uso generalizado de la pólvora a fines de la Edad Media, los que han sentado bases para diferentes formas de la guerra total, podemos enumerar:
– Espada de bronce, casco y formas de coraza de metal desde el fin del IV milenio a.C. en Mesopotamia.
– Carro de batalla que evoluciona notablemente con el uso de caballo como animal de tracción desde los inicios del II milenio a.C.
– Máquinas de asedio de uso generalizado desde el II milenio a.C.
– Arco, en particular el arco reflexivo, y la ballesta, decisivas para la contienda durante la Edad Media.
– Estribo cuyo uso desde el siglo III d.C. ha convertido a la caballería pesada y ligera en un arma de mayor importancia táctica que la infantería.
Las nuevas tecnologías de guerra (Carman y Harding 1999; Hamblin 2006; McDermott 2006; Rice et al. 2003; Trigger 2003) que cambian el rumbo de la his-toria en el Mediterráneo Oriental, en Asia y posteriormente también en Europa romana y medieval se sustentan en redes comerciales a larga distancia. Estas redes funcionan además dentro de la economía de mercado de unos de los más extensos sistemas-mundo de sus épocas respectivas. Por la sofisticación tecnológica, y por el uso de las materias primas o productos exóticos y la gran cantidad de tiempo social invertido, el armamento completo de un guerrero o un soldado es muy caro. Lo fi-nancia directamente el estado o el costo se traslada a las comunidades que sostienen al guerrero de elite en sistemas socio-económicos similares en muchos aspectos al régimen señorial del feudalismo europeo, por ejemplo Siria y Anatolia en el Bronce Medio y Tardío (Moorey 1986).
Si comparamos el armamento arriba enumerado con el armamento andino resultan evidentes las diferencias no solo en el campo de tácticas y de estrategias de combate sino también las diferencias del orden político y social. Salvo el caso de puntas y cuchillos de obsidiana, el armamento andino fue producido por los guerreros mismos, o por especialistas locales, verbigracia, puntas líticas o porras vaciadas de cobre. Todos los hombres desde la edad determinada por los ritos de iniciación hasta la vejez podían y debían participar en la guerra, así como en las actividades ceremoniales relacionadas con la preparación para el conflicto. La posición social del individuo –según toda probabilidad– dependía en buen grado de su suerte en la guerra. Las características que acabamos de esbozar se desprenden de la comparación de las escenas rituales en la frondosa icono-grafía moche con las informaciones etnohistóricas (Hocquenghem 1978, 1987; Makowski 1996, 1997; Quilter 2002).
La formación de las sociedades guerreras
Los resultados de las investigaciones recientes confirman la validez de la hipó-tesis de Collier (1955) y de otros investigadores (Wilson 1988, 1995) quiénes plan-teaban que el surgimiento de una sociedad guerrera marcó el fin de la época chavín en la costa y en la sierra de los Andes Centrales y de hecho precedió el fenómeno Moche en la costa norte. La aparición de armas en los contextos funerarios en los últimos siglos de la era pasada es al parecer universal y precede a la difusión de las imágenes de guerreros y duelos. Las principales evidencias del cambio provienen de los contextos funerarios relacionados con los estilos cerámicos parcialmente empa-rentados por el uso ocasional de la pintura blanca sobre la superficie roja o marrón de los cuales Salinar-Puerto Moorin en la costa, y Huarás así como Layzón en la sierra, son los más conocidos. Desafortunadamente pocos lugares de entierro de esta fase quedaron preservados de la codicia de huaqueros. Menos aún han sido sis-temáticamente excavados. Una de las pocas excepciones son nuestras excavaciones en Tablada de Lurín. Un 18 por ciento de los entierros masculinos contiene porras y/o estólicas (Makowski 2009a). Excepcionalmente se representa a los guerreros con armas, o hombres con tocados muy parecidos a los que llevan los cazadores de cabezas-trofeo en los soportes materiales de estilo Nazca. Instrumentos musicales, antaras y tambores suelen asociarse a las armas. Hay una relación al parecer directa entre estos cambios y la aparición de sitios fortificados en las cimas. En la parte meridional de la costa norte parece tratarse de templos fortificados y eventualmente de refugios (Ghezzi 2006, 2007, 2008a, 2008b; Giersz y Prządka 2008, 2009; Wilson 1988, 1995). En la costa central hay asentamientos fortificados en las cimas que fue-ron habitados, a juzgar por las evidencias de almacenamiento de agua y de produc-ción de alimentos. El complejo de Chankillo, desde varios puntos de vista excepcio-nal, es hasta el presente el único complejo fortificado de cima excavado de manera sistemática. Ghezzi (2006, 2007, 2008a, 2008b) argumenta que no solo fue escenario de combates rituales, posiblemente representados en los modelos de terracota, sino que sirvió de refugio en los conflictos armados. Uno de estos conflictos puso fin a la existencia del templo fortificado de la cima. La configuración espacial de este asen-tamiento, que pudo haber sido una especie de capital de un organismo político ca-paz de controlar buena parte del valle, llama poderosamente la atención. El sistema defensivo protege el templo, el cual dominaba las áreas destinadas a multitudinarios eventos festivos. Desde estas últimas se observaba el desplazamiento del sol y de la luna con el probable fin de definir las fechas del inicio de las actividades ceremo-niales. Es difícil no evocar paralelos con el Cuzco imperial y las actividades llevadas a cabo en sus plazas y en Sacsayhuamán según el calendario precisado mediante la observación de las sukankas. El castillo de Ampanu en el valle de Culebras, inves-tigado por nuestro proyecto (Giersz y Prządka 2008, 2009; Prządka y Giersz 2003), es similar a Chankillo en varios aspectos, ha sido construido en la misma época y también podría haber sido un templo fortificado, de la misma manera que varias otras estructuras registradas por Wilson (1988, 1995) en los vecinos valles de Santa y Casma. Los complejos mencionados y la iconografía salinar, virú, recuay y moche proporcionan argumentos muy fuertes para descartar la hipotética secularización de la sociedad, la que varios investigadores (Collier 1955; Schaedel 1978; Shimada 1994) relacionaban con el surgimiento de la sociedad guerrera. Por el contrario, la religión y el rito norman el comportamiento de cada miembro masculino de la sociedad, sistemáticamente preparado a través de iniciaciones y combates rituales para cumplir su papel de guerrero (Makowski 1996, 2001, 2008a, 2008b, 2008c).
La guerra y las estrategias de dominación
Existe en la actualidad un consenso entre todos los estudiosos del fenómeno Moche quiénes sometieron las fuentes iconográficas al análisis atento y sistemá-tico (Bawden 1995, 1996, 2004; Bourget y Newman 1998; Castillo y Holmquist 2000; Donnan 1975, 1982, 1997; Donnan y McClelland 1999; Giersz et al. 2005; Hocquenghem 1987; Makowski 1994a, 1996, 1997, 1999, 2001, 2003; Quilter 2002): las imágenes de combate moches aluden a contiendas rituales y no a bata-llas en el marco de conflictos bélicos, como postulaba por ejemplo Wilson (1988) . Makowski (1996, 1997, 2001; Giersz et al. 2005) ha comprobado que no se trata de un combate ritual sino de dos. Ambos conllevan a la captura de los derrotados quienes se convierten en víctimas de sacrificios y suplicios. En el combate prin-cipal los cautivos son forzados a correr desnudos por el desierto y cuesta arriba hacia la cima de las primeras estribaciones de los Andes. Los que dejan de correr son despeñados (Zighelboim 1995) y descuartizados por las mujeres en honor al Guerrero del Buho (Makowski 1994a, 1996; personaje D de Donnan 1975). Luego los restantes regresan corriendo al centro ceremonial de la costa. Los que caen son recogidos y llevados en litera para luego sacrificarlos con un corte en la yugular. Su sangre se ofrece a la deidad Guerrero del Águila (Makowski 1994a, 1996; per-sonaje A de Donnan 1975). En el segundo combate los cautivos son sacrificados en las islas a las que se les lleva en embarcaciones de totora. La sangre de las vícti-mas se ofrece a la única deidad femenina, la Diosa del Mar y de la Luna (Makowski 1994a, 1996; personaje C de Donnan 1975) y al Mellizo Marino, una de las dos deidades de cinturón de serpientes. Este segundo combate conmemora un evento mítico profusamente ilustrado en la iconografía moche, entre otros en las pare-des del edificio más reciente de la Huaca de la Luna: la rebelión del Guerrero del Búho y de la Diosa del Mar y de la Luna quiénes invaden la tierra al mando de vestidos, armas y objetos de tejer animados (Makowski 1996; Quilter 2002). Una de las variantes más complejas de combates rituales sugiere que en cada combate tomaban parte cuatro grupos de guerreros, dos en cada orilla del río. Un grupo venía del valle bajo y otro descendía del lado de la sierra. Es probable que cada uno de los combates haya tenido lugar en otro mes del año, como intuía Hocquenghem (1987). De hecho algunos combates involucraban no solo a los ha-bitantes de la costa sino también los de valle medio y alto, con vestidos y tocados conocidos de las representaciones en estilo Recuay (Makowski y Rucabado 2000). Estas fuentes iconográficas dejan poco lugar a duda que los combates ceremonia-les se constituían en ceremonias centrales con finalidades múltiples: ritos en los que se somete a prueba jóvenes guerreros recién iniciados, ritos de propiciación y ante todo ritos de afirmación del orden político imperante (Hocquenghem 1987; Makowski 2008b). Es menester destacar que los máximos gobernantes mochicas se hacen sepultar con el atuendo de jefe guerrero y no con atributos del sacerdote (Makowski 1994a, 2005, 2008a, 2008b, 2008c).
El hecho de que los ritos de preparación de jóvenes y adultos para que adquieran y mantengan la destreza y el valor del guerrero se constituían en el eje central de organización de todas las ceremonias supra-comunitarias en el mundo Moche, y que sus elites se identificasen con la imagen del combatiente victorioso, ya de por sí es un indicio de que es una sociedad que vive en medio de la guerra latente y que se prepara para conflictos con los vecinos. La ausencia de imágenes de conquista no es un argumento fuerte para inferir la inexistencia de la guerra. Tampoco se conoce este tipo de iconografía en el Horizonte Tardío y nadie va negar por ello que los Sapan Inca de Cuzco hayan tenido éxito en las conquistas del vasto territorio del Tawantinsuyu. Desde nuestro punto de vista esta ausencia es uno de los indicadores de que la guerra moche carece del carácter de la guerra total. Creemos que los combates rituales y los eventos festivos relacionados servían para afirmar los lazos de parentesco ritual entre los ex-combatientes y afirmar lealtades entre jefes y grupos étnicos diversos. Han sido la base de las alianzas que permitían desplegar una notable fuerza militar cuando las circunstancias lo requerían, a veces bajo el mando de líderes exitosos. Nuestras inves-tigaciones en los valles de Alto Piura (Makowski 1994b, 2008b; Makowski et al. 1994) y Culebras (Giersz 2007; Giersz y Prządka 2008, 2009; Makowski 2010a) confirman el éxito de las guerras de conquista emprendidas por grupos que usaban a diario la ce-rámica gallinazo mientras que los atuendos y la cerámica en estilo Moche Temprano les servían en contextos ceremoniales. En la rica iconografía de las vasijas escultóricas moche de Piura y en las vasijas vicús se retrata a los conquistadores vestidos con atuen-dos conocidos de las piezas en estilos Virú, Moche y Recuay, procedentes de los valles al sur de las Pampas de Paiján. En el valle de Culebras (fase Mango: Giersz 2007) como en el valle de Santa la conquista implica el abandono de los asentamientos fortificados de las cimas. Los sustituyen residencias de elite como Quillapampa. Hay múltiples evidencias que tanto en Piura como en el valle de Culebras demuestran que el sistema de alianzas rituales que se sellaban en los centros ceremoniales de Vicús-Huaca Nima y de Pañamarca ha sido muy eficiente. Wilson (1988, 1995) ha calculado que el núme-ro de sitios fortificados conocidos como “castillos” había decrecido significativamente en el periodo de la Pax Mochica tanto en Santa como en Casma. Los sitios moches a lo largo de caminos tienen el carácter abierto sin fortificaciones de envergadura has-ta por lo menos el siglo VIII d.C.
El estilo de cerámica y las identidades: tecnológica, étnica y política
Cronologías, culturas y sociedades
En el área centroandina hasta la fecha se utiliza paralelamente varios sis-temas cronológicos de los cuales el más difundido es el propuesto por John H. Rowe (1962). Este sistema mide el tiempo por medio de los cambios en las formas y en los diseños de la cerámica ceremonial procedente de los asentamien-tos y cementerios prehispánicos del valle de Ica, en la periferia del área cultural sur. Por convención, la que no siempre concuerda con las evidencias objetivas, se asume que la secuencia establecida para el valle de Ica es válida para todo el extenso territorio de los Andes centrales. La secuencia de Rowe reconoce las épocas de influencias foráneas, denominadas horizontes, que se alternan con otras en las cuales predominan los estilos locales, llamadas periodos intermedios. Hay que tener en cuenta que este sistema cronológico implica la aceptación a priori de los siguientes supuestos implícitos:
– Los alfareros y los usuarios de la cerámica siguieron modas estilísticas, comportándose de manera similar a la actual sociedad occidental.
– La producción de cerámica fue centralizada en alto grado y se distribuía con suma facilidad a pesar de las limitaciones del transporte y las dificul-tades objetivas del medio ambiente desértico y con el relieve accidentado; no menos centralizada y eficiente en cuanto al adoctrinamiento tendría que ser la formación de los alfareros mismos.
– Las creencias religiosas de los Andes centrales se difundieron cíclicamente desde un centro determinado y en forma de exitosas doctrinas proselitistas, como las de las religiones reveladas, para inundar el vasto territorio andino con su iconografía y con su cerámica ceremonial.
La validez de estos supuestos no se ha corroborado y en todo caso es materia de encendidos debates. Dado que la cerámica se produce en pequeños talleres no centralizados, la diversidad local y regional estilística es alta y las eventuales imi-taciones de estilos foráneos escasos, lo que comprobaron todos los investigadores que emprendieron trabajos de prospección. Asimismo, los estilos locales relacio-nados con los periodos intermedios suelen mantener plena vigencia en los pe-riodos-horizontes. Por ende, la ubicación de un sitio o una unidad en una época y fase determinada depende del hallazgo de forma o diseño exótico de carácter diagnóstico. Desafortunadamente esta clase de cerámica no fue usada siempre por todos y por lo tanto no aparece en todos los contextos, siendo más recu-rrente en ajuares funerarios. Por las razones expuestas, el mismo contexto puede ser asignado tanto a una fase final de un periodo intermedio como a una de las primeras fases del periodo horizonte (verbigracia estilos Nazca 8 y 9, Lima 8 y 9, Moche IV y V asociados de manera recurrente a cerámica diagnóstica del Hori-zonte Medio), pero depende si el material diagnóstico es local o se trata de una imitación o importación de estilos exóticos.
Hacia fines de 1960 Luís Lumbreras (1981) propuso otro sistema cronológi-co, cuestionando el esquema establecido por Rowe. Este sistema está construido tomando como base el criterio económico -social. Los siguientes periodos corres-ponden a supuestos estadios evolutivos: el poblamiento por grupos de cazadores-recolectores (periodo Paleoindio), la domesticación de plantas y animales (periodo Arcaico), surgimiento de jefes y de elites y la división de la sociedad en estratos (periodo Formativo), la urbanización (periodo de los Desarrollos Regionales), y el surgimiento y colapso de los imperios y estados regionales (periodos Wari, Estados Regionales e Inca).
Es cierto que las cronologías tradicionales elaboradas por Rowe y Lumbreras no pueden captar los cambios socio-políticos ni estilísticos en el nivel regional. Para suplir esta carencia, los investigadores de la costa norte suelen usar un ter-cer sistema cronológico, en el que se toma en cuenta tanto el estilo de la cerámi-ca ceremonial, las técnicas constructivas y el patrón arquitectónico, los compor-tamientos funerarios, así como otros aspectos de la cultura material en los que se reflejan situaciones de continuidad o discontinuidad cultural. En este sistema los periodos llevan el nombre de las hipotéticas culturas étnicas, como Moche-Mochica, Lambayeque-Sicán o Chimú (Bawden 1996; Donnan 2010; Donnan y Mackey 1978; Larco Hoyle 1948; Shimada 1994; entre otros). Existe también otro método para establecer cronologías relativas. Este método, conocido como el mé-todo Ford, fue elaborado por el arqueólogo norteamericano del mismo nombre y se fundamenta en los cálculos del porcentaje de fragmentos de cerámica que po-seen ciertas características de confección y acabado. Durante el proceso de es-tudio se elaboran los cuadros estadísticos de los grupos de tiestos ordenados según el matriz de abundancia (Ford 1957; Meggers y Evans 1969; entre otros). Los periodos del tiempo reciben entonces el nombre del sitio más representati-vo, donde se han encontrado en abundancia todos los tipos decorativos usados durante un cierto lapso, como por ejemplo Guañape, Puerto Moorín, Gallinazo o Huancaco (Strong y Evans 1952). Este cuarto método fue usado por los miem-bros del Proyecto Virú y sus sucesores (Ford y Willey 1949; Strong y Evans 1952; Willey 1953; Wilson 1988, 1995; entre otros). El método Ford, aunque parece ser el más avanzado, tiene ciertas debilidades. Primero, la percepción de la circulación de cerámica está basada en un modelo válido para la sociedad industrial moder-na con sus mecanismos de mercado, pero no necesariamente aceptado para una sociedad prehistórica con mecanismos sociales y económicos fundamentados en modelos totalmente diferentes. Segundo, en la mayoría de casos los tiestos usados para construcción de matriz de abundancia provienen exclusivamente de las prospecciones de superficie. Se analizan todos los fragmentos disponibles sin tomar en cuenta el tipo y la función del sitio. Hay que tener en cuenta que en la costa norte la mayoría de los sitios cuentan con varios episodios de ocupación y con varias fases constructivas, y además con suma frecuencia fragmentos de ce-rámica diagnóstica se trasladan de un lugar a otro con la arcilla para hacer adobes y tapia, o con tierra y basura utilizada como relleno de construcción o para nive-lar superficies de uso. Adicionalmente, los edificios de una época, después de su abandono, se convierten en cementerios. El huaqueo hace aflorar en desmontes fragmentos mezclados de diferentes contextos y épocas. Estas circunstancias nos hacen pensar que el uso de cualquier método de análisis cuantitativo de cerámi-ca para establecer una secuencia cronológica debe ser confrontado con eviden-cias estratigráficas procedentes de excavaciones sistemáticas.
Procedimientos metodológicos
El estudio de la cerámica es aún uno de los campos de investigación más pro-ductivos en la arqueología. Esto se debe por un lado a su gran potencial para revelar aspectos fundamentales de la producción y especialización artesanal, las relaciones de intercambio, las formas de organización social, la identidad étnica, la ideología, etc. y, por el otro, a su valor como herramienta cronológica e históri-co-cultural (Cecil 2004; Crown y Bishop 1994; Leeuw 1984; Makowski et al. 2011; Makowski y Vega-Centeno 2004; Miller 1985; Orton et al. 1993; Riederer 2004; Schwedt y Mommsen 2004; Speakman y Neff 2005; entre otros).
La reflexión sobre la variabilidad de formas, diseños y técnicas de cerámica en los Andes prehispánicos se inicia con los estudios de los pioneros de la arqueolo-gía científica. Gracias a la realización de varios proyectos arqueológicos de larga o mediana duración se dispone de una muestra del material cerámico bastante representativa para la costa norte y la cultura Moche en particular. Desafortu-nadamente los estudios sobre la cerámica post -moche no tienen el mismo nivel y la discusión suele apoyarse en las propuestas pioneras de Larco (1948), Menzel (1964) o Donnan y Mackey (1978).
Como lo hemos mencionado anteriormente, los cambiantes modos de enten-der la cultura, el proceso y las razones de cambio en la prehistoria varían sustan-cialmente entre los estudiosos. No sorprende que la manera de concebir el estilo como fenómeno cultural y como herramienta, y ponderar las variables de análisis, también varíe de generación en generación. Los evolucionistas, por ejemplo, se centraron en los estudios estilísticos, considerando que el estilo refleja directa-mente los cambios culturales y el recorrido del tiempo (O’Brien y Lyman 1999, 2000; entre otros). Los diferentes puntos de vista se reflejan en la afamada discu-sión entre Albert Spalding y James Ford acerca la definición del “tipo” en Arqueo-logía (O’Brien y Leonard 2001).
Los estudios sobre la cronología de la costa norte así como sobre la identidad étnica de los grupos humanos asentados en esta parte del litoral del Perú se fun-damentaron hasta el presente en siguientes supuestos implícitos:
– La supuesta relación directa entre los estilos de la arquitectura pública y la cerámica, por un lado, y la identidad étnica de las poblaciones por el otro.
– La equivalencia entre el grado de centralización del poder político y la uni-formidad o variedad estilística perceptibles en la región.
Por consiguiente, la supuesta equivalencia entre el estilo, la organización polí-tica y la identidad étnica de elite se nutre aún de aparentes argumentos empíricos con las evidencias concernientes a la difusión de formas y diseños en cerámica, textiles y arquitectura. En el debate acerca de los procedimientos metodológicos tenemos que plantear algunas preguntas: ¿Han sido afectados por las coyunturas políticas los procedimientos tecnológicos de los alfareros, las formas y los diseños de su cerámica? ¿Seguían en uso las tradiciones locales alfareras después de la incorporación de un territorio a una entidad política foránea?
En primera instancia, estamos de acuerdo que el convencimiento de que las culturas-estilos corresponden en primera instancia a sistemas clasificatorios, los que fueron creados a partir de metodologías diferentes a lo largo del siglo XX para ordenar la variabilidad tecnológica, formal e iconográfica con criterios de lo más diversos. En segundo lugar, estamos de acuerdo con Makowski y Vega Centeno (2004:684) que las redes de distribución de cerámica establecidas por sociedades complejas no guardan relación directa con las identidades políticas o étnicas de sus usuarios. Todo lo contrario. La distribución cronológica y espacial de los es-tilos cerámicos se desprende de manera directa de la organización de la produc-ción y distribución de artefactos expresando las relaciones políticas, económicas e ideológicas de la sociedad. A base de estas propuestas hay que recordar que el mapeo de la distribución no necesariamente permite configurar los espacios étnicos y precisar claramente las fronteras que separan a pueblos y estados diferentes. Una propuesta importante que se deriva de estas ideas es que la tradición tecnológica es un indicador más directo de la identidad étnica. Como lo subraya el autor reciente-mente citado, los talleres que poseen una tradición tecnológica definida pueden usar su repertorio amplio de materias primas y procedimientos para producir cerámica de estilos muy variados. Como lo sustentan Makowski y Vega Centeno (2004:683; véase también Makowski et al. 2011) la correspondencia directa entre el espacio político, el estilo cerámico y arquitectónico y la identidad étnica se da en contados casos, y requiere de condiciones especiales para manifestarse, como por ejemplo:
– Cuando la construcción, o la producción y la distribución están organiza-das y normadas centralmente por las instancias del poder dominadas por un solo componente étnico.
– Cuando la identidad étnica, derivada de la conciencia de ser diferentes de los vecinos y/o ser amenazados por ellos, se exprese en estilo, tal como efec-tivamente ocurre a veces con las sociedades fragmentarias, como el pueblo originario Shipibo-Conibo de la selva peruana (véase DeBoer 1992; DeBoer y Moore 1982).
¿Es posible, entonces, establecer la cronología relativa a base del estudio ce-rámico? Estamos convencidos de que sí, pero este proceso analítico debe funda-mentarse en firmes y restringidos procedimientos metodológicos. Estos últimos, según nuestra opinión, deben basarse en los métodos arqueométricos y el análi-sis de composición en cerámica proveniente tanto de las prospecciones de super-ficie del amplio territorio investigado, como de las excavaciones arqueológicas. El estudio composicional de la cerámica ayuda a abordar varios temas, como la tecnología y la organización de la producción, la especialización artesanal, la inferencia de la función, la identificación de las materias primas empleadas, las técnicas de manufactura usadas en la formación, acabado y decoración de las va-sijas, y las condiciones de su cocción (García-Heras et al. 2001; Glascock et al. 2004; Rice 1987; Rye 1981).
Todos los problemas metodológicos que acabamos de discutir se reflejan en el debate sobre cómo interpretar la co-existencia de los estilos Gallinazo y Moche durante el Periodo Intermedio Temprano (Millaire y Morlion 2009). En esta dis-cusión se mantienen dos posiciones contrapuestas. Los partidarios de una de ellas toman por suyas las propuestas preliminares de Larco (1948), Strong y Evans (1952) y Willey (1953). Para este grupo de investigadores (Chapdelaine en este volumen; Millaire 2009; Shimada y Maguiña 1994; entre otros) tanto la cerámica mayormente utilitaria gallinazo (Ford y Willey 1949), como las vasijas decoradas ceremoniales virú (Larco 1945), fueron confeccionadas y usadas por un grupo ét-nico que dominaba a los valles de la costa norte antes del auge de la cultura Moche (fases Moche III y IV). Por consiguiente, a cada estilo respectivo,Virú-Gallinazo por un lado y Moche por el otro, correspondería un grupo étnico con su orga-nización política, tradiciones tecnológicas, estilo de vida, religión y costumbres particulares. Los argumentos a favor de esta hipótesis son los siguientes. Tanto en los valles de Moche y Chicama como más al sur, entre Virú y Huarmey, se regis-tran sistemáticamente niveles de ocupación con el material cerámico gallinazo-virú y con pocas o nulas evidencias de Moche Temprano (Moche I, II), debajo de estratos con los fragmentos diagnósticos Moche III. Asimismo, la aparición de la cerámica Moche III, por lo general cercanamente emparentada con el estilo de Huaca de la Luna (valle de Moche), se relaciona con una recomposición del sistema de asentamientos e incluso, hipotéticamente, con la reorganización de la red de riego. El segundo grupo de estudiosos (Donnan 2009; entre otros) con-sideran en cambio que bajo el término Gallinazo se suele clasificar a las vasijas utilitarias moches. Los argumentos a favor de esta segunda hipótesis son también de peso. En primera instancia, en las secuencias estratigráficas y en los contextos cerrados registrados en el área Moche Norte, la cerámica moche, casi siempre tec-nológicamente refinada, se encuentra sistemáticamente asociada con las vasijas o fragmentos gallinazos, por lo general correspondientes a recipientes para alma-cenamiento y cocción de alimentos. En los niveles de ocupación al interior de las áreas domésticas y de producción –salvo por supuestos talleres especializados en la cerámica moche– el número de fragmentos moches no suele pasar del 10 por ciento de la totalidad de la muestra recolectada. En cambio el porcentaje de vasijas y fragmentos moches se incrementa drásticamente en los entierros de elite. Hay también evidencias directas e indirectas que indican que los mismos alfareros podían producir la cerámica gallinazo y la cerámica moche.
Makowski (2009b) asume en esta discusión una posición intermedia. Por un lado coincide con Donnan que los artefactos diagnósticos, clasificados como Pro-tochimú por Uhle (1915), Mochica por Larco (1945, 1948), y como Huancaco por Ford y Willey (1949), y por generaciones de sus seguidores hasta el presente, poseen siempre características tecnológicas y funcionales diametralmente distintas de los objetos y fragmentos clasificados como gallinazo por Ford y Willey (1949). Por la cerámica moche se entiende el conjunto de formas que sirven en prime-ra instancia para el manejo ceremonial de líquidos: botellas asa-estribo, gollete central asa -cinta o asas-auriculares, cántaros chicos y medianos, vasos acampa-nados con sonaja (floreros), cancheros, vasos y copas. Un número de imágenes moches demuestra el uso de este tipo de vasijas en las ceremonias de sacrificio, de libación, de transporte de líquidos ceremoniales y de preparación de cuerpos de difuntos. Por añadidura se considera moche a los textiles, artefactos de metal, ma-dera, concha, mate, decorados con los mismos diseños que se presentan en la ce-rámica. En todos estos casos se trata también de parafernalia de culto, producida en talleres especializados por artesanos particularmente diestros. Se ha definido también como típicamente moche a la arquitectura ceremonial y las hipotéticas residencias de elite con ambientes destinados para banquetes y rituales, la que fue construida gracias a un sofisticado sistema de producción de adobes de gavera. La conclusión que se desprende de esta constatación objetiva de usos y practicas es inevitable: los investigadores no definieron al estilo y a la cultura Protochi-mú-Mochica-Moche-Huancaco a partir de la cerámica y a partir de objetos de vida diaria, los que pudieron haber sido producidos por artesanos más o menos diestros en cualquier aldea, sino a partir de recipientes, vestidos, adornos, armas y cetros en los que se expresan complejos contenidos religiosos y que son asi-mismo símbolos del poder. Los curacas de muy distintos niveles jerárquicos los tuvieron depositados como parte de su ajuar. La iconografía registrada en estos objetos es la única variable realmente compartida por las “sociedades mochicas”, asentadas a lo largo de 700 km de la costa norte, en la percepción consensuada de todos los investigadores. Si expresamos esta idea de otra manera, la cerámica y por asociación los artefactos y los espacios ceremoniales mochicas deben su existencia a una red de poder, a un mini sistema- mundo en los que las elites inter-cambian objetos y facilitan el desplazamiento de los artesanos. Las coyunturas de la historia, los vaivenes de poder, los matrimonios, las conquistas y las derrotas, las alianzas y las felonías, están detrás de la presencia/ausencia, pericia/provin-cialismo que el arqueólogo registra en un valle, en un lugar y una fase dada del Periodo Intermedio Temprano u Horizonte Medio.
Bajo el nombre de Gallinazo, Ford clasificó en primera instancia, y a diferencia de Huancaco (Moche III y IV), a los fragmentos correspondientes a la cerámica utilitaria de uso doméstico, las formas para conservar, cocinar y en menor grado servir los alimentos. Un pequeño porcentaje de esta muestra, insignificante nu-méricamente, correspondía a vasijas finas (verbigracia Carmelo Negativo), algu-nas de ellas de uso ceremonial y a las formas que Larco (1945) llamaba Virú. No obstante, hay que enfatizar que Larco mismo ha reunido en su primer artículo sobre Virú a los casos de botellas hechas por alfareros que claramente quisieron imitar y de manera no muy bien lograda a las botellas moches. Por otro lado, hay un consenso que propone que la cerámica gallinazo aparece en los contextos de arquitectura y de entierros cuyos rasgos son los mismos que los de la arquitectu-ra moche. Makowski (2009b) considera por ende que la cerámica gallinazo fue utilizada a diario por la misma gente que expresaba su rango y función social por medio de vestidos, adornos y cerámica en estilo Moche. Dado que la fase temprana de Gallinazo-Virú claramente antecede a Moche al sur de Pampas Paiján, incluyendo los valles epónimos de Moche y de Virú, y dado que un estilo de vida particular se refleja en la cerámica y en los contextos domésticos gallinazos, el mismo autor considera que la relación entre este estilo y cierta identidad étni-ca es probable. Caso contrario no se explicaría la difusión amplia de este estilo, y su conservadurismo. El carácter conservador es la expresión de los componen-tes íntimos, familiares, locales del habitus, en contraposición al “cosmopolitismo” de la cerámica ceremonial moche.
Establecimiento de la secuencia cronológica local para el valle de Culebras
La cronología relativa que hemos establecido para el valle de Culebras difiere en varios aspectos metodológicos de la de Larco (1948), o la de Ford y Willey (1949). Su punto de partida es la clasificación a partir del análisis convencional macros-cópico por alfares. Por el alfar entendemos siguiendo a Rice (1987:484) un tipo cerámico que comparte las mismas técnicas de preparación y amasado de pastas, construcción, y también los regímenes convencionalizados de cocción. Los proce-dimientos tecnológicos guardan estrecha relación con las formas y con las funcio-nes esperadas del recipiente, y están en buen grado determinados por la tradición conservada en un taller o un grupo de talleres. El acabado y la decoración pueden ser en cambio compartidos por varios alfares lo que ocurre con frecuencia cuan-do los ceramistas desean imitar estilos foráneos. Los alfares pueden ser por ende mono o pluriestilísticos (Makowski y Vega Centeno 2004; Makowski et al. 2011).
Gracias al cruce de información procedente de las prospecciones y las exca-vaciones arqueológicas efectuadas en el valle del río Culebras se ha podido esta-blecer un cuadro cronológico tentativo para la zona estudiada, basándonos en el análisis de cerámica, las relaciones estratigráficas y los fechados radiocarbónicos obtenidos durante el proceso de investigación. El análisis convencional de pastas de la muestra compuesta por 4863 fragmentos o vasijas enteras diagnósticas se-leccionadas entre 20581 fragmentos recuperados ha permitido definir 32 alfares (Giersz 2007:44-132). Estos taxones se distribuyen en ocho fases cerámicas bien definidas: Panteón, Ampanú, Mango, Quillapampa, Molino, Santa Rosa, Ten Ten y Chacuas Jirca.
Una serie de fechados radiocarbónicos de los materiales arqueológicos prove-nientes de los contextos excavados (Giersz 2007:137-144), procesados median-te el método convencional por el Laboratorio GADAM del Departamento de Radioisótopos del Instituto de Física de la Universidad Tecnológica de Silesia, Polonia, proporcionó fundamentos adicionales para sustentar nuestra secuencia cronológica local. El resultado final del proceso de investigación fue el estableci-miento de la secuencia cronológica local para el valle de Culebras, compuesta por diez fases consecutivas. Las fases llevan nombres de sitios más característicos para cada época, salvo la fase correspondiente a los periodos precerámicos. La secuen-cia cronológica propuesta ha sido comprobada por medio de los análisis de rela-ciones estratigráficas documentadas durante las excavaciones y cateos de prueba (Giersz 2007:132-134).
La organización espacial de asentamientos, las relaciones con los vecinos y las estrategias del poder
El ordenamiento de los datos de registro de prospección por fases previamente establecidas ha puesto en evidencia que la organización espacial de asentamientos, su carácter y las relaciones con los centros de poder cambian de manera sustantiva a lo largo del tiempo.
La fase Panteón (1000 – 350 a.C.)
De los 14 sitios de la fase Panteón, solo tres poseen características de centros locales por la presencia de arquitectura monumental y los tres pertenecen al tipo de templos fortificados. Junto con los restantes 8 asentamientos y 3 cemente-rios los sitios están distribuidos de manera equidistante en ambas orillas (6 sitios en la margen derecha y 8 en la margen izquierda del río). Su extensión es más o menos uniforme y no supera una hectárea de superficie. El asentamiento de ma-yor envergadura es la fortaleza Panteón III (Pv34-118), ubicada en la cima del cerro Junco Chico. Se compone de un conjunto de edificios construidos con piedras coloca-das a manera de ortostatos y unidos con argamasa, ubicados en las terrazas artificiales y cercados por un sistema de murallas concéntricas (Prządka y Giersz 2003: Figura 67). Los sitios de la fase Panteón provienen de la época marcada por los drásticos cam-bios paleoclimáticos sucedidos en los albores del primer milenio a.C. (Fuchs 1997; Wells 1990) . Se trata de las manifestaciones tempranas de una nueva y totalmen-te diferente modalidad de organización social. Sus expresiones materiales fueron registrados por primera vez en sitios de la costa norte como Puémape y Moro de Eten (Elera 1992). Su desarrollo posterior se pudo seguir gracias a los estudios de los asenta-mientos de la tradición Salinar: Cerro Arena del valle de Moche (Brennan 1980, 1982; Mujica 1975), Huambacho del valle de Nepeña (Chicoine 2004; Proulx 1968, 1973, 1982, 1985), o San Diego del valle de Casma (Pozorski y Pozorski 1987; Thompson 1961; Wilson 1995). El fechado GdS-489 (1125-830 Cal. d.C., 2σ), proveniente de los pri-meros estratos de sitios de la fase Mango I (Pv34-51), podría fechar el comien-zo de esta nueva era, marcada por el abandono gradual de los centros ceremo-niales en los valles de la costa norte y el auge de Chavín de Huántar y Kunturwasi (Burger 1992; Pozorski y Pozorski 1987).
La fase Ampanú (350 a.C. – 100 d.C.)
El final del Horizonte Temprano con el ocaso de la civilización Chavín-Cupisnique trajo también en el valle de Culebras notables cambios que ya se estaban anuncian-dos en el periodo anterior. La zona de costa norcentral, y los valles de Casma y Culebras en particular, cumplían un rol muy importante en este periodo, formando uno de principales focos del poder en la zona. Entre los 19 sitios explorados se puede diferenciar 3 centros con arquitectura pública, 11 asentamientos, 4 cementerios y 4 sitios fortificados. Los asentamientos son por lo general pequeños y dispersos, con ambientes aglutinados, construidos de quincha o de piedra con argamasa de barro. La aparición de fortificaciones en lugares estratégicos es una de las características más destacadas para la época (véase también Willey 1953; Wilson 1988, 1995). El sitio fortificado de mayor rango en el valle estudiado es sin duda el Castillo de Ampanú, ubicado en la margen derecha del río Culebras, aproximadamente a 8 kilómetros del mar, en la cumbre de un cerro alargado. Este conjunto arquitec-tónico se compone de tres estructuras de planta rectangular con muros de piedra conservados de hasta 5 metros de altura, varios cuartos, subdivisiones y una serie de terrazas con habitaciones (Giersz y Prządka 2008:Figura 10). El edificio central fue construido alrededor de los 845-200 cal a.C., 2σ (fecha Gd-19079 de la capa de relleno constructivo; terminus post quem). Dos de dichas estructuras están acompa-ñadas por bastiones situados en sus esquinas, uno en el suroeste y otro en el noreste. La fortaleza está rodeada por muros de piedra de carácter defensivo. Todo el comple-jo, con su mampostería, demuestra fuertes semejanzas con la fortaleza de Chankillo ubicada en la margen izquierda del río Casma y fechada por la mayoría de los auto-res al final del Horizonte Temprano (Collier 1962; Ghezzi 2006; Pozorski y Pozorski 1987:95-103; Thompson 1961:262). El sitio cumplía probablemente el papel de centro administrativo, templo y refugio en caso de conflictos y guerras. Los datos de la fase Ampanú sugieren que la fragmentación política registrada en la fase anterior se ha in-crementado a la par con las expresiones materiales de la violencia institucionalizada.
La fase Mango (100 – 400 d.C.)
A juzgar por las evidencias tanto cerámicas como por la arquitectura, la fase Mango (100-400 d.C.) del valle de Culebras se correlaciona de manera muy cercana con la fase Gallinazo del valle de Virú (Willey 1953), fase Suchimancillo del valle de Santa (Wilson 1988), o fase Cachipampa del valle de Casma (Wilson 1995). Como en otras partes de la costa norte junto con la cerámica virú-gallinazo aparecen en las co-lecciones muy escasos fragmentos de estilo Moche Temprano. El total de sitios de esta fase alcanza los 20, de los cuales 10 están distribuidos en la margen derecha y 10 en la margen izquierda del río Culebras. Entre los sitios se puede distinguir 2 asentamien-tos con arquitectura pública, 10 asentamientos de carácter aldeano, 5 cementerios y 3 puestos de vigilancia (Giersz y Prządka 2008:Figura 11). A diferencia de las fases anteriores los hipotéticos centros locales de poder no tienen características de templos fortificados sino de residencias de elite de traza ortogonal. En ambos, tanto en el sitio Mango I (Pv34-51), como en Quillapampa I (Pv34-75), la primera fase constructiva corresponde a la arquitectura simple de quincha, a modo de un campamento provi-sional, que durante la segunda fase fue reemplazada por la arquitectura monumental de piedra con adobes de gavera lisa utilizados para pisos. En el caso de Mango I se trata de una estructura regular, de base rectangular, con ocho subdivisiones internas (Giersz y Prządka 2009:Figura 12). El uso de muros de contención, sobre los cuales se levantan las estructuras, tiene paralelos en el patrón arquitectónico que es caracte-rístico de la tradición Gallinazo (véase Bennett 1950, Willey 1953; entre otros). Hay que poner énfasis en el hecho que los templos y residencias de elite fortificadas en las cimas quedaron remplazados por un sistema de vigilancia de caminos de acceso al valle por una de las quebradas que llevan hacia el norte.
La fase Quillapampa (300/400 – 700 d.C.)
La fase Quillapampa se caracteriza por la aparición de la cerámica Moche III y posteriormente de variantes locales de Moche IV en los contextos funerarios y en asociación con la arquitectura de elite. La cerámica utilitaria similar a galli-nazo se sigue produciendo no sin ciertas transformaciones de formas y acabados. El número de sitios es similar al de la fase anterior (22: 8 están distribuidos en la margen derecha y 14 en la margen izquierda del río Culebras) y su distribución es también homogénea. Similar es también su organización espacial y sus caracterís-ticas. Los 3 centros con arquitectura monumental pertenecen a la misma catego-ría que Mango, puesto que se trata de residencias de elite que se distribuyen entre 11 asentamientos aldeanos y 5 cementerios (Giersz y Prządka 2008:Figura 13). No hay fortificaciones pero sí un sistema de vigilancia compuesto de tres atalayas que cuidan accesos al gran camino norte-sur que atraviesa las quebradas laterales y asimismo desde la parte media del valle, desde la sierra (Giersz 2007:208-211, Figura 134).
Ni los asentamientos aldeanos ni las hipotéticas residencias de elite tienen carac-terísticas defensivas, todos están ubicados cerca del piso del valle, en áreas abiertas y no defendibles. Una de estas residencias, ubicada en la margen izquierda del río Culebras, en la parte media-baja de la cuenca, en una loma de tierra al pie del ce-rro Gallinazo – el sitio Quillapampa I (Pv34-75) – fue excavada y ha revelado tener típico carácter de la arquitectura conocida del valle de Moche. Se trata de una es-tructura de horcones y quincha con el techo decorado con porras de cerámica que se levanta en la cima de una plataforma atarazada construida con muros de conten-ción de piedra y con rampas de acceso. Una cámara funeraria moche se relaciona con uno de los episodios de uso. La residencia palaciega domina visualmente la parte media-alta del valle donde se ubica la mayoría de sitios moches con diferen-tes características y funciones: asentamientos rurales, talleres alfareros, cementerios y templetes de adobe (Giersz 2007:198-217). Frente a la residencia, del otro lado del valle desemboca al camino principal intervalle norte-sur.
La fase Molino (700 – 850 d.C.)
La fase Molino se define en el valle del río Culebras por la brusca aparición de la cerámica sureña, ubicada por Menzel (1964) en el Horizonte Medio I y IIa, en el contexto de la cerámica provincial Moche Tardío. Hay que tomar en cuenta que la cerámica moche se sigue produciendo en el área sur hasta por lo menos el 850 d.C. y en el área norte hasta el 1000/1100 d.C. Se recomienda ver los ceramios mo-ches de las tumbas lambayeque (Sicán Medio) de Batan Grande y transicionales de San José de Moro. Castillo (2000) interpreta a las importaciones e imitaciones de la cerámica chakipampa, ocros, viñaque, nievería y teatino como el resultado del funcionamiento de la nueva red de intercambios tejida por las elites en el contexto de la crisis política que anticiparía al ocaso de la cultura Moche. En el caso del valle de Culebras esta alternativa de interpretación no se condice con las evidencias regis-tradas en vista de la magnitud y el carácter de cambios en la organización de asen-tamientos. Las residencias de elite moches quedan abandonadas o se convierten en cementerios. Por otro lado, aparecen nuevos centros locales de distinto patrón arquitectónico, dominados por los recintos cercados de trazo ortogonal (Prządka y Giersz 2003:48, 49, 75, 76). Hay también un cambio notable en la ubicación de asentamientos. El área densamente poblada se traslada al valle medio-bajo y su cen-tro se localiza cerca del pueblo moderno de Molino, donde también desemboca ahora la vía intervalle norte-sur de la época. El nuevo eje vial asegura la comunica-ción con el centro provincial huari en el Castillo de Huarmey. A partir de este periodo se inicia el crecimiento sostenido del número de sitios registrados: el total de sitios alcanza los 26, de los cuales 10 están distribuidos en la margen derecha y 16 en la margen izquierda del río: 2 centros públicos, 8 asentamientos, 15 cementerios y 1 sitio fortificado (Giersz y Prządka 2008:Figura 16). Queda por lo tanto evidente que este es un periodo de relativa prosperidad. Por otro lado, la construcción de sitios fortificados sugiere la existencia de conflictos con las entidades políticas ubicadas al norte de Culebras. El incremento del número de asentamientos y su ubicación en el fondo del valle, y en las ubicaciones difíciles de defender indica a su vez que este sistema de defensa resultó efectivo.
El cambio de patrón de asentamiento y la aparición de cerámica exótica huari en el contexto de construcción de nuevos centros administrativos, con edificios cerca-dos de trazo ortogonal, parece implicar que una nueva autoridad de origen foráneo ha logrado imponerse y ejercer el poder de manera directa desde el cercano valle de Huarmey. En esta misma dirección apuntan los cambios en los comportamientos funerarios: necrópolis con las cámaras construidas sobre la superficie. Por otro lado, la predominancia de la cerámica de origen local, con la iconografía derivada de la tradición Moche, el probable uso continuo de adobes marcados y otros elementos arquitectónicos característicos para la costa norte y la tradición Moche en particu-lar, la supervivencia de la práctica de enterrar los muertos en la posición extendida dorsal, y la intensificación de contactos con los valles vecinos mediante una nueva red de caminos intervalle norte-sur infieren aculturación gradual de la población y de los líderes locales como efecto de la adaptación a la nueva situación política. La profundidad de esta aculturación se observará en la fase subsiguiente.
La fase Santa Rosa (850 – 1000 d.C.)
Los estilos de las épocas 3 y 4 del Horizonte Medio según la cronología de Menzel (1964) caracterizan a la fase Santa Rosa. A juzgar por el número de sitios arqueológicos registrados (38: 1 centro público, 13 asentamientos, 22 cementerios y 2 sitios fortificados; Giersz y Prządka 2008:Figura 18) esta es una fase próspera. Llama sin embargo la atención el carácter aldeano de la ocupación con la ausencia de las estructuras interpretables como residencias de elite o centros administrati-vos locales. Los asentamientos de mayor extensión (Pv34-94, Pv34-96, Pv34-98) se concentran en la parte media de la cuenca, en las cercanías del pueblo moderno de Santa Rosa. El único sitio con la arquitectura pública y características de un centro ceremonial se ubica en la orilla del mar al norte de la Caleta de Culebras: Playa el Castillo (Pv34-2). Es un gran cerro fortificado con cercos circulares de murallas y cuatro niveles de terrazas; unas estructuras de adobe de planta rectangular están diseminadas al interior de los espacios cercados por los muros de piedra (Giersz y Prządka 2008:Figura 19). El fechado Gd-16456 (660-1020 cal d.C., 2σ), provenien-te de la capa del relleno constructivo relacionada con la nivelación del cerro propor-ciona el terminus post quem para la construcción de este conjunto arquitectónico.
La fase Ten Ten (1000 – 1450 d.C.)
La fase Ten Ten se caracteriza por la popularidad de un estilo local de cerámica que se distingue con facilidad de los anteriores, dadas las diferencias formales, en tecnología de confección y ante todo en la decoración mediante impresiones sucesi-vas de círculos con caña, rasgo propio del estilo Casma Inciso. No cabe duda que el pequeño valle de Culebras se ha convertido en esta fase en el centro político regio-nal. No solo se duplica el número de asentamientos registrados (61) sino también se construye uno de los asentamientos con arquitectura pública más extensos en esta parte de la costa norte (Ten Ten), y se percibe asimismo una compleja organización espacial de asentamientos: 2 centros con arquitectura pública, 27 asentamientos, 19 cementerios y 13 sitios fortificados o puestos de vigilancia concentrados general-mente cerca de los centros públicos (Giersz y Prządka 2008:Figura 20). Se nota que los poblados están distribuidos de manera homogénea y que la densidad ocupacio-nal llegó a los límites sostenibles. La mayoría de los asentamientos se sitúan sobre las laderas elevadas de terrazas fósiles o en las entradas a las quebradas laterales, y se asocia con una nueva red de caminos. Ten Ten I (Pv34-74), con 100 hectáreas de extensión, ubicado en la margen derecha del río Culebras, en el valle medio-bajo, a unos 16 kilómetros de las orillas del mar y a una altura promedio de 250 msnm, ha sido sin duda construido como la capital de un organismo político regional (Giersz y Prządka 2008:Figuras 21, 22). El fenómeno del surgimiento de las nuevas entida-des políticas regionales que observamos en Culebras en el contexto del vertiginoso aumento de la densidad poblacional se manifiesta simultáneamente, entre los siglos IX y X d.C., en varios valles de costa norte y norcentral (Prządka-Giersz 2009).
La fase Chacuas Jirca (1450 – 1532 d.C.)
En la última fase prehispánica, Chacuas Jirca, el valle del río Culebras fue incor-porado al imperio Inca a juzgar por los cambios en el estilo Casma Inciso (aríbalos casma-inca), escasas importaciones de la cerámica de estilo Cuzco Polícromo y las fechas C14 calibradas. Entre los 39 sitios establecidos durante esta fase se puede diferenciar 3 centros públicos, 16 asentamientos, 13 cementerios y 7 sitios fortifi-cados (Giersz y Prządka 2008:Figura 23). Excepto tres sitios, los demás presentan una ocupación de la fase anterior. Como en la fase Ten Ten, los asentamientos se encuentran en todas partes del valle. Los tres centros públicos se sitúan en lugares estratégicos, en las principales rutas intravalle e intervalle. La arquitectura es generalmente de piedra, y solamente en los centros con arquitectura de carácter público se encuentran edificaciones de adobe. Asimismo encontramos las estructuras de quincha relacionadas con zonas domésticas y de producción. El centro primario es el asentamiento de Chacuas Jirca (Pv34-87), ubicado en la margen izquierda del río Culebras, en la parte alta de la cuenca (Prządka-Giersz 2009).
Un valle que conoció varias fronteras: a manera de conclusiones
La secuencia de cambios en la organización espacial de asentamientos que aca-bamos de presentar, lleva a una conclusión aparentemente paradójica: los sistemas defensivos, y en general la arquitectura relacionada con la violencia institucionaliza-da, como los templos fortificados, aparecen de manera contundente en los periodos de fragmentación política, al fin del Horizonte Temprano, en las fases finales del Horizonte Medio y en el Periodo Intermedio Tardío. Fenómeno similar observó Wilson (1988, 1995) en los valles de Casma y Santa. Esta es una paradoja aparente. Las fortificaciones andinas no cumplen las mismas funciones estratégicas que se espera de ellas en una guerra total, tanto antigua como moderna. Como hemos visto líneas arriba, por las características tecnológicas y por el alto impacto de normas y reglas rituales que rigen en el caso de un conflicto bélico, la suerte en el com-bate se decide en el enfrentamiento directo mano a mano. El ataque por la espal-da o con armas de largo alcance (arco) parece estar reñido con el ethos guerrero. Las características de la ubicación y de la arquitectura de los templos fortificados y de las murallas sugieren que se pretende obtener efectos psicológicos más que tác-ticos sobre el adversario. Las murallas y los bastiones son símbolos de poderío y re-sultan útiles en el contexto de competencia por la hegemonía en el dominio del valle entre poblaciones vecinas. Su función táctica no es la más importante ni la única. En la asociación entre el lugar fuerte y la arquitectura ceremonial se materializa y se fija en el paisaje este particular sistema de convivencia y de formación permanente de jóvenes guerreros cuyos detalles revela la iconografía mochica. Los templos fortifi-cados fueron al mismo tiempo lugares de combates rituales (tinkuy), refugios en el caso de asedio por invasores foráneos, lugares de culto y eventualmente residencias temporales del gobernante.
Resulta muy significativo que cuando el valle de Culebras quedó incorporado en la organización política Moche, hecho que ocurrió en la fase Mango, a más tardar en la transición hacia la fase Quillapampa, bastó un simple sistema de vigilancia para proteger a los asentamientos abiertos. Nuestras investigaciones demuestran que los representantes de la cultura Moche tuvieron en primera instancia interés en conse-guir el dominio de tierras fértiles y con abundante agua. Los asentamientos moches tanto en Culebras como en Huarmey tuvieron carácter aldeano. Con frecuencia únicamente se conservan cementerios y pueden ser registrados, dado el carácter perecible de la arquitectura residencial. Es significativo que hasta el presente no se ha localizado ni centros administrativos con la infraestructura de depósitos, ni grandes centros ceremoniales, como el de Pañamarca. En su lugar hay probables residencias de gobernadores gallinazo (¿moche temprano?) en Mango y Moche en Quillapampa (Giersz 2007). A partir de estas evidencias Makowski (2009b) sugirió que la frontera sur moche se defendía en base a alianzas selladas por la participa-ción en rituales. Un camino norte-sur unía las colonias agrícolas de avanzada con el centro ceremonial de Pañamarca.
La ocupación huari ha impuesto en el paisaje cultural del valle una marca muy distinta en comparación del dominio moche, lo que implica necesariamente dife-rencias en la estrategia del poder. Nuestros recientes y aún inéditos hallazgos en el Castillo de Huarmey aportan argumentos a favor de una exitosa conquista de Huarmey y Culebras por parte de los guerreros oriundos del sur. Las evidencias de Culebras sugieren asimismo, a título de hipótesis, que la administración huari haya convertido a este valle en la frontera fortificada durante la fase Molino (700-850 d.C.), quizás preparándose para la conquista del estado Moche.
Al comparar los mapas de asentamientos correspondientes a los periodos ante-riores al inicio del Periodo Intermedio Tardío con los mapas de los periodos tardíos saltan a la vista diferencias relevantes. Desde el Horizonte Temprano hasta el fin del Horizonte Medio en la definición de Menzel (1964), la densidad ocupacional es re-lativamente baja y se limita a áreas particularmente privilegiadas por la abundancia de agua en puquiales activos todo el año, por los suelos y por la buena ubicación respecto al camino norte-sur intervalle. El mapa de aldeas y residencias de elite va-ría posiblemente en relación con los cambios coyunturales en el funcionamiento de puquiales que suelen secarse de manera alterna. Grandes avenidas de agua causadas por fenómenos de El Niño (ENSO por sus siglas en inglés) particularmente fuertes también afectan cíclicamente el mapa de suelos cultivables, hacen variar el recorri-do del río y provocan eventualmente la aparición de nuevas fuentes y afloramientos de agua subterránea en la superficie. Es posible que uno de los eventos de esta natu-raleza haya debilitado la presencia del estado Moche en el valle durante el siglo VII, facilitando el posterior avance huari.
Recién en la fase Ten Ten los recursos agrícolas y marinos de la cuenca son apro-vechados al máximo lo que se desprende, entre otros factores, del aumento en 100 por ciento tanto del número total de sitios registrados como de la extensión de zonas residenciales. ¿Por qué el valle de Culebras fue escogido para fundar a Ten Ten, un gran centro regional, plenamente comparable con El Purgatorio del valle de Casma?
Creemos que esto se debe en primera instancia a las ventajas que ofrece la geomorfo-logía del valle. A diferencia del vecino valle de Huarmey, en Culebras amplias terra-zas elevadas colindan con áreas de cultivo y con puquiales; el valle mismo se estrecha en varias partes creando una especie de lugar fuerte natural con los accesos fáciles de controlar. Los extensos campos del valle bajo de Huarmey están cerca, a escasas horas de camino a pie. La estrategia política y militar casma fue aparentemente exi-tosa. No contamos con evidencias de la presencia política chimú como en el valle de Casma. En todo caso, un eventual episodio de conquista por tiempo breve no ha dejado huellas materiales. Los pobladores de Culebras y de Huarmey han logrado mantener incólume no solo el dominio de los valles sino también su identidad cul-tural. Lo sugiere la sorprendente popularidad del estilo local de la cerámica utilita-ria y ceremonial, el estilo Casma Inciso, que se mantiene vigente hasta el Periodo Transicional, a pesar de que su aspecto arcaico salta a la vista en comparación con finas obras de los alfareros chimúes e incas. Resulta de particular interés constatar que la conquista del valle por el Tawantinsuyu no ha implicado el traslado de alfareros mitmaquna y que no se producía localmente imitaciones provinciales de la cerámica de estilo Cuzco Polícromo. Esta particularidad guarda probablemente relación con la aparente ausencia de ushnus, canchas y kallankas en los centros administrativos de Ten Ten y de Chacuasjirca. El interés de la administración del imperio se focaliza en el control de recursos agrícolas (Ten Ten) y de la minería y metalurgia (Chacuasjirca).
Como se desprende de estas conclusiones, el valle de Culebras llegó a formar parte sucesivamente de varios mini sistemas-mundos antes de formar parte del Tawantinsuyu. La perspectiva metodológica que hemos adoptado ha sido útil para aportar evidencias novedosas en el debate sobre las características de los estados moches del sur y las razones de su expansión, sobre la cronología y la modalidad de la conquista de la costa norte por parte del hipotético imperio Huari y sobre las fronteras meridionales del reino Chimor.
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